Lloviendo y haciendo sol

Publicado el Pilar Posada S.

¿Qué se hicieron las preguntas?

Vivimos anegados de información. Nos llegan más correos de los que podemos mirar, más videos de los que podemos ver, más noticias de las que podemos digerir, más informes de los que podemos leer. Cada día, hoy día -con televisión, internet, google, twitter, gmail, facebook-, es un verdadero bombardeo de datos. En esto, me parece, sobra el pan pero faltan las ganas de comer.

Antes de que los niños hagan la pregunta, ya están -los grandes- tirándoles la respuesta. Los maestros, los papás, las tías, las abuelas. Todo hay que decírselos, todo hay que hacérselos. “Pobrecito el niño, no se puede caer porque le sale un chichón”, le dice la mamá a la niñera; y la niñera sale detrás del niño, levantándole la pierna para subirlo al muro, alzándolo, bajándolo, trepándolo, teniéndolo. El muchachito, aburrido, se entorpece, se enlentece, porque no le dejan servirse de su cuerpo como cualquier cachorro de mamífero: aprendiendo a no caerse, cayéndose; a sostenerse, perdiendo el equilibrio; a no irse de bruces, yéndose de bruces. El ensayo error, ese antiguo y necesario modo de aprender, es vital a la hora del aprestamiento que debe hacer una cría humana mientras su cuerpo madura y se desarrolla. Es además el asiento de nuestra inteligencia de homo sapiens, de la que nos sentimos tan orgullosos y por la que nos creemos superiores a las demás especies. ¿Será que sí?

Lo mismo que pasa con el cuerpo, ese aletargamiento de niños acostumbrados a tener a su lado una mamá o una nana que hace todo por ellos, pasa con la mente, con la chispa de la divina inteligencia. Antes de que la curiosidad nazca, emerja, surja, con fuerza de surtidor, está la voz del adulto dando una respuesta; taponando el agujero, clausurando la ranura, cerrando la hiancia. No es permitido el estado de vacío. ¿Entonces, cómo diablos puede haber impulso para buscar la llenura?

Aún recuerdo mi más importante pregunta, a los seis o siete años. Sabía que los niños no los traía la cigüeña, que se hacían en la barriga de la mamá, que las mujeres se casaban y tenían hijos, pero no sabía del coito y menos de la fecundación. Con las pocas fichas del rompecabezas que tenía, me pregunté: ¿Y cómo hace para saber la barriga de una señora que ella ya se casó y que ya le puede empezar a hacer el niño? ¿Y si de pronto se equivoca y le empieza a hacer un bebé sin que se haya casado? Con las dos preguntas llegué donde mi mamá, a quien cogí fuera de base -me dice que sudaba frío- y que no tuvo más remedio que contarme aquello que pensaba soltarme quién sabe cuándo. En todo caso no ese día.

Bendita desinformación que me hizo cavilar. Bendita ignorancia que me hizo formular la pregunta. Prefiero eso, de veras, a haber tenido en mi cuarto un libro que me lo contaba todo con láminas, pelos y señales, y me habría privado del orgullo que siento de haber hecho en mi vida, por lo menos, una pregunta verdaderamente mía.

Sócrates decía que el peligro, ¡la pólvora!, estaba en las preguntas y no en las respuestas. Otros menos lejanos en el tiempo también lo han dicho, y con ellos me apaño: “Lo importante es no dejar de hacerse preguntas”, decía Einstein. “Preguntar es rebelarse, responder es adaptarse”, dice Jorge Wagensberg. ¿Será por algo?

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