Mirabilia

Publicado el Camilo Hoyos Gómez

El viaje desconocido. Philippe Soupault en Bogotá

"El poeta Philippe Soupault", por Robert Delaunay

¿Qué vino a hacer Philippe Soupault a Bogotá? En los primeros días de 1944 el poeta francés visitó nuestra ciudad con un propósito sencillo: organizar, bajo la orden directa del presidente Charles de Gaulle, una red de oficinas de prensa en América Latina para una agencia que luego se llamaría Agence France Presse. Soupault, quien llevaba más de año y medio sin pisar territorio francés por su condición de exiliado durante la segunda guerra mundial, debió de haber aterrizado hacia el 3 o 4 de enero. Si bien sus intenciones eran puramente organizativas, los eventos literarios a los cuales seguramente lo invitaron, y el ambiente general que vivió, debió de haber sido de primer orden. De lo contrario jamás hubiera escrito la desconocida para el público colombiano “Oda a Bogotá”, un poema en verso libre en el cual Soupault se encarga de homenajear la devoción a la poesía que sus “amigos colombianos” le demostraron en días tan oscuros para su país.

¿Quién era Philippe Soupault? Esto es algo que aparentemente los periódicos más importantes de la época no tenían muy claro. El Tiempo no publicó una sola noticia o nota durante estos días para celebrar la visita del francés. A comienzos de 1944, la actualidad nacional estaba ya de por sí saturada con la visita del vicepresidente del Perú, el Doctor Rafael Lago Herrera. Esto obligó a los periódicos a ocupar sus páginas sociales con espaciosas fotografías que borrosamente dejaban ver la elegancia europea del banquete. Las noticias de El Espectador, aunque sí informaron, no fueron del todo afortunadas. En su portada del martes 4 de enero se publicó en primera página una gran foto de Soupault. El titular que la acompañaba leía: “Está en Bogotá M. Soupault, uno de los Fundadores del Superrealismo.” Pueda ser que la “M” implicara Monsieur Soupault, pero también puede ser que no tuvieran idea alguna de quién era. En todo caso,  el poeta francés fue un solemne desconocido en tierras bogotanas.

Cualquier periodista cultural de la época, colombiano o no, debía saber que para entonces Philippe Soupault, aunque expulsado hacía casi 20 años del grupo surrealista francés liderado por André Breton, fue uno de sus grandes fundadores. De hecho hizo tanto por el movimiento que sin él, ciertamente, otros textos surrealistas hubieran sido leídos y escritos. En 1920 escribió en coautoría con Breton Los campos magnéticos, libro sin el cual el surrealismo difícilmente hubiera tomado vuelo y más difícilmente hubiera comenzado a establecer sus parámetros y sus propósitos. Siendo que durante sus primeros años el surrealismo se propuso “la expresión real del pensamiento” a través de la escritura o cualquier otro tipo de actividad artística, Los campos magnéticos resultaron tanto para Breton como para Soupault en una de las más difíciles pruebas de escritura. Se dedicaron durante unos diez días a escribir frente a frente, a veces durante lapsos de ocho a diez horas, una serie de textos que buscaban erradicar la más mínima interferencia de la lógica del pensamiento. Dicho de otro modo: querían escribir sin pensar, sujetos únicamente a los impulsos, desconociendo qué podría salir de ellos mismos. Los resultados fueron apabullantes. A partir de entonces, tanto Breton como Soupault obtuvieron el conocimiento de una nueva forma poética. Nada sería igual para el surrealismo desde entonces. Habían creído probar, a pesar de los dolores físicos y temores mentales que esta intensidad de composición había causado en ellos, que la escritura automática, esa posibilidad de prescindir de la razón para llevar a cabo la escritura, era a todas luces posible. No sólo eso: también resultaba fascinante.

Y antes que eso, Soupault fue quien sacó a la luz un raro texto para la época que habría de fundamentar tantos conceptos del naciente movimiento surrealista. Hacia la primavera de 1918, hospitalizado presuntamente por un ataque de tuberculosis, Soupault consiguió que los doctores le permitieran salir a dar un corto paseo por las calles circundantes al hospital. Su primer destino, aún reconociendo el sentimiento de antipatía que el nombre le despertaba, fue un local sobre el boulevard Raspail decorado con unas grandes letras que dejaban leer Librairie Ars et Vita. Al convaleciente Soupault, ya dentro, no le tomó mucho distinguir un viejo libro en edición rústica que llamaba la atención por una elocuente palabra escrita con mina de plomo sobre su portada: “Raro”. Abrir ese texto en la pequeña escapada del hospital terminó siendo fundamental no solo para él, sino para Breton y Louis Aragon, la tríada surrealista. Se trataba de Los cantos de Maldoror, del desconocido uruguayo Isidore Ducasse, también conocido como el Conde de Lautréamont. Soupault ya lo había visto alguna vez publicado en la revista Vers et prose, de Paul Fort, pero entonces no le suscitó demasiado interés. Esa mañana en el boulevard Raspail, sin embargo, fue definitivo. De allí saldría la famosa frase de carácter surrealista (“¡bello como el encuentro fortuito de un paraguas y una máquina de coser sobre una mesa de disección!”) que tanto sugirió y alimento el imaginario surrealista, ávido de encuentros maravillosos y fortuitos.

