Por: Laura Castro M.

Escribo este texto con la vulnerabilidad en mis manos. Despojada hasta lo más hondo de las vestiduras de mi ego (por lo menos del que soy consciente). Me desnudo hasta hallarme acurrucada, con la cabeza entre las rodillas y las manos en el corazón. Sintiendo cómo late, cómo mi tambor me indica que sigo viva, cargando el peso de este cuerpo que siente placer y dolor. ¡Bendito sea, porque me permite estar!

Escribo para no soltarme, para no derribarme, para no pasar por alto ni la más mínima de mis congojas. Porque creo que el amor propio no consiste en lograr que nada te afecte, sino en acudir a la herida sin juzgarla. Un golpe es un golpe, no importa la fuerza, objeto, técnica, si es de frente o de espaldas, ni quien te lo propine; un golpe es un golpe y quiero prestarle atención. Por eso, escribo este texto aún sin saber si me aventaré a publicarlo.

Hace unos días fui la protagonista de un escrito en un medio de comunicación. Una mujer hizo pública su lectura sobre mi forma de vestir, estatura, cuerpo, cabello, profesionalismo e inteligencia. Una mujer a quien nunca he mirado a los ojos, de quien desconozco las comisuras en su rostro al sonreír o llorar. Una mujer de la cual sé de su existencia porque un momento de su pasado coincide con mi presente. Una mujer con quien, muy probablemente, comparto muchas de las penas y batallas que libramos todas para encajar en este molde social que nos enfrenta y nos viste de trofeos.

Después de naufragar en la extrañeza del asunto, de girar mi mirada hacia la forma de mi cuerpo y sentir la presión de mi ego por no confirmar esas palabras que ponían en tela de juicio mi seguridad como mujer, tuve que conversar conmigo hasta reconocer que mi proceso de construcción personal no me resta humanidad. Concluí que no está mal que ese texto despertara sentimientos, que no habla mal de mí si reconozco mi sensibilidad.

Analizar los motivos que la llevaron a escribir y publicar una comparativa conmigo no está a mi alcance ni es asunto mío. Lo que sí me ocupa es la responsabilidad que tengo de cuidarme, de proteger el ritmo de mis latidos y responder siempre con amor a todo lo que por mi pase.

Si estás leyendo esto es porque me decidí a publicarlo, confirmando el poder de las palabras para crear y transmutar, para golpear y también aliviar.

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