Lloronas de abril

Publicado el Adriana Patricia Giraldo Duarte

Yo también soy madre de nadie

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Por: Magnolia Rivera

Hoy me presentaron una bebé en brazos. La gente, emocionada por lo sonrosado de su piel, lo frágil de sus movimientos y la pequeñez de sus detalles, no podía parar de sonreír a la vez que hacían algún comentario inspirado en el semblante tierno de esa bebita. Yo observaba a una distancia prudente las formas como el público espectador se acercaba a examinar al pequeño ser, mientras se cruzaban frases como “igualita al papá” o “tiene los ojos de la mamita”. La bebé, tranquila en su sueño a pesar del ajetreo provocado por su presencia en el recinto, ajena a la conmoción o haciéndose la difícil, se negaba a abrir los ojos para comprobar si eran azules como los de la mamá o si eran redondos como los de la tía que la estaba cargando.

Uno de los asistentes al encuentro espontáneo para conocer la infante, que me acompañaba en la distancia-prudente-zone, me dijo con toda la buena intención: “Vea pues muchacha, para que se antoje”. Sonreí en silencio para acompañar su intención, mientras él con ese comentario jocoso apoyaba dos prejuicios bastante elaborados: el primero, que toda mujer se realiza en tener hijos, y el segundo, que toda joven universitaria tiene lejos de su plan inmediato la posibilidad de ser mamá. No desmentí nada, y respondí con la reacción natural que tengo para los momentos incómodos: reír. El señor rió conmigo y regresó a su estado contemplativo junto a mí.

La tía de la bebé fue acercándose a cada uno de los allí presentes para exponer, con más emoción que la propia madre, las particularidades de su sobrinita; al parecer notó que algunos no nos acercamos con tanta curiosidad y que tampoco teníamos la intención de hacerlo. Al llegar a mí, que era la única mujer entre los observadores a distancia, hizo lo que hacen la mayoría de mujeres cuando tienen un bebé y se encuentran con sus congéneres: quiso que yo la cargara. “Que porque uno tiene un par de ovarios y un asomo de senos, creen que ya se es apto para sostener un niño en brazos, para saber tratar a los pequeños o para emocionarse por un embarazo”, pensé muy dentro de mí. Me hice la boba sacando el celular, que menos mal en ese momento sonó, y le dije un par de cumplidos mientras me esforzaba por alejarme sin ser muy evidente. Ella siguió paseando por el público y me escabullí del lugar y de la bebé, pero no de los prejuicios.

El problema no radica en el miedo a la maternidad, sino en mi falta de compromiso y sentido de responsabilidad con la vida de alguien más. Admiro profundamente a mi señora madre, por soportar y sostener las muchas inconsistencias que he ido desarrollando a lo largo de estos años, y admiro todavía más a las madres de otras tantas personas que resultan más insoportables que yo… pero, sinceramente, no me veo apta para aceptar ese reto.  Además de lo que implica tener un hijo, considerando el asunto de con quién engendrarlo y criarlo, la vida luego de esos nueve meses, e incluso desde el momento en que se sabe que hay una criatura creciendo en las entrañas, cambia totalmente: se convierte en pensar fuera de sí para que todo sea por ese pequeño ser.

No me crean egoísta, porque en realidad tengo el vicio de olvidarme a cada rato… cosa que complica el asunto; no me siento del todo responsable por mí, ni por lo que hago o pienso. Me parece una labor titánica eso de educar al otro para que “se defienda” en la vida. Para uno, que ha vivido medio a las patadas dentro de uno mismo, lo último que quiere es desearle un sino parecido a alguien que se vuelva parte de uno, que uno ama con todas las vísceras, banderín que se cuelga toda mamá. Lo triste, lo realmente triste con este ligero acontecimiento, es que descubrí que no sé cómo propiciar una vida tranquila y armoniosa, ni para mí ni para nadie que me rodee. Tampoco es que me vuelva un ser tóxico, aunque habrá quien lo piense, sin embargo debo confesar que cuando uno se dispone a pensar la vida conforme la va viviendo, hay cargas que se ganan sin querer, hay momentos que se dejan de disfrutar y hay dolores que marcan más que las muchas o pocas alegrías profundas.

No sé si llegue el día en que quiera “sentar cabeza” y desee tener algún óvulo fecundado montado en los hombros del responsable del espermatozoide, o no sé si sólo desee buscar tener mis propios genes heredados al mundo, o no sé si decida crear mis propias reglas en el hogar para acoger a alguien que no ha tenido esa oportunidad de familia. En lo inmediato, sólo puedo estar segura de lo que sí me antojé al ver la bebé: quiero dormir tranquila en los brazos de alguien, sin pensar ni preocuparme por las muchas cosas que en este momento no dejo de reflexionar, y sólo esperando que me de hambre para llorar.

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