pantano

[Nota: el siguiente perfil está incluido en el volumen Retratos de nuestras gentes Ministerio de Cultura de Colombia, 2012, pgs. 13-45. A continuación una versión editada]

 

1. El Cristo y la montaña

Casi todas las tardes remotas de Rodrigo Arenas Betancourt (1919-1995), siendo apenas un niño, consistían en subir al pico de la montaña de El Uvital, en Fredonia, para observar el paisaje montañoso. La voz de su madre siempre retumbaba en la casa de techo de paja y tierra apisonada que lo vio nacer, rodeada de una feroz naturaleza que poco o nada dejaba a la agricultura. “Vamos al filo a divisar”, le decía al pequeño Rodrigo, y una vez emprendían el recorrido, no se detenían sino hasta llegar a un pequeño corte del camino que atravesaba la montaña. Allí arriba, arrejuntándose para resistir los vientos fríos de las alturas, se quedaban largas horas observando el horizonte infinito. El espectáculo montañoso de Antioquia se repetía siempre ante sus ojos: primero el casi siempre nublado Cerro Bravo, de silueta piramidal; más lejos el Cerro Tusa, y un poco más atrás, la sombra de la cordillera. El niño Arenas Betancourt reconocía de memoria los pueblos que se le mostraban en medio de las verdes montañas: Titiribí, Armenia de la Mantequilla, Angelópolis, Amagá y El Pedrero; y en el centro del paisaje, el pueblo que luego  lo vería crecer y al cual regresaría luego de sus viajes europeos, el pueblo de rojas casas campesinas y una iglesia: Fredonia. No debía tener más de cinco años pero ya la montaña y la naturaleza eran el escape a la miseria y al hambre.

Años después confesaría en su texto autobiográfico Crónicas de la errancia, del amor y de la muerte (1975) que “El milagro de contemplar la naturaleza era un inmenso consuelo, una compensación enorme. En esta frase tan sencilla de mi madre siento ahora que está contenida toda mi voluntad sicológica y todo mi mundo interior.” No era para menos: hijo de una familia de un campesinado pobre de Antioquia, conoció desde temprana edad los grandes sufrimientos de  quienes viven de la tierra. La contemplación de la naturaleza le permitió desde entonces comprender una de las contradicciones del  campesino: el contraste entre su desamparo,  pobreza y  desolación y la riqueza y belleza de la montaña, con sus verdes infinitos y sus figuras monumentales. Visitar la montaña le permitía olvidarse de lo que hasta la edad de cinco años fue su vida diaria:  vivir en la casa que lo vio nacer, que contaba como únicas comodidades con esteras de hojas de plátano, que debían, cada noche, escoger para recostarse o cubrirse con ellas; ver cómo las familias ricas y adineradas utilizaban para sí los únicos territorios propicios para la agricultura, por lo general repartidos entre cafetales o pastizales para el ganado; cuidar día y noche la mata de café y  de plátano que tristemente rodeaban su casa, con las cuales intentaban conseguir algo de dinero para comprar panela y sal en el pueblo. Como ornamentos domésticos contaban con plantas medicinales crecidas en bacinillas carcomidas. Su ropa era remendada por su madre hasta que no daba más de sí misma. Se trató de una precariedad que sin embargo se caracterizó como una unión constante con la tierra.

Hacia 1925 Arenas Betancourt fue enviado donde su abuela para poder ir a la escuela rural de Fredonia. Salió de su escuálida casa en la montaña donde había vivido desde su nacimiento y se dirigió hacia el pueblo. De la escuela primaria quedarían en su memoria las lecturas en voz alta de su profesor de cuarto año, don Miguel Yepes, quien garantizaba la asistencia masiva a sus clases los sábados con la lectura de Corazón, de Edmundo D’Amicis. Vivió un año con su abuela, para luego recalar donde unos vecinos. Pero por poco tiempo que fuera, se trató de un año definitivo. Si su madre le había enseñado la contemplación de la naturaleza, a la vez que la posibilidad de un credo religioso sin llegar a los extremos del fanatismo, la figura de su abuela marcó la idea de un Dios temerario, que parecía darle vida a los hombres con el único propósito de llevarlos a la muerte. Salió de la pobreza y salvajismo de los bosques de la montaña para encontrarse con otro tipo de salvajismo, el del fanatismo religioso: su abuela tenía las paredes de su casa forradas con imágenes religiosas que, junto con aquellas de las sagradas escrituras  que conoció en la escuela, establecieron una especie de imaginario celestial basado en el sufrimiento. Lo que más recordaría era que en boca de su abuela siempre escuchaba la posibilidad y cercanía de la muerte, ya fuera porque creyera comprender sus señales en las mariposas negras que en las tardes solían aparecer en casa, o en el viento que soplaba en los árboles. Con voz temeraria, le dijo haber visto en más de una noche de tinieblas a espantos deambulantes y almas en pena que regresaban para acechar a los vivos. Como si no fuera suficiente, los viernes santos solía rezar a gritos con los brazos en cruz, esperando fanáticamente su encuentro con la muerte. El aprendizaje del niño fue inmediato: la idea de Dios invita al sufrimiento, al fanatismo y a la muerte. Vivimos para morir, sin más.

