Mirabilia

Publicado el Camilo Hoyos Gómez

Octavio Paz, el amor y el surrealismo

Pensar en la relación entre Octavio Paz y el surrealismo es un sendero de doble vía. Por un lado bien podemos caminar hacia Octavio Paz ayudándonos del surrealismo, pero también podemos regresar al surrealismo siguiendo las huellas de Octavio Paz.

Nota: esta es una versión resumida de la ponencia leída como clausura del curso «Cien años de Octavio Paz» organizado por la Cátedra Vargas Llosa y la revista Letras Libres, El Escorial (España), julio 2014.  

Sus fronteras se diluyen; y al hacerlo, ejecutan así el principio poético de las dos partes, que remite a la constelación, nunca a la parcelación; es decir, al diálogo entre aparentes contrarios en aras de avanzar hacia el mismo puerto: la revolución de la mente, la transgresión del pensamiento cartesiano. Ocurre que mientras que se lee a Paz al escribir sobre el surrealismo se tiene la impresión de que se está yendo más allá de la obra de los franceses, en la mayoría de los casos, y que en las palabras de Paz se parece sintetizar el sentido surrealista sin recatos poéticos. Entiéndase de esta manera: cuando Paz habla sobre el surrealismo, lo hace exento de la vitalidad combativa que los miembros del cartel surrealista siempre llevaron a cabo. Cuando Paz se refiere al surrealismo no lo hace desde el fanatismo ideológico (aquello de lo que Breton jamás logró despojarse, y Paz fue testigo de esto en París), sino desde la lectura aguda de aquél que reconoce en ese mensaje poético una súbita revelación de un camino por recorrer en las inmediaciones de la poesía. Paz, cuando escribe sobre el surrealismo, lo contiene dentro de sus efectos poéticos: no piensa en el fuera, sino que piensa en el adentro.
Breton dictó una realidad suprema, en la que hace de la vida, o del ejercicio de la vida aquí y ahora, el valor que inclina la balanza en el momento de comparar ficción y realidad. “Para mí la poesía y el pensamiento” —dice Paz en el prefacio a La llama doble— “son un sistema de vasos comunicantes. La fuente de ambos es mi vida: escribo sobre lo que he vivido y vivo. Vivir es también pensar y, a veces, atravesar esa frontera en la que sentir y pensar se funden: la poesía”. No sería sino hasta 1946 que Paz no conocería solo a Breton sino a la plana mayor del surrealismo. Pero debemos ser francos en un aspecto, que sin embargo justifica esa especie de adhesión poética de Paz por Breton. El grupo surrealista ya estaba en otra parte. Y esto acarreó definitivas consecuencias.
El gran aporte de Paz es el de haber leído el surrealismo limpiándolo de todo aquello que le era innecesario: el autobombo y su constante publicidad en los círculos literarios y artísticos. Por esto resulta tan importante el hecho de que Paz hubiera llegado a París cuando el grupo surrealista estaba en otra parte: porque llegó en primera convulsión, y esto le dio suficiente a Paz para comprender que la idea misma del surrealismo no reposaba en salir a las calles y demostrarle a la sociedad que había que cambiar (Breton dijo en alguna página de Los pasos perdidos que no habría acción más surrealista que la de salir a las calles con revólver en mano y comenzar a disparar a todo el mundo) sino que le cambio tenía que provenir desde dentro suyo. Porque el surrealismo, para Paz, parece ser un ejercicio de contención personal.
“El ocaso de nuestra imagen del amor” —dice Paz en La llama doble— “sería una catástrofe mayor que el derrumbe de nuestros sistemas económicos y políticos: sería el fin de nuestra civilización. O sea: de nuestra manera de sentir y vivir.” Las concepciones del amor, es decir, “de las aspiraciones psíquicas y sexuales” que no son racionales sino vitales, consisten en la más aguda lectura propia que podamos tener de nosotros mismos. Si hacia mediados de 1950 Paz todavía veía en el surrealismo una posibilidad de acceder a la otredad secuestrada por la racionalidad, el último Paz logró dar la estocada absoluta sobre el discurso amoroso del siglo XX: para Breton (y para el surrealismo) el amor no es sencillamente una ensoñación imaginal per se, sino un acto de rebeldía y de subversión. Allí encontró Breton su gran mérito, y allí mismo Paz fue el primero en encumbrarlo.
Paz comprendió que su fascinación por el surrealismo se debía precisamente a la valentía de Breton por proponer el amor como arma contra la desintegración espiritual y moral que sucedió a la segunda guerra mundial. En un texto de 1996 titulado “André Breton: la niebla y el relámpago”, Paz introduce la pregunta acerca de su tardía adhesión y fascinación. Su primera incursión bien merece un párrafo para sí:

Mi amistad con los surrealistas y especialmente con Breton y Péret comenzó cuando el movimiento había dejado de ser una llama. Pero todavía era una brasa que podía encender la imaginación y calentar el espíritu en los ávidos años de la guerra fría. Alguna vez, conversando con Luis Buñuel, nos preguntamos por los motivos que nos habían impulsado, en distintos períodos del movimiento: él en el mediodía y yo en el crepúsculo, a unirnos al surrealismo. Coincidimos: más allá de la revolución estética y del magnetismo de Breton, lo decisivo había sido la moral. Para Buñuel la moral del surrealismo era sinónimo de pureza y rebelión, una y otra confundidas en su continua lucha —verdadera agonía, en el sentido original de la palabra griega— contra la fe de su niñez, el cristianismo. Para mí, la atracción se condensaba en un triángulo pasional, una estrella de tres puntas, como decía el mismo Breton: la poesía, el amor, la libertad.”