Y al mismo tiempo cualquier periodista, interesado en escritores franceses de vanguardia, debió haber sabido de su novela Las últimas noches de París, esa obra maestra que a finales de la década de 1930 logró recrear una vez más la capital francesa como un escenario nocturno, violento, misterioso y femenino. El personaje principal, la prostituta Georgette, toma la forma de la ciudad misma durante las noches: ella es el sinónimo del peligro, de las calles oscuras y poco frecuentadas, de las pandillas criminales y de la seducción como arma de primera fila. Con esta novela Soupault supo cerrar con broche de oro una década fundamental en la caracterización surrealista de la ciudad de París. Soupault forjó hasta sus últimas consecuencias esos tres pilares sobre los cuales los surrealistas habían proclamado la ciudad de París como su laboratorio de actividades: la noche, el deseo y la calle.

No todos los bogotanos, sin embargo, ignoraron la visita de Soupault. A pesar de que los diarios poco o nada registran, sí podemos imaginar que hubo otro grupo, en este caso seguramente de poetas, que atendió a la visita. Soupault asistió a una serie de eventos y compañías que lo convencieron del gran atributo de sus anfitriones colombianos: la devoción por la poesía. ¿Quiénes fueron estos poetas que le dieron la bienvenida, quiénes fueron estos escritores que lo recibieron y le mostraron la ciudad? Soupault redactó durante su viaje una larga carta para su amigo Alexander Alexeieff, el artista e ilustrador ruso que vivía por entonces en París, que finalmente nunca envió pero conservó como anotaciones personales de su viaje. Su tono hace evidente la situación personal de Soupault en relación a su ciudad natal, París, prisionera durante la ocupación por las tropas nazis. Dos días antes de su llegada a Bogotá había sufrido un bombardeo en el que murieron más de trescientas personas. A pesar de que para la fecha los rusos ya habían entrado en Polonia, el peso de la guerra —el exilio, la pérdida de amigos, la esperanza que busca aferrarse a lo que sea— se ven como marcas indelebles. Escribe en la carta a Alexeieff:

Adoro de estos amigos colombianos su devoción por la poesía. Esto es porque uno no puede dejar de pensar en la sombra inmensa y sangrienta que se instaló sobre Europa, sin apenas poder hablar sobre ella. Es una profanación hablar de esos dolores inabarcables, de esos sufrimientos presentes e incesantes, de las vergüenzas cotidianas que nos corroen. Y al evocar este misterio siento el asco y el horror de vivir al abrigo pero lejos de esta agonía diaria. Sólo la poesía y lo que ella trae consigo de elevación y simpatía verdadera me permiten respirar y existir.

Esta sensación balsámica es precisamente lo que Soupault, a manera de homenaje a la ciudad, destacó en su “Oda a Bogotá”, publicada en París en 1946. En ella, habla de una ciudad “adornada por nubes” que en su cumbre es “sobre todo el lugar donde el amor por la poesía/ por la poesía todopoderosa por la poesía milagro/ nunca ha sido negado/ ni rechazado.” Desde su altura, dice Soupault, los bogotanos contemplan el espacio y el tiempo y así saben de sobra, como él mismo lo sabe, “que la poesía es más fuerte/ que los estallidos de las bombas/ que la voz de la poesía es más poderosa/ que el ruido del cañón.” Al contrario de su ciudad, París, en la cual se ha instalado una “niebla sanguinolenta con nubes de vergüenza”, la ciudad de Bogotá luce su fe poética desde su altura celestial. No termina el poema sin antes establecer una especie de hermandad entre las dos ciudades. Se trata de una hermosa estrofa que, sin embargo, rápidamente caería en el olvido:

Pronto durante la aurora

Pronto desde París escucharán este llamado

Aló Bogotá Aquí París

La poesía está viva la vergüenza ha muerto

Aló Bogotá Aquí París

no olvidamos a nuestros amigos

ni a los poetas

porque el amor y la amistad y la poesía

son la resurrección de la libertad y la vida

 

Soupault, a partir de Bogotá, se permitió soñar con ese momento en que París recobrara su libertad, a pesar de que entonces faltaban casi seis meses para que el general Leclerc y su segunda división liberaran París. Así como lo hizo con Nueva York, Londres, París y Praga, Soupault escribió una oda sobre la capital colombiana luego de su desconocido viaje. Y la tomó prestada para poder celebrar el momento en que la suya propia fuera liberada. Ese fue el gran sueño que jamás sabremos cómo le otorgó Bogotá. El de la libertad, el amor y la poesía al servicio de una ciudad.

 

Nota: Este texto fue publicado en la versión impresa de El Espectador, 13/05/2013.

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