La experiencia de Arenas Betancourt en el Seminario de Misiones de Yarumal hacia 1931 tuvo unas grandísimas repercusiones no solamente de índole personal sino también familiar y social. El párroco de Fredonia le ofreció una beca para llevar a cabo sus estudios de secundaria una vez superadas las escuelas rural y urbana de Fredonia. El recuento del viaje hacia el Seminario es uno de los recuerdos más vívidos y realistas del imaginario de Arenas Betancourt, posiblemente por la tristeza que siempre le evocó. El viaje, de hecho, comenzó días antes, con una especie de peregrinación económica que le fue necesario llevar a cabo visitando a todos sus familiares pidiéndoles limosnas y dádivas que le permitirían tener completo su ajuar de seminario. Supo desde niño que el sueño del campesinado antioqueño consistía en tener un hijo o un familiar religioso; ningún familiar se privó y asumieron como un proyecto familiar el viaje de quien hasta el momento no había dado la más remota señal de vocación artística. Llegado el día de la partida, se despertó a las tres de la madrugada y con su padre emprendió, en plena oscuridad acaso amainada por una vela de sebo que llevaba su padre en una mano (y en la otra la maleta de madera donde iba el ajuar completado por la familia), el viaje a través de la montaña que le llevaría a la estación de tren de Fredonia. Su padre lo dejó sin decirle una palabra en la estación, donde Arenas Betancourt prosiguió, en mutismo absoluto, su férreo camino hacia el Seminario.

A su llegada, una sola mirada bastó para comprender que había sido enviado a una especie de cuartel. Al salir de casa de su abuela creía estar dirigiéndose a un lugar que le enseñaría una visión distinta de Dios, pero no tardó mucho en darse cuenta de que ésta era mucho peor que la de su anciana familiar de brazos en cruz los viernes santos. La disciplina religiosa se aplicaba a rajatabla a todos los seminaristas que, como él mismo, estaban allí respondiendo a un deseo familiar por convertirse en curas. El viaje oscuro a través de la montaña a las tres de la madrugada no resultó ser más que una especie de proyección de lo que terminaría siendo el año siguiente: un constante recordatorio de lo que era el oscuro infierno a través de distintas imágenes y lecciones de moralidad forjadas por las conciencias más puristas cuanto menos permisivas. La educación religiosa, como ya lo había escuchado de boca de su abuela, no consistía en enseñar la posibilidad de llegar al cielo sino en las múltiples oportunidades con las que contaban los hombres para terminar, irremediablemente, en el infierno. En otras palabras, comprendió desde tierna edad que la vida religiosa permitía y llevaba hacia el sufrimiento del hombre, que se convirtió en el suyo propio.

Hacia 1932 abandonó el Seminario y regresó, como el hijo que nunca lo debió haber hecho, al seno familiar de Fredonia. Debido a su fracaso como seminarista, a sus 13 años ya era un escarnio familiar y social que le obligó a buscarse la vida robando en las calles, siendo vendedor ambulante, pescador, recolector de café, ayudante de su padre en el taller de albañería y de su tío en la arriería,  imaginero, artesano y vago (esta última profesión la llevaba a cabo, sin embargo, de manera gratuita). Seguía acudiendo al colegio, pero tenía que caminar a diario desde su casa los diez kilómetros que lo separaban.

Hasta que  ocurrió una especie de explosión creativa dentro de Arenas Betancourt. Sabía ya sobradamente que Dios, tal y como creyó esperarlo, era apenas una invención; no era el Dios que invitaba a ser adorado a cambio de un billete al cielo, sino el Dios que castigaría en caso de ser desechado; dicho de otro modo, el Dios temerario del Antiguo Testamento, el mismo que aniquiló a Sodoma y Gomorra, aquél que prestó a Job para que el Diablo lo sumiera en la miseria, aquél que obligó a Abraham a sacrificar a su hijo Isaac. En últimas, el mismo Dios que aplacaba al campesinado sin otorgarle posibilidad alguna de alcanzar el cielo. Decidió echar mano de las enseñanzas de su padre, buen albañil y tallador que más de una vez le había enseñado a su hijo las cabezas de perros, caballos y otros animales que tallaba en trozos de madera y después policromaba, y comenzó a tallar Cristos cruentos y lacerados, sufrientes y dolientes. En gran medida, quizás los talló a su propia imagen y semejanza, ahondado como estaba en la orfandad de un seminario que poco o nada le proporcionaba a nivel espiritual.

