Me gustan los niños. Cuando me los encuentro en la calle -en algún centro comercial, aeropuerto, restaurante, supermercado- los miro más que a los adultos. Los adultos me parecen aburridos. Casi nunca me sorprenden. Son, por decirlo de algún modo, pan comido. Los niños me resultan más interesantes. Me dicen más. ¿Por qué?
Confieso que hago esta reflexión ante mis lectores para poder hacerla ante mí. Decir las cosas para otro es tal vez la única manera de decírselas a sí mismo.
Siempre he sabido que los niños son importantes en mi vida –llevo treinta y seis años de profesora de música– pero no he hecho el esfuerzo de desmenuzar este asunto. ¿Qué es lo que me gusta de los niños? ¿Qué es lo que en ellos llama mi atención?
Lo primero que se me viene a la cabeza es la forma como se mueven. Los niños se mueven más que los adultos; mucho más. Se mueven más rápido, más veces, involucran más partes de sus cuerpos. Parecen obedecer necesidades internas, imperativos que se producen en algún lugar de sus cerebros -o de sus músculos y nervios-, que dicen: gira, levanta, voltea, agarra, suelta, camina, corre, trepa, rueda, corre, salta, brinca, escala, cae, acelera, frena. Son unas criaturas fascinantes, aunque a veces mi cuerpo envejecido sienta que ya no puede aguantar tanto voltaje. (Después de dar tres o cuatro horas de clase a niños tengo que dormir dos).
En segundo lugar diría que son más verdaderos que nosotros. Tienen menos controles y filtros. Lo que expresan se siente más auténtico: el agrado o el desagrado, los celos, el miedo, la timidez, la rabia, el interés, las ganas, el deseo de tener algo, el malestar, la irritación, el enojo, la voluntad de dominar, el deseo de reconocimiento, el hambre, el sueño. Son, por decirlo así, más netos. Sin hojarasca. Pura sustancia.
Son más lindos. Los ojos –casi siempre– son más vivos. Tienen la piel fresca y el pelo sin teñir. El crespo es crespo; la pelirroja, pelirroja. Cuando se aporrean lloran, pero no demasiado. Cuando pelean se contentan rápido. Pueden estar jalándose de las mechas con un amigo y al momento están como si nada, íntimos del alma. Los mocos les salen solos –les chorrean– y si se limpian lo hacen con la manga de la camisa o con el dorso de la mano. Te estornudan en la cara. Te pegan una gripa nueva cada quince días.
Son distintos entre sí. Singulares. Algunos sólo te miran. Otros se te acercan. Otros te hablan. Otros te esquivan. Otros quieren que los toques. Sabes cuando les gustas y cuando no. Sabes si tienes chance de llegar a su corazón –que es casi siempre–, eso sí, si esperas con calma, no acosas y sobre todo no te crees que eres más ni mejor que ellos.
Te hacen sentir querido. Mucho más que los adultos. Con los colegas nunca se sabe si de veras te quieren, te aprecian, te estiman. Por más sinceras que sean las relaciones siempre queda una sombra de duda, un no man’s land entre lo que se dice y lo que se siente y piensa. Uno nunca sabe cómo es la jugada. Con los niños, sí.
Te hacen sentir que lo que haces sirve para algo. Me he sentido más útil -y más feliz- enseñando una canción o una danza a niños que enseñando psicoanálisis a alumnos de posgrado en una universidad. Son gustos, me dirán. Entre gusto y gusto no hay disgusto, digo yo. Los niños son el único chance que me queda de no matar del todo lo más verdadero que hay en mí. Por eso me gustan. Por eso los quiero.