La tortuga y el patonejo

Publicado el Javier García Salcedo

Nuestro pobre orgullo patrio

Hace unos días, la nación colombiana celebró doscientos años de supuesta vida independiente, todo con el bombo y platillo y el alborozo que caracteriza estos festejos en estas y otras latitudes. El ánimo festivo, por el lapso de algunas horas, pareció devolver a los colombianos de izquierda, de derecha, a los independientes, de centro o a los indiferentes una apariencia de unidad que, al final de cuentas, sólo es eso: mera apariencia. Supongo, sin embargo, que es preferible vivir en un país dividido antes que bajo la atroz unidad que propone, desde lo alto de las instituciones y en base a fosa común, la ultraderecha de este país. Bueno, al menos ésa es mi percepción de las cosas. Y por lo que hemos visto en las recientes elecciones, la mayoría no me da la razón.

En medio de este festejo el sentimiento patrio se regodea y se inflama; los colombianos se sienten parte de una gran nación y no desaprovechan oportunidad para exclamar, a todo pulmón: «¡Qué orgullosos nos sentimos de haber nacido en Colombia!». Por supuesto, la pregunta es si, en algún sentido, alguien se puede sentir orgulloso de tal cosa y, al mismo tiempo, estar justificado de sentirse así. Trataré de mostrar por qué el orgullo patrio, en cualquier sentido posible, es una emoción injustificada y, además, perniciosa.

Preguntémonos entonces: ¿de qué puede un colombiano enorgullecerse justificadamente? Permítanme intercalar aquí una breve anécdota. Alguna vez hice esta pregunta en una reunión de filósofos colombianos y recuerdo con terror que uno de ellos me respondió: «por ejemplo, de la belleza de sus mujeres». Menudo ejemplo. Pues, para comenzar, la respuesta de este filósofo fue a todas luces machista—no apela a la inteligencia, o a la altura moral, de las colombianas, sino a la típica característica por la que un hombre juzga que una mujer tiene derecho a sobresalir. Por otro lado, es de compadecer a las colombianas que no instancian esta propiedad, por más que sean mujeres trabajadoras, rectas e inteligentes: ellas no figurarán en el catálogo de las virtudes nacionales, y si lo hacen, probablemente sea en guisa de rápida enmienda en un pie de página, tan embelesados estamos con  la belleza corporal[1]. Empero, la respuesta de este filósofo también suscita las siguientes cuestiones: ¿qué acaso ser bella no es una propiedad relacional, relativa al observador (“Beauty is in the eye of the beholder”, dicen los anglosajones), que no expresa nada esencial de la persona que presuntamente la posee? ¿Por qué, en ese caso, no sentirse orgulloso de que en Colombia haya plantas de color verde[2]? Eso no es todo; podemos también preguntarnos por qué la belleza constituiría una razón para estar orgullosos de algo—¿qué mérito tiene ser bella o bello? El mismo que haber nacido con tres tetillas o en Antioquia (pace muchos paisas).

El punto admite generalización, y desde la antigua Grecia lo sabemos. Ninguna persona debería ser censurada, culpada, elogiada o preciada por poseer una propiedad de la cual no es en medida alguna responsable y que solamente el azar explica que la tenga. Nadie piensa que sacar un par de seis tres veces seguidas jugando con dos dados es en algún sentido muestra de gran habilidad o inteligencia; asimismo, nadie juzga idiota o incapaz a quien no logra ganar la lotería, por más que lo haya intentado toda una vida. Contrasten estos casos con su extremo opuesto, el del ajedrecista. El buen ajedrecista es un buen estratega, y el buen estratega es quien sabe reducir al máximo posible (o poner a su favor) el impacto que el azar tiene en los asuntos que le incumben. Nadie dice que tal o cual gran maestro perdió o ganó la partida ‘por puro azar’—y aunque no todo en el ajedrez sea cálculo y la intuición juegue en él un papel importante (como en matemáticas), esta intuición es en la mayoría de las ocasiones el resultado de un arduo y prolongado entrenamiento.

Estas observaciones iluminan la estrecha relación que existe entre la responsabilidad, el mérito y el crédito que podemos tener por haber logrado algo o por tener alguna propiedad encomiable. En general, sin esfuerzo no puede haber mérito, y sin mérito no debería haber crédito. ¿Qué decir entonces del orgullo?