A partir de entonces, la figura simbólica de Cristo jamás abandonaría a Arenas Betancourt. No simplemente por el temor inculcado por su abuela, sino porque él mismo ya había conocido, en su primera época, una imagen que parecía estar esculpida y rigurosamente copiada de la del Cristo sufriente, cruento y lacerado: la del campesino antioqueño.  La vida del campesino, que luego comprendió como la vida del latinoamericano, pasa necesariamente por el sufrimiento, el abandono y la miseria: su desierto particular es la montaña, y las lágrimas y sangre derramadas por Cristo serán aquellas del sudor del campesino. Para 1938, fecha de su llegada a Medellín, ya había una semilla sembrada dentro suyo: la de la figura de Cristo como ejemplo de lo que luego, sin apenas saberlo, sería su Bolívar en Colombia y su Cuauhtémoc en México. Pero no hay que comprenderlo en código de moralismo religioso, o de doctrina religiosa: Arenas Betancourt llevará la figura de Cristo como símbolo artístico y estético de sus experiencias personales, siendo éste su verdadero interés.

(…)

4. El regreso a Colombia: la obra monumental

 

Si bien el regreso definitivo a Colombia no se produciría sino hasta 1966 (completando 20 años fuera del país), cronológicamente hablando podríamos afirmar que este regreso comenzó hacia 1955 o 1956, cuando regresó por una corta temporada a Colombia (luego acusaría este viaje a cierta “nostalgia de la tierra”, de sus montañas). Durante aquél primer viaje, Arenas Betancourt se hospedó en el Hotel San Francisco en Bogotá, y al salir una mañana se le acercó un joven costeño con un diente de oro, quien le pidió una entrevista para el periódico colombiano El espectador. El joven periodista sabía de memoria las distintas obras que el artista había llevado a cabo en México, a la vez que de su intensa actividad de mítines en el partido comunista. Cuando el periodista se presentó, resultó ser un jovencísimo Gabriel García Márquez, y el texto que de allí produjo se terminaría titulando “De Fredonia a México pasando por todo. Un grande escultor colombiano ‘adoptado’ por México”, publicado en El espectador el primero de febrero de 1955. Curiosamente, éste resultó siendo uno de los primeros reportajes hechos sobre Arenas Betancourt. De hecho hacia 1961, cuando García Márquez llegó al DF para quedarse definitivamente en el país mexicano, el de Aracataca contaba con tan solo 4 amigos en la capital mexicana: el escritor colombiano Álvaro Mutis, el escritor mexicano Juan García Ponce, el cineasta catalán Luis Vicens y por último el colombiano Rodrigo Arenas Betancourt, tal como cuenta el biógrafo del nobel Gerald Martin.

En todo caso, en este mismo viaje tuvo otro encuentro que le permitiría comenzar su verdadero regreso a Colombia. Cuando visitó, junto con Otto Morales Benítez, el Ministerio de Educación, el secretario del ministro Aurelio Caicedo, Fabio Vásquez Botero, le comentó que en Pereira estaban necesitando un Bolívar para su plaza principal, a la vez que le hablaron de un San Pedro Claver para Cartagena. Antes de salir de la oficina (regresaba a México a los dos días), Vásquez le dijo que lo recomendaría al alcalde de Pereira para la construcción del monumento. Haciendo caso a Morales Benítez, Arenas Betancourt decidió hacer escala en Pereira y Cartagena vía México. Al reunirse al día siguiente con el alcalde de Pereira, le sorprendió que él fuera el único en todo el edificio gubernamental en saber que le habían ofrecido la realización del Bolívar. Regresó a su hotel malhumorado, para recibir en horas de la tarde una nueva visita, esta vez con el telegrama de Vásquez en la mano del alcalde. Firmaron un contrato a mano, de dos mil  pesos por toda la obra.