¿No es acaso una apuesta por la vitalidad de la poesía, máxime reconociendo que la obra amorosa de Breton ya había sido publicada y terminada? Dicho en otras palabras, ¿no es esta lectura una anticipación a la caducidad del discurso amoroso bretoniano, al adelantarse al sentimentalismo e indicar que el amor en sí mismo puede ir más allá de la imagen para convertirse en lucha constante? Dos años después, en La llama doble, volvería sobre la misma pregunta: “Fue ejemplar que en los momentos de la gran desintegración moral y política que precedió a la segunda guerra mundial, Breton haya proclamado el lugar cardinal del amor único en nuestras vidas. Ningún otro movimiento poético de este siglo lo hizo y en esto reside la superioridad del surrealismo; una superioridad no de orden estético sino espiritual.” Paz va más allá del sacrilegio al despojar al surrealismo de su poderío imaginal y onírico para encumbrarlo como una actitud del espíritu: es decir, como una solución a la soledad y al desamparo inevitable del hombre. La lucha del hombre contra esta separación encuentra nido en el acto amoroso, precisamente porque éste no solamente le permite elegir entre la infinidad de posibilidades, sino porque esta misma elección proviene de las profundidades del inconsciente que se resiste a acartonarse. De aquí que la lectura que Octavio Paz realiza del “azar objetivo” bretoniano supere con creces cualquier análisis teórico, sobre todo porque en su propia enunciación se manifiesta lo imperativo del deseo poético— es decir, una lucha contra no solamente aquello que nos separa del resto y de los demás, sino aquello que, a partir del propio pensamiento, nos invalida rutas y obliga a percibir a realidad como un producto ready-made. Porque en el encuentro amoroso Breton logró establecer el dentro con el fuera a partir de nuestra propia falta de dominio sobre las dos.
Hacia 1964, Breton y Paz caminaban juntos el barrio de Les Halles mientras que el segundo se preguntaba en voz alta por el futuro del surrealismo. No solo la respuesta de Paz sino la emoción y exaltación llamó la atención de Breton. Paz señaló al surrealismo de “enfermedad sagrada de nuestro mundo, como la lepra de la Edad Media o los ‘alumbrados’ españoles en el siglo XVI; negación necesaria de Occidente, viviría tanto como viviese la civilización moderna, independientemente de los sistemas políticos y de las ideologías que predominen en el futuro” El surrealismo vivió desde antes de Breton porque su bilis negra se ha encargado de alimentar a aquellos que siempre nos han indicado el camino iluminado por la luz oscura de la razón: el Mefistófeles de Fausto, el Satán de Milton, etc. No en vano Paz anota la importancia de la traducción que hace San Jerónimo de Lucifer como “una centella caída del cielo”, sin olvidar que etimológicamente significa “quien carga la luz”. Esta luz, precisamente porque previene de la otredad, resulta fundamental para la poesía y la revolución de la mente. “Feliz deslizamiento del significado:” dice Paz: “llamar al ángel rebelde, al más bello del ejército celestial, con el nombre del heraldo que anuncia el comienzo del alba, fue un acto de imaginación poética y moral: la luz inseparable de la sombra, al vuelo de la caída. En el centro de la negrura absoluta del mal apareció un reflejo indeciso: la luz vaga del amanecer. Lucifer, ¿comienzo o caída, luz o sombra? Tal vez lo uno y lo otro.”
Este Lucifer, este bello heraldo, encontró dos años antes a La llama doble un nombre propio: André Breton:

Figura surgida no solo de las lejanías del tiempo (la tradición hermética, el arte primitivo) y del espacio (las junglas de Nueva Guinea) sino de una región aún más enigmática: la indecisión del alba o del crepúsculo, en la que se confunden, antes de separarse, la luz y la sombra. No en balde su estrella de elección fue Lucifer, que es también Venus: el lucero del alba y el de la tarde, el ángel libertario y la mujer. Amanecer y crepúsculo: niebla ligera, vapor que hace lejano lo próximo y confunde los contornos. Pero a veces el rayo desgarra el velo y, bajo su luz convulsa, por un instante, podemos realmente ver. Breton fue la niebla y el relámpago, la ocultación y la revelación.

Venus, que es la diosa del amor, y Lucifer, que es el que porta la luz. Nunca antes el amor había sido comprendido desde la oscuridad que le corresponde para así permitirle iluminar los hoscos senderos de la razón. Al leer a Paz leyendo a Breton es portar esa vela que emite luz negra del cuadro de Magritte: sólo así podemos definir los contornos para que incluso la luz del día no nos deja percibir. Ya Breton en Poisson Soluble (1924) había escrito “El amor será. Reduciremos el arte a su más sencilla expresión, que es el amor.” Pero de tal manera que no quedara refundido entre las imágenes oníricas del surrealismo, Paz lo rescató y nos brindó su efecto balsámico, recordándonos que no son sus consecuencias sino sus causas las que deben siempre reposar en nosotros. Nada más trivial que ser o no surrealista; lo importante es seguir la dirección surrealista. Y con esto basta.

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