Lloviendo y haciendo sol

Publicado el Pilar Posada S.

Morimos, no hay tutía

Antier murió, en un absurdo y terrible accidente, -¿qué accidente no lo es?-, Juan Carlos Gaviria, el papá de Manuel José, un compañero de clase de mi hija. Laura y Manolo- así lo hemos llamado siempre- crecieron juntos. Juan Carlos quería mucho a Laura; le decía que era su princesa. Fue gentil y amable con ella. Querido, como decimos en Medellín. Ayer, en la sala de velación y en la misa se me vinieron, de golpe, cosas que he pensado y sentido en esos momentos desde que era una niña.

¿Por qué en un velorio nos ponemos a hablar frenéticamente en vez de quedarnos callados y recogidos? ¿Por qué empezamos a preguntar o dar detalles sobre las circunstancias de la muerte, que siempre resultan algo obscenos, morbosos, en lugar de conectarnos con la verdad desnuda: “murió”? ¿Por qué la atmósfera que se respira se parece a la de una sala de espera en una terminal de transporte o a la de un coctel donde gente que hace rato no se ve se pone al día en noticias y chismes? ¿Por qué los sacerdotes católicos, ante los dolientes y la caja con las cenizas, dicen cosas que van contra todas las evidencias, como “celebremos, hermanos, porque Jesucristo ha vencido la muerte”?

Mi cultura y la religión en la que me criaron son torpes para enfrentar la muerte. Torpes, bastas, ramplonas, evasivas, pobres. Cuando voy a un entierro me siento doblemente vacía, desolada, desprotegida y huérfana. Por un lado, el impacto atroz que produce en la psiquis la evidencia de la muerte y con él la tristeza por la ausencia definitiva de un ser humano. Se fue para siempre su cuerpo, su risa, su andar, su voz, su olor. Nunca más lo veremos, lo oiremos. Nunca más nos hablará, nos tocará. Por el otro, esos rituales vacíos, sin corazón, sin carnadura, que se repiten automáticamente como una máquina siniestra y engañosa que no puede detenerse.

La muerte es un hueso duro de roer. El más duro. La negamos, la evitamos, la olvidamos, y cuando llega no queremos pensar que nosotros, y los más nuestros, también seremos suyos algún día.

¿Cómo hacerle frente a una verdad tan pavorosa, para la que no estamos nunca preparados?

Ante la oquedad que para mí representa la delirante fe católica, que dice haber vencido la muerte -real y brutal ante mis ojos-, y los bullosos amotinamientos sociales llamados velaciones, misas y entierros, me quedo con el silencio del corazón, la presencia, el abrazo, la conversación íntima y lo que puede decir la poesía ante este agujero insondable que nos produce desconcierto, angustia, rabia, rebeldía, dolor y miedo. Hago mío, y si le sirve a alguien más, lo que escribió Miguel Hernández cuando en Orihuela, se le murió, como del rayo, su amigo Ramón Sijé, a quien tanto quería:

Un manotazo duro, un golpe helado,

un hachazo invisible y homicida,

un empujón brutal te ha derribado.

No hay extensión más grande que mi herida,

lloro mi desventura y sus conjuntos

y siento más tu muerte que mi vida.

Ando sobre rastrojos de difuntos,

y sin calor de nadie y sin consuelo

voy de mi corazón a mis asuntos.

Temprano levantó la muerte el vuelo,

temprano madrugó la madrugada,

temprano estás rodando por el suelo.

No perdono a la muerte enamorada,

no perdono a la vida desatenta,

no perdono a la tierra ni a la nada.

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