A regresar a México en 1956, comenzó el trabajo de la que sería una de sus obras más emblemáticas, a la vez que más queridas para él mismo. Diseñar el Bolívar desnudo, de diez metros de altura por diez metros de longitud, instalado actualmente en la Plaza de Bolívar de Pereira,  le tomó alrededor de 6 años. Una vez fue instalado, las voces que lo aclamaban se enfrentaron abiertamente con las críticas. ¿Un prócer de la patria desnudo? ¿Un héroe nacional sin ropa y alargando su brazo con una llama ondeante, cabalgando lo que parece ser un enjuto rocín? Si bien las voces burguesas y políticas instaron a la gobernación a eliminarlo de la Plaza (los mismos planes que recayeron sobre su Eva desnuda casi 12 años antes) por indecencia y desvergüenza, las voces críticas lo aclamaron no únicamente como pieza artística, sino como emblema de una nueva visión de la historia del país. El poeta mexicano Carlos Pellicer, en su artículo “Bolívar sin límites”, dijo que la obra “Es una creación magnífica que podría determinar un nuevo acento en el ánimo de nuestros pueblos: es la enseñanza cabal del héroe por excelencia, del Libertador, del sensual amante de la libertad, del más poderoso y realista soñador…”; Marta Traba, la conocida crítica de arte colombiano, apunto que “No es posible imaginar un Bolívar más intemporal, más convertido en  símbolo americano que concuerde mejor con la idea íntima que tenemos de los héroes.” Y luego remataba su apreciación con una frase que no dejaría indiferentes a muchos: “Nuestra noción del héroe es esencialmente romántica, un ser hecho de impulsos líricos totalmente puros, totalmente generosos; si concuerdan o no con la historia verdadera, eso no importa.”

Porque en últimas de eso se trató el Bolívar desnudo: de una aproximación a una figura heroica, sin olvidar la que ya había desarrollado de forma mítica sobre Prometeo-Quetzalcóatl, desde una perspectiva libre y monumental. Basta con detenerse brevemente ante la obra para dejarse llevar por el movimiento de todos sus elementos: el fuego que indica el camino a través de la oscuridad, el caballo de claras connotaciones picassianas que parece estar suspendido en el aire, y por último la figura del libertador que parece doblar en tamaño al caballo que lo lleva. La desnudez no radicaba, como luego confesaría Arenas Betancourt, en una provocación: era una exaltación al cuerpo humano, en este caso llevado a cabo en el cuerpo del libertador,  equiparada al refulgir de un fuego que había sido robado de los dioses. Dicho de otro modo: Bolívar, uno de nuestros Prometeos modernos que “robó el fuego” para poder guiar a las huestes en la independencia del imperio español, resulta ser también una figura lacerada y cruenta precisamente por el sacrificio al cual se sometió. Yendo más lejos aún: en el Bolívar desnudo radican los elementos más emblemáticos de Arenas Betancourt, como lo puede ser la doble presencia de lo griego a través de Prometeo, y lo judeocristiano a través de Cristo. Esta presencia mítica y heroica hecha arte vela por la propia libertad de los hombres.

Tanto el Prometeo-Quetzalcóatl como el Bolívar desnudo le otorgaron a Arenas Betancourt en la década de los sesentas el renombre para seguir ejecutando las obras monumentales, que en cierta medida no dejaban de ser certeros homenajes a las montañas que tanto observaba cuando era pequeño. Pero no sería sino hasta el Monumento al Pantano de Vargas que utilizaría para su arte las grandes dimensiones, esta vez llevadas hasta sus extremos. Los treinta y tres metros de altura y cien de largo que lo conforman consisten en una especie de receptáculo atroz y heroico que recuerda a los lanceros de la lucha de la independencia. Al igual que había presentado un Bolívar que poco o nada tenía que ver con el discurso histórico, su propósito en este caso fue el de escenificar el aspecto mítico que simboliza la batalla del 25 de julio de 1819. El homenaje es bastante claro: enaltecer la actuación de los catorce lanceros que el día de la batalla dieron la estocada final al entonces agotado ejército español.  Arenas Betancourt siempre aclararía que el monumento carece de una explicación racional, sino que responde a una “locura poética”: en otras palabras, la libertad que él mismo se otorgó para fundir cuerpos en bronce que a su vez enaltecían y celebraban el entusiasmo de los lanceros que al final de la tarde derrotaron al ejército realista.

Pero visto más de cerca, no todo lo que el monumento de Arenas Betancourt irradia es la festividad que otorga la emancipación. Una vez finalizó la fundición de los catorce lanceros, un ingeniero de la empresa Paz del Río le dijo:

—Esto parece otra cosa; es como el paso a la muerte. Es como si los guerreros se precipitaran al vacío.

