Por: Daniel Bernal B.
Finaliza otro jueves rutinario en la otrora fría Bogotá. Hoy sí fue un día como esos clásicos en la capital de Colombia. Son las 5:45 p.m. y Amanda, finalmente, apaga su computador, clic que esperaba hacer a las 5:00 p.m., pero las asignaciones pendientes y una tarde de reuniones con el jefe, de las que, por supuesto surgieron nuevas tareas, alargaron el jueves y sumaron, quizá demasiadas vainas para lo que será el atiborrado viernes.
No fue un buen día para Amanda. Jacobo, su hijo, dio más trabajo del normal para alistarse y estar puntual para la llegada de la ruta escolar.
Una vez, la ruta partió, ella subió rápido, terminó de arreglarse y volvió a preguntarse si era prudente usar ese vestido que la volvía a hacer sentir linda y que había elegido la noche anterior, pese a que hace rato evita que sus piernas resalten cuando tenga alta exposición a la calle, pero sus 38, la carga laboral, un divorcio encima y la misión de ser mamá, tan desgastante como gratificante, más la presión de salir pronto para no llegar tarde, acabaron el debate.
Hoy no había tiempo, solo tomó su bolso, comprobó que su pistola glock 42, comprada un año y medio después de la legalización del porte de armas en Colombia, estuviera en el bolso y salió.
El arma que hoy acompaña a Amanda fue comprada, tras vivir dos de esos episodios más colombianos que las investigaciones exhaustivas que no llevan a nada, tan bogotanos como el ajiaco y tan lamentables que nunca nadie debería vivir.
Un día, al bajarse del Transmilenio un viejo miserable comenzó a hostigarla con sendos comentarios sexuales y una apretada de nalga que quizá no pasó a mayores, por su grito de auxilio al paso de tres deportistas que trotaban por el parque y apresuraron la huida del abusador. Humillada, tuvo que secarse las lágrimas para que ese rol superior de ser madre, pesara más y lograra abrazar con alegría a su hijo, aún en un día en el que la desesperanza crece por vivir en un mundo así y en un país donde personas como ese viejo, pueden ser capturadas decenas de veces y volver en horas a la calle a acechar nuevas víctimas.
Tres meses después, Amanda estaba en un restaurante con Jacobo, a dos cuadras de su casa. Respondía preguntas incómodas del niño frente a la reciente separación de su padre, mientras esperaban los combos de hamburguesas elegidos, cuando dos tipos entraron al restaurante con su casco de moto puesto y levantaron armas contra el personal del restaurante y los comensales exigiendo el dinero de la caja, los teléfonos y pertenencias de los allí presentes.
Fueron segundos de pánico para Amanda que, en shock, no sacó su teléfono, sino que se movió frente al niño tratando de cubrirlo. El movimiento alertó a uno de los delincuentes quien la insultó y apuntó con vehemencia, “Querés que lo dejé sin mamá gomela hijueputa”, gritó, rapó el bolso haciéndola caer y mientras emprendían su huida, Jacobo, asustado y con los ojos llorosos se echaba sobre su mamá para constatar que estaba bien. “Sí, amor, tranquilo”, dijo una Amanda impotente que ahora además de tener que explicar con eufemismos a un niño de ocho años la infidelidad del padre, tendría que arreglárselas para contarle que habitan en un país con mucha gente capaz de matarte por quitarte un teléfono que en el mercado negro no valdrá más que un salario mínimo, concepto que explicará después. También que, como el viejo depravado, si los capturan quizá estén libres mañana porque en Colombia las garantías para los criminales hace mucho pesan más que el anhelo de evitar nuevas víctimas. Y como no, le dirá también, que hay inequidades, falta de educación, oportunidades y formación ética para armar la tormenta perfecta del crimen que enfrentan todas las potenciales víctimas al navegar el país.
Al dejar su oficina, Amanda, se dirige a ese Transmilenio, con miles de críticas razonables, pero que también hasta hoy 2029, es el sistema de transporte público bogotano más eficiente que los exdirigentes bogotanos lograron entregar. Y así será, hasta que opere la primera línea del metro que debería mejorar la experiencia a una pequeña parte de la ciudad.
Fue un día lluvioso y poco gratificante para Amanda. Las tareas atrasadas tuvieron nuevos giros, llegaron nuevas y hasta recibió un regaño para ella injusto de la jefe, pues el retraso en dos de esas tareas, motivo del reclamo, se debe en buena parte, a esas nuevas instrucciones, sobre la asignación inicial. Ya, en la estación, al pésimo comportamiento de la gente que la empuja sin necesidad y de la que quiere colarse (quizá ya lo hicieron también para evadir pagar el pasaje) para abordar antes que ella, a pesar de haber llegado después, se suma a una conducción reprochable del tipo del bus que con sendos frenazos y seguramente violando la supuesta velocidad máxima de este servicio, ha generado nuevos golpes y apretujones en los pasajeros.
Nota Amanda que un tipo no le quita la mirada de encima y la escanea, cual ‘terminator’ identificando a su blanco. De inmediato recuerda al viejo de hace unos años y llega al más desolador pensamiento de las víctimas colombianas: culparse de que abunden victimarios. Los días de transmilenio no son ideales para usar vestidos, pensó, mientras reprochaba su decisión de haberse querido sentir bonita con su vestido. Ingresó su mano al bolso y tocó su arma, con la certeza de que, si se repite el episodio, esta vez se defenderá.
