Para Manu, mujer real
Atraviesa esta tormenta y acepta la duda, el desánimo, la desilusión, el último latido. Ya vas viendo que hacen parte de la vida.
Desde niñas le hemos tenido miedo al asombro, al aullido nocturno, y ahora que se acerca por la ventana y sobrepasa la fe que nos dejaron por herencia, es cuando venimos a entender que también está permitido ser espejo para reflejar la amargura.
Nadie nos dijo qué debíamos probar primero. Todo estaba tan prohibido, que nos engolosinamos con la perfección, obligadas, sin derecho a repetir que preferíamos ser libres.
Y en reemplazo nos dijeron que era mejor un camino sin sobresaltos, y estuvimos tan protegidas que fue muy natural conocer el equilibrio, la solidaridad, el respeto por las almas bondadosas.
Tal vez nos hubiera ido mejor, si en vez de esos tonos cálidos, de felicidad, la instrucción viniera claramente definida por la realidad que íbamos a tener que vivir: eso de que la vida es un cruce de balas, de destierros, de dolores, de odios que al final de todo te roban el asomo de la esperanza.
Yo entiendo lo que vives. Mejor, lo que vivimos.
Entiendo que sigamos tratando de descifrar el alcance de los monstruos, cuando hablan en la tele y nos distraen, cuando son ya humanos naturalizados, ya almas destrozadas por el poder que absorbió el odio de sus días.
Y a la vez entiendo lo que quieres. Que se te quite el insomnio, el dolor de espalda, el miedo a bajar por las calles sin que el final sea inesperado.
Y entiendo, mi amiga, que estamos hechas de lo mismo: el sensacional deseo del control de lo absurdo, la ilusión vaga de que todo esto cambie, la idea pequeña pero eficaz de las diminutas dichas, de los latidos reales, de las primeras líneas y de la última página que vamos a rayar.
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