Por: Cristian C. Álvarez
Recostado sobre la áspera alfombra de la sala de mi apartamento, permanecí en silencio absoluto y casi inmóvil, cual escena de un terrible asesinato, de esos que transcurren en las películas en blanco y negro.
Era la quinta noche de insomnio consecutiva y en lo único que podía pensar era en ella, en la idea de volver a verla. La interminable espera y la soledad insaciable invadían mi alma, pues contenían la inagotable tragedia de vida que era lo único que me hacía compañía. Transcurrían años en mi mente de recuerdos poco significativos que se transformaban lentamente en piezas inconclusas de un rompecabezas.
Sumergido en una amargura incesante de imágenes dolorosas me percaté inesperadamente de que su imagen, se distorsionaba en cada vestigio de memoria que atesoraba celosamente. De repente, un manchón oscuro tomó su lugar como en una siniestra pintura de óleo y el dolor que invadía mi alma se prolongó lo suficiente hasta que se apodero de mi. Como un helado líquido se extendió por mi garganta asfixiándome hasta llegar a mi pecho, tornándose en angustia que logró levantarme de mi incòmoda postura solo para buscar desesperadamente en cada cajón y oscuro cofre de mi morada, una fotografía o cualquier pista que evocara su aspecto. No hubo gesto más inútil, pues hace unas noches había decidido quemarlas, pensando en darle fin al tortuoso insomnio que me atormentaba.
Decepcionado de nuevo, caí sobre las fibras desabridas de mi alfombra, pero esta vez deseando desaparecer de la faz de la tierra, no por algo tan vulgar como la muerte sino en la ambiciosa idea de que mi cuerpo y mente fueran consumidos por el universo, como un gigante hoyo negro que consume luz y la transforma en energía pura.
Incauto y de nuevo en silencio cerré mis ojos, con tanta fuerza como la obsesión de mi pueril deseo. Empecé a imaginar el temible cosmos descrito en los orondos libros de ciencia; imaginé la tierra vista desde el inmenso espacio con sus bastas montañas y mares, la profundidad de las galaxias con sus incontables soles y áridos planetas, allá donde no hay arriba, ni abajo , ni horizonte, ni borde, donde somos solo un insignificante parpadeo en el infinito y coexisten mundos enteros entre ellos mismos desconocidos.
Entonces sentí que mi cuerpo ya no pertenecía a la interminable soledad de mi estancia sino a un lugar del frío firmamento, donde se podía oír en el vacío el latir de mi corazón y el paso de mi sangre tibia a través de mis venas.
Pude ver el dolor de mi alma que actuaba como la gravedad sobre mi pecho. Aumentaba poco a poco pero continuaba concentrada en él, como si mi cuerpo quisiera sostener el oxígeno en mis pulmones.
Cuando por fin la encontré, vi su figura y su tez pálida, vi sus pequeñas y delicadas manos, sus ojos grandes y cafés , sus carnosos labios rojizos. Pude sentir el calor de sus abrazos de nuevo, su aroma púrpura, la coyuntura de su gracia. Divisé la enormidad de mi amor por ella, tan extraordinariamente justo, que pensé:
-No creo en dios pero si existiera, sería tan asfixiante como él.
Un amor que en un momento se apartó de su nítida figura y se situó junto al infinito e hizo parte de él como uno solo.
Justo en ese momento lo resolví en mi mente, más no en mi alma: el ser por el que padecía un dolor tan palpable, no existía; era una mentira absoluta, solo era la invención de mi espíritu deseando ser infinito en sus recuerdos.
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