El orgullo es una emoción cuyo objeto y sujeto somos nosotros mismos. En otras palabras, nosotros nos sentimos orgullosos por algo que nosotros creemos haber hecho o por una cualidad que nosotros creemos tener. Esto quizá quede más claro con un ejemplo. Los padres suelen estar orgullosos cuando sus hijas obtienen buenas calificaciones. ¿Por qué? Bueno, quizá la respuesta más sensata sea que ellos piensan ser los responsables de que sus hijas tengan buenos hábitos de estudio, gracias a su ejemplo, o a su cantaleta o al amor y buenos consejos que les han dado. Aquí lo que es importante observar es que el orgullo está ligado al hecho de que nos damos crédito por algo que juzgamos haber hecho bien o por una propiedad que juzgamos buena y que creemos poseer. Sin embargo, nótese que este análisis no excluye la posibilidad de que nos sintamos orgullosos de propiedades o acciones de las cuales no tenemos absolutamente ningún mérito—aunque creamos tenerlo. Por ejemplo, podemos sentir orgullo al pensar haber educado bien a nuestros hijos, pero en realidad ser un completo fracaso como padres (cosa bastante común); o podemos juzgar que poseemos una cualidad cuando no la tenemos o, peor aún, cuando eso que tenemos no es una cualidad en ningún sentido. Desde un ángulo positivo, nuestro análisis indica que el orgullo está justificado cuando va de la mano con el mérito. Alguien, por ejemplo, puede estar justificadamente orgulloso de haber logrado el éxito profesional si a base de constancia y entrega se ha convertido en un buen trabajador. Como ya observamos, sin esfuerzo no hay mérito, y sin mérito no debería haber crédito—mucho menos orgullo, que es el crédito que nosotros nos damos a nosotros mismos.

Llegados a este punto podemos preguntarnos: ¿es nuestro orgullo patrio justificable? Consideremos en primer lugar el objeto que suscita nuestro orgullo, es decir, consideremos a Colombia. ¿Qué propiedades loables tiene Colombia que nos hace sentir tan bien con nosotros mismos? ¿Sus 2500 (o más) fosas comunes? ¿Los falsos positivos? ¿Sus más de 20 millones de pobres? ¿La calidad moral o intelectual de sus gobernantes o de sus habitantes? ¿Sus sobresalientes instituciones gubernamentales? ¿Las FARC o el ELN? ¿Las Águilas Negras? ¿Sus orquídeas o palmas de cera? ¿Su geografía? ¿Su música? ¿Sus telenovelas? ¿Su café? ¿Su cocaína? ¿Sus actrices? ¿Las tetas de sus actrices? ¿Los rulos de la vecina? Al final del día, creo que si hacemos un balance no-tendencioso y desapasionado nos daremos cuenta de que las propiedades positivas de Colombia son ampliamente avasalladas por las negativas.

Pero incluso si esta cuenta resultase en un superávit de propiedades positivas, la siguiente pregunta no nos dejaría mejor parados: ¿tendríamos alguna razón, algún mérito por el cual sentirnos orgullosos de ser colombianos? Obviamente, la respuesta es ‘no’. Haber nacido en Colombia es el fruto del más puro azar; nadie tiene ninguna responsabilidad, nadie se esforzó por haber nacido en algún determinado lugar del planeta (¿cómo podríamos, si ni siquiera existíamos para poder tomar esa decisión?). Ergo, no tenemos mérito alguno, ni debemos darnos crédito, por el hecho de ser colombianos. Naturalmente, esto mismo implica que tampoco debemos sentir vergüenza por haber nacido en Colombia. Es simplemente un (desafortunado) accidente.

El orgullo patrio es, en suma, un sentimiento completamente irracional. Pero eso no es lo peor. Lo peor es que, además de alimentar nefastos nacionalismos que suelen conducir al aislamiento internacional y a la xenofobia, el orgullo patrio no nos permite apreciarnos bajo una lente objetiva, esto es, sin auto-complacencias ni indulgencia. Para la muestra, ¿cuántas veces no habré escuchado esto de que ‘Colombia sin las FARC sería un paraíso’? ¡Pura y vana auto-complacencia! Colombia sin las FARC estaría casi tan fregada como hoy día lo está. (Para comenzar, todavía tendría a sus políticos.) Y una sociedad, así como una persona, carente de auto-crítica, es una sociedad condenada al auto-engaño—es decir, condenada a la estagnación y, finalmente, como ilustra el caso colombiano, al retroceso político, moral y mental.


[1] Les recomiendo visitar el siguiente reportaje del New York Times para caer en cuenta (si no lo han hecho ya) del lado escabroso de nuestro culto a la belleza: http://lens.blogs.nytimes.com/2010/07/19/showcase-189/?scp=1&sq=colombia%20beauty%20queens&st=cse

[2] El color es una propiedad relacional, o al menos puede argumentarse así. Estoy dispuesto a ofrecer los pros y contras en alguna entrada posterior.

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