Mirabilia

Publicado el Camilo Hoyos Gómez

La literatura secuestrada

No es nada nuevo que los dos bandos en la enseñanza de la literatura sufran mutuas acusaciones. Tanto los profesores como los estudiantes se quejan unos de otros, desconociendo sus propias culpas.

Así es: los profesores piensan que los estudiantes ya no leen ni escriben (o lo que es peor,  no saben leer ni escribir), y lamentan que la sociedad de consumo y entretenimiento en que vivimos no ofrezca espacio alguno para la reflexión personal. Desde el otro bando, los estudiantes se quejan de la falta de compromiso de los profesores y académicos al dictar sus clases: los acusan de hablar de literatura sin el convencimiento de quien confía y cree en lo que está hablando. Es decir: que saben muchas cosas sobre la literatura (fechas, ediciones, anécdotas, cosas que van muy bien en los cocteles), pero absolutamente ninguna sobre su aplicación a la vida misma, ni a la de ellos y ni a la de los estudiantes.  Resultado global: nos perdemos tanto profesores como estudiantes de lo que esa obra que se discutiría en esa clase nos hubiera podido revelar.

Cada una de las partes tendrá su razón. Ninguna obra artística ha sido compuesta o ejecutada para ser analizada en sí misma: en otras palabras, ningún creador se ha propuesto crear una obra cuya revelación no encuentre un reflejo en la vida y en la realidad. Todas las buenas obras de arte se han preguntado por la identidad no solamente de quien las compone, sino de quien las lee o las mira. Buscan hacernos preguntar quiénes somos, qué es lo que hacemos, y, como dijo André Breton en alguna página, preguntarnos “qué secreto estamos destinados a comunicar”. Pero muchos estudiantes, también, llegan a clase esperando recibir un conocimiento de catálogo, fórmulas para transcribir en el examen o trabajo final, ecuaciones culturales que cumplan con los objetivos del curso o con el gusto de los profesores. Esperan del profesor algo digerible, práctico, y que sobre todo no los saque de la supuesta comodidad de quien lee una novela en un sillón de terciopelo verde.

Si los profesores no estamos en condiciones de mostrar los motivos por los cuales una novela, cuento o poema debe ser leído, y si los estudiantes tampoco están predispuestos a una apertura frente a lo desconocido, ese efecto “epifánico” de la literatura y del arte  termina en una especie de secuestro en el que se desconoce si su secuestrador es la víctima o el victimario. Nos perdemos de ese efecto literario que nos revela algo que antes no sabíamos o no conocíamos de nosotros mismos o de lo que nos rodea. Es verdad que aun confiamos en el cambio que sugiere la literatura, porque lo hemos vivido: hemos cerrado ese libro sabiendo que nunca volveríamos a ser los mismos y hemos llegado a creer que todo lo que habíamos hecho y pensado y creído en la vida hasta ese punto final debía ser revisado, cuestionado y subvertido. Pero en la actualidad nada de esto parece ocurrir en un aula universitaria.

Los estudiantes que acudan a las clases esperando recibir una fast-food cultural,  así como esos profesores que dicten sus lecciones olvidándose de que el arte es un gran espejo que distorsiona con una oscura claridad la vida y la realidad, ajena y propia, deberían, los dos,  recordar esa primera vez que ese cuento, esa novela, ese poema o ese cuadro fue para ellos como el rayo luminoso que derribó a Saulo de su caballo en el camino de Damasco para despertarse, tres días de ceguera después, con otro nombre y otra manera de ver. Podemos cometer muchos errores en la vida, pero jamás el de olvidar que la literatura y el arte son caminos hacia la subversión personal, hacia el cuestionamiento de lo que nos rodea y hacia un imperio sensorial por descubrir. Si se enseña literatura y si se aprende literatura (es decir, si se confía en el arte) es porque hay un deseo íntimo de transgredir sus supuestos límites. Dicho de otro modo: si no buscamos aplicar en esta realidad lo que aprendemos en la otra, de nada sirve, y de nada vale, enseñar o aprender literatura.

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