La tortuga y el patonejo

Publicado el Javier García Salcedo

Semana en el desbarrancadero

Difícil para un medio a la vez pretender ser serio y mantener en su staff a periodistas del calibre de Vicky Dávila. Semana se encuentra en este dilema. En un país diferente, la voz de Dávila estaría relegada a círculos más bien reaccionarios o ‘fringe’ del infosistema, como Laura Ingraham en los Estados Unidos o Charlotte d’Ornellas en Francia (salvando las distancias). En Colombia, Vicky Dávila es la prima donna de una de las casas editoriales que, paradójicamente, ostenta una de las mayores tradiciones liberales del país.

Consideren, como muestra, este párrafo de una entrada más o menos reciente de Vicky, intitulada (¿cómo no?) «Álvaro Uribe libre»:

El plan contra Uribe se materializó, como lo advertí en esta columna. De paso se consolidó la construcción del país de las Farc. Ese que empezó como un sueño revolucionario del extinto Tirofijo y que dio origen a las Farc en los años sesenta. Un grupo terrorista, marxista-leninista, que selló su alianza con el narcotráfico y se fortaleció militarmente en épocas del Caguán. Pero Uribe llegó al poder en 2002 cuando íbamos directo a ser un Estado fallido y de facto nos devolvió la esperanza. Floreció la confianza inversionista, se disparó la economía, se acabaron las pescas milagrosas y las sangrientas tomas guerrilleras a los pueblos. Llegó la emblemática operación Jaque. Íngrid y sus compañeros de cautiverio volvieron a vivir, tras años en condiciones infrahumanas en la selva por orden del asesino Mono Jojoy. La inteligencia se fortaleció y las Farc empezaron a ser infiltradas. Llegaron los golpes contundentes: cayeron Raúl Reyes y otros cabecillas. Solo así en el Gobierno Santos pudieron dar de baja al máximo comandante de la organización, Alfonso Cano. Uribe cambió a Colombia y debilitó a las Farc. Eso no se lo perdonan, ni los terroristas ni sus aliados.

Algunas dudas preambulares de carácter tipográfico: ¿por qué el uso de negritas cada vez que se menciona a Uribe? Dávila no pone en negritas términos similares como ‘Íngrid’ o ‘Raúl Reyes’. ¿Qué propósito sirve este énfasis? ¿Qué onda con ese mantra?

Pasemos ahora a cuestiones más sustanciales. Observen el arco narrativo del párrafo. Básicamente es éste: en un oscuro pasado,  unos malos sujetos  amenazaban la integridad de nuestra querida Colombia. Luego Uribe llegó, y gracias a Uribe, Colombia vio la luz. Los malos sujetos, eso sí, quedaron ardidos. La secuela se desarrolla hoy ante nuestros ojos, como nuestra Casandra criolla alguna vez anunció.–A esto se reduce, para Dávila, la historia del conflicto colombiano desde Marquetalia. A un argumento para una película de tercera.

Como todos los textos desinformativos, este párrafo de Dávila (así como el resto del texto) combina verdades a medias con sofismas de poca monta. Ejemplo: es cierto que durante el gobierno de Uribe el crecimiento de la inversión en Colombia fue magno. Pero eso nunca ha sido motivo de debate. Lo que sí es polémico son los mecanismos que empleó para realizar esta hazaña, como la Ley 798 de 2002, que perjudicó la calidad del trabajo en el país y aumentó la proporción de colombianos en la informalidad (vean aquí, aquí y aquí).  Dávila tampoco menciona que para dar de baja a Raúl Reyes, Uribe se pasó por la faja el ordenamiento legal internacional y llevó a cabo un acto de agresión a una nación soberana (además de asesinar en el acto a cuatro estudiantes mexicanos) de manera unilateral y no forzada; o que la «jugadita» de usar el emblema de la CICR para la realización de la Operación Jaque, además de ser ilegal, puso en riesgo la labor humanitaria que esta organización viene realizando en favor de las víctimas del conflicto desde hace décadas en nuestro país. Una periodista con algún sentido de la verdad y del profesionalismo cuando menos haría alusión a estos «colaterales». Pero, seamos realistas: es Vicky quien escribe, y Vicky no está en el negocio de determinar hechos. Ella está, junto con Hassan Nassar, Fernando Londoño, Salud Hernández, y un largo etcétera, en el business de la manipulación de la opinión pública.

Cosa que me lleva a hablar de Semana. De un tiempo para acá, esta revista ha tomado una serie de decisiones editoriales más bien grotescas: de ello da fe no sólo la partida de Coronell (quien se llevó a Danielito a hacer tolda aparte), sino la incorporación de Vicky Dávila y de Salud Hernández en su equipo de periodistas. No es improbable que estos desaciertos estén relacionados con el giro digital que se le ha impreso a la revista desde que fue adquirida por el Grupo Gilinski. Sea como sea, el caso es que Semana se ha venido transformando de un tiempo para acá en una plataforma de oro para ventilar opiniones a veces repudiables, a veces patéticamente huecas. El de arriba es sólo un ejemplo, pero hay muchos más. La cuestión ya rebasó el límite de lo anecdótico. Pueden, si lo desean y tienen el estómago para ello, echarle un ojo a algunos segmentos de Salud Hernández (como éste, en el que, haciendo gala de una lógica infernal, comienza culpando a los manifestantes de que la Policía Nacional los mate a balazos), o a cualquiera de los videos en los que aparezcan Fico Gutiérrez o  María Andrea Nieto, que ni siquiera voy a comentar.

No se puede defender la inclusión de estas personas en el cuerpo periodístico de Semana bajo el argumento de que esta publicación pretende  proveer un análisis balanceado de la cosa política colombiana. Una defensa de este tipo supone dos cosas, ambas falsas: (i) que la calidad del trabajo de una María Jimena Duzán, un Ariel Ávila o un Antonio Caballero, quienes representan la facción más crítica de Semana con el actual gobierno y en general con el uribismo, es equivalente a la calidad del chapuceo de una Dávila o una Hernández; y (ii) que las latitudes políticas de ambos grupos de opinadores son simétricas. Obviamente no lo son. Para tener el equivalente de Dávila y Hernández, pero a la izquierda del espectro ideológico, Semana tendría que contratar a una extraña fusión de Moreno de Caro y Georgi Aleksándrov. Ni Duzán, ni Ávila, ni Caballero satisfacen esta descripción.

En mi opinión, si algo deja claro el retorno del uribismo al ejecutivo, es que la estupidez moral es una parte importante de lo que tiene jodida a Colombia. Estupidez moral es aquello que les permite a muches colombianes creer que la baja de Reyes, la liberación de Betancourt,  el aumento de la inversión extranjera o el fin del conflicto armado son bienes que pueden ser pagados a cualquier precio–con la sangre inocente de jóvenes soachunos, por ejemplo, o con el torpedeo de la división de poderes, la compra de votos, etc. Esta forma de estupidez es muy democrática: no hace distingos de sexo, clase, color, nivel educativo, religión, tendencia política o identidad de género. Por esta razón, la promoción de la estupidez moral ha despertado, desde tiempos atrás, un alto interés político (ya decía Napoleón que «en política, la estupidez no es un handicap»). Que medios como El Colombiano se hayan sumado desde hace rato a una campaña de depresión de la inteligencia de sus lectores no es noticia. Pero que Semana se esté prestando para ello, por su tradición e influencia, es algo francamente preocupante.

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