El bus se detiene en su estación. Amanda dice permiso varias veces, pero finalmente es más a los empujones que logra abrirse paso entre los pasajeros que bloquean la salida del bus y quienes bloquean el ingreso a la estación. Mira a su alrededor y no ve al tipo de la mirada lasciva. Respira tranquila, no quiso o no pudo bajarse a seguirla. No se repetirá el episodio.
Sale de la estación y camina hacia al oriente, al llegar a la esquina, con el Pare a su favor, tiene que detenerse para dar paso a una camioneta Toyota que no frena, le salpica agua desde un charco y sigue su camino. Parece inevitable que el vestido dejará su cuerpo para ir a la lavadora. Su ira aumenta y refunfuña indignada cómo es posible que haya tan poco respeto al peatón acá y se responde casi con certeza que si no es ella quien frena, seguramente ya estaría de camino a un hospital.
Son siete cuadras más al oriente para llegar a su edificio donde Jacobo y su mamá, quien le recibe el niño a la niñera en los días de oficina, la esperan. Faltando tres cuadras, en la esquina está la Toyota que la mojó medio montada al andén, reconoce también la gorra del conductor, quien al parecer se detuvo allí para sacar dinero de un cajero. El tipo se sube y arroja por su ventana dos envolturas de chucherías vacías con sendos sellos sobre sus pocos saludables componentes.
Amanda, no puede evitar mirar al tipo y decirle, “Señor, sería tan amable de no tirar su basura a la calle”. El tipo, la mira de arriba a abajo y sonríe “¿y usted la policía amor? No se amargue por la vida de otros y siga”, le dice con tono burlón.
“No, no soy la Policía, solo una persona capaz de notar lo mucho que le falta usted para ser un señor, para manejar bien y para no ser como la basura que bota, feliz noche”, replicó.
El tipo se baja, recoge los papeles y se le acerca, mientras le grita “¿te crees mejor que yo? Mirá, acá recogí tu puta basura para que no te amargués, dejá de ser una loca cansona que así no podrás sostener un marido”.
Amanda, mete la mano al bolso, empuña su arma, se voltea y lo mira de frente, sin pronunciar palabra. El tipo se frena, no dice nada y Amanda, sin soltar su arma, le da la espalda otra vez y sigue su camino. De repente, el tipo da varios pasos hacia ella, mete la mano bajo su vestido y recorre su ropa interior mientras grita “lástima lo loca, porque deliciosa sí está”, Amanda que apretó más el arma al percibir que el patán corría detrás, sintió como puñaladas de fuego esos dedos sucios recorriendo su intimidad y sin un instante de reflexión, volteó desenfundando su arma y disparando tres veces al agresor. Él, recibió el quemón con la cara de sorpresa de aquel ladrón famoso de una canción que fue por una sardina y enganchó un tiburón que acabó su vida.
Amanda, temblando, ve el cuerpo del tipo en el piso, la mancha de sangre se extiende por la camisa, los gritos de muchos por la escena que los medios titularán como “nueva balacera en el norte de Bogotá, conozca los detalles aquí”, no ingresan a su cabeza que está desconectada, en un trance, no comprende qué pasó y se siente en una de esas pesadillas donde nada encaja, todo es siniestro y el afán por despertar no se materializa.
De pronto, un grito sí logra captar su atención “Gabriela, Gabriela, mi amor, Gabriela”, grita una madre desesperada en el pequeño parque al lado de la calle, donde la señora que grita sostiene de rodillas el cuerpo de una niña.
“Mató al señor y a la niña vieja loca”, empieza oír Amanda de las múltiples bocas que comienzan a rodear la escena, algunas de las cuales la empujan a pesar de que ella aún porta el arma que ahora apunta hacia al piso pues sus brazos ahora son como esas lágrimas que caen y por alguna razón aún se sostienen antes de caer del rostro que las llora.
Los insultos siguen, como los gritos de la madre que no dejan de repetir el nombre de la hija fallecida, mientras un ciudadano la abraza y sostiene.
Amanda sigue dejando caer lágrimas, sin responder a insultos, ni mediar palabras. No responde ni se mueve ante la orden de bajar el arma que dan los policías que llegaron y no dejan de apuntarle. Tampoco se mueve, cuando uno de ellos se acerca, le quita el arma con la sutileza con la que ella le retiraba la toalla de agua tibia a Jacobo de la frente cuando él tenía fiebre. El vehículo policial arranca con Amanda adentro. Ella ve las luces de alarma borrosas en sus ojos, así como las sombras de la muchedumbre cuyos insultos se apagan mientras avanza la patrulla. Esas sombras de la gente que sucumbe ante el morbo de ir a ver de quién eran las balas y quiénes son los muertos de hoy, es lo último que recordará Amanda, antes de comprender que acabó con dos vidas, una que pocos extrañaremos y otra, en el estado más puro de inocencia y con ellas, dañó para siempre su vida, la de su hijo, padres, la familia de Gabriela e incluso de la de unos familiares que jurarían contra nuestra lógica que el tipo agresor, sí merecía vivir.