¿No parecen los jinetes cabalgando hacia un horizonte que les queda pequeño? ¿No es acaso la escuadra imponente que se dirige hacia el cielo, sobrepasándolos, la verdadera invitación a un reino celeste? Al igual que con el Bolívar desnudo, la ingravidez roba la escena escultórica: no sabemos si los lanceros están a punto de caer. Ateniéndonos a las viejas obsesiones de Arenas Betancourt, aquellas que lo llevaron a la figura de Cristo o a la de Prometeo, no podemos olvidar que la batalla es también un emblema de la muerte: de la de los casi 400 soldados que perdieron la vida. Vista así, parece ser el último segundo antes de la caída definitiva, antes de que los 14 caballos queden desparramados sobre la base de concreto que los sostiene. La escuadra, ese brazo imaginario de concreto, parece ser la única posibilidad de un más allá. Los humanos, como ya lo había visto en México, en la montaña campesina de El Uvital y bajo el atento aprendizaje de su abuela, tan sólo podemos aspirar a la muerte.

Hacia 1967, luego de ser embajador en Roma y viajar por Italia y Grecia, Arenas Betancourt se decidió definitivamente a regresar a Colombia, donde le esperarían aún cuatro de sus más importantes obras monumentales: El cristo de la liberación, Monumento a la Raza Antioqueña, El Bolívar-Cóndor y El hombre creador de energía. Prevalecerán en todas sus obras la noción de “vuelo”, de ingravidez, sobre la que él mismo dijo: “Es la búsqueda permanente de lo absoluto frente a la carencia suprema. Sin temor a equívocos, las montañas en las cuales nací, me enseñaron la rotunda libertad de las nubes. En las montañas está toda mi vida y por ello he retornado a ellas en espera de las respuestas a los interrogantes sobre mi origen, mi errancia y mi delirio artístico…” Su experiencia más cruda en la montaña sería entre 1987 y 1988, cuando un grupo de delincuencia común lo secuestró exigiendo casi 200 millones de pesos para su liberación. Estuvo secuestrado durante casi 90 días en el corazón de las montañas aledañas a Fredonia. Una de sus últimas experiencias fue, pues, la de vivir bajo el temor de la muerte en el corazón de la montaña. De la experiencia produciría luego Los pasos del condenado (1988) y Las memorias de Lázaro (1994). No deja de ser curiosa la coincidencia: luego de toda una vida y obra dedicada a la muerte y a la montaña, pasar tantas noches sintiéndose acechado por las dos. Moriría siete años después.

Marta Traba, en un artículo publicado en el periódico de Manizales La Patria titulado “El Bolívar de Pereira, la obra del escultor Arenas Betancourt”, apuntó al aparente desfase entre lo que el escultor había conseguido ejecutando su obra y aquello que podía explicar de la misma: “Hay en su obra una cantidad de elementos plásticos puros que él ha resuelto ignorar en sus declaraciones teóricas y a veces avergonzarse de ellos, lo que me resulta incomprensible porque a mi juicio son los que determinan la calidad de auténtica obra de arte que tienen sus esculturas.” Quizás no hay mejor manera de resumir la diferencia entre la teoría y la obra de arte en Arenas Betancourt. En vida fue visto por muchos como no más que un empedernido bohemio, amigo del vino y del aguardiente. Lo que ocurre con la imagen misma del escultor como “pensador de arte” es que Arenas Betancourt, tal como lo comenzó a hacer en  sus años mozos, dejó de lado el rigor de la academia, que en muchos casos no hace más que obnubilar el ojo inocente y asesinar la pasión artística, para volcarse sobre una vida que buscara en la experiencia sus verdaderos secretos. Lejos de ser un escultor que se caracteriza por el contenido teórico de sus obras, Arenas Betancourt es un artista que logró llevar hasta dimensiones impensables una dinámica que se centra en la libertad y en la noción misma del campesinado tanto colombiano como latinoamericano. Amigo de las masas, y enemigo de las esferas artísticas, habló siempre para el pueblo y sobre el pueblo. Dejó que lo monumental de sus obras hablara de su propia noción de la identidad del colombiano llevándolas al límite de la proporción. Concedió entrevistas, escribió libros, pero su propósito nunca fue el de “desvelar el secreto del arte”, sino el de explorarse para poder comprender su propia personalidad y sus propios propósitos vitales. Y lo que en ellos descubrió fue lo que en su obra monumental logró establecer, que no es más que la invitación a un vuelo ingrávido que, en casi todos los casos, no deja de ser el gran sueño del hombre: el de la libertad.

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