Oculté las lágrimas para no darte más explicaciones sobre todas esas noches en las que el anhelo de un beso tuyo me hizo quedar tendida sobre mis propias dudas y silencios.

Asumí como una mejor alternativa el que no sepas acerca de mis descubrimientos. Que no te enteres más sobre la loca idea de que un buen día por fin estés ahí, perdido y sin razones, claro y contundente como apareces en mis sueños.

Una fecha de esas en las que coincidan los afanes irreales por ser protagonista de tus visitas, por beber momentos coleccionables que dejen de ser broma y se acerquen a la pasión desmedida de los ya femeninos instantes de playa, con música de otras latitudes como antídoto para el adiós.

En el fondo, la lágrima, que era mi aliada y amiga, supo desde hace mucho tiempo que censuré sus intervenciones en mi vida.  Que aprendí a callar mi sentimiento, salido de toda dimensión, porque sigue siendo incomprensible para los afectos que aún tramitabas descubrir.

Lloré serenamente como despidiendo el instante que nunca existirá entre nosotros.  El día en el que escritures a mi nombre tus afectos y me permitas nombrar las palabras a las que le huyes por miedo a incorporar en mí la desmesura de lo ilimitado.

Firmé la renuncia y acepté quedarme con mi testamento de ilusiones.  Ese que me permite cantar las canciones que me dejan sin fuerza, las que me animan al después, me devuelven la cordura y eliminan la idea esperanzadora del futuro.

Las que nos recuerdan, incluso en esta lejanía, que no tenías que convidarme, porque yo creía en tus palabras, en tus gestos, en tu cuerpo, en tus manos que se acaban, como me lo contó alguna vez tu hermana.

Releo tus textos pensando que son cartas diarias, esmerándome en encontrar los detalles que ocultas.

Tendida en soledad, encuentro cada vez las respuestas de tu verdad: la necesidad de imaginar nuevas conversaciones, con besos y abrazos en los que no se imponga la razón, sino la irreverencia y el girar de la ruleta de mi ensoñación.

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