Hacia 1924, antes de la publicación del Manifiesto surrealista, André Breton y tres amigos suyos partieron hacia una supuesta aventura de corta duración pero de inmensas recompensas para el naciente movimiento surrealista. La sombra de Rimbaud, el “Surrealista en la práctica de la vida y en otras partes”, los acompañó todo el tiempo.
Hacia 1924 André Breton y el naciente grupo surrealista tenía ya cierta fama en las letras francesas, y su proyecto surrealista ya había establecido algunos de sus más importantes ideales antes de la publicación del Manifiesto surrealista. Sin embargo, por esos días algo ocurrió en el seno del naciente grupo que no estaba entre los planes de Breton: su gran amigo y compañero de empresas literarias Paul Éluard desapareció misteriosamente de las calles de París. Lo último que hizo antes de partir sin rumbo conocido fue enviarle un telegrama a su padre en el cual prevenía que quienquiera que fuera a buscarlo encontraría la muerte. Su resolución surrealista parecía evidente: abandonarlo todo en busca de lo desconocido.
Esta desaparición en principio supuso un duro golpe para la moral de Breton. Desde hacía dos años el grupo se venía reuniendo en su casa de la rue Fontaine para llevar a cabo las sesiones de hipnosis, por lo general a cargo de Robert Desnos o René Crevel. Estos encuentros de “médiums” tenían como propósito liberar el pensamiento a través de la hipnosis, uno de los muchos caminos que el surrealismo tomó hacia la emancipación total de la lógica, y por tanto la posibilidad de sacar a la luz un lenguaje proveniente del inconsciente, libre de las leyes y reglas de la lógica y la razón. En otras palabras, la consecución de su “escritura automática”. Pero a pesar del éxito inicial de las sesiones, los juegos parecían cada vez repetirse. En un momento de aparente crisis, la desaparición de Éluard tuvo unas connotaciones inmensas para los futuros propósitos del movimiento, amparadas por Breton mismo. Inmerso, como lo estuvo toda la vida, en la unión entre la poesía y la vida, Breton entendió el viaje de Éluard como una de las pruebas más fehacientes de esa unión que él buscaba. Sin más, vio en Éluard una especie de Rimbaud moderno que había rechazado las comodidades económicas (es decir, burguesas) de su familia para sacrificarlo todo y partir hacia la aventura. Al igual que Rimbaud y Éluard, había que salir de la escritura y partir hacia la aventura.
Breton decidió, a manera de homenaje a su amigo desaparecido y cuasi-mítico, organizar él mismo una aventura. Junto con Louis Aragon, Max Morise y Roger Vitrac escogió al azar el pueblo francés de Blois. Tomaron un tren y apenas descendieron del vagón comenzaron a caminar sin rumbo fijo. Únicamente se detendrían a comer y dormir; a la llegada del sol, retomarían de nuevo su camino sin rumbo fijo. La idea detrás del viaje era la de aplicar el principio de la escritura automática (la liberación de reglas, leyes y fijaciones) a un plano real, en la medida en que así como el lenguaje no buscaba formar parte de un sistema de reglas y valores, su viaje mismo se vería libre de cualquier fin y destino. A pesar de la fascinación del viaje, sin embargo, éste duró poco: lentamente cada uno de los miembros de la misión cayó en el desespero (no es sencillo someterse a un viaje sin destino y sin fin). Breton tuvo una alucinación de una gigantesca cucaracha blanca cercándolo en el baño de un hotel, y Vitrac, exhausto de las supuestas coincidencias que Aragon encontraba día a día, peleó con todo el grupo. A pesar de que en términos temporales la excursión fue cortísima, un principio surrealista vio la luz: es gracias a la carencia de fines y destinos premeditados —es decir, a la liberación— que el poeta puede acceder a un estado mental capaz de descubrir lo desconocido.
Muy al contrario de lo que a Breton le hubiera gustado que sucediese, Éluard apareció a los pocos meses, y al hacerlo le contó a todo el grupo acerca de las vacaciones que se había tomado. En el caso de Éluard no hubo sacrificio, no hubo aventura sin destino. Sin embargo, a través de la experiencia de Blois, así como a través de aquella que había experimentado con Philippe Soupault escribiendo Los campos magnéticos, en que se sometieron a sesiones de escritura de diez horas diarias durante diez días, fue que Breton, entre muchas otras oportunidades, intentó solventar la que veía su más grande barrera: la separación entre vida y poesía.
¿Cómo prescindir de esta separación? Mediante la aventura: una aventura que comienza siempre sobre el papel, y que encuentra su obligatorio complemento en la vida misma. Todo quedó expuesto en ese libro olvidado que es El manifiesto surrealista, pocos meses después de su fallida excursión a Blois.
