La tortuga y el patonejo

Publicado el Javier García Salcedo

Nuestro chabacano Estatuto Nacional de Protección Animal

Aunque muchos lo ignoren, o deseen ignorarlo, en Colombia y el mundo sí existen marcos jurídicos que reconocen la dignidad animal y nuestro deber de respeto para con ellos.

Desde 1978, la ONU cuenta con una Declaración Universal de los Derechos de los Animales en la cual, entre otros, se consigna la noción de ‘crimen contra la naturaleza’ y se reconoce que el hombre ha cometido (y sigue cometiendo) actos genocidas para con los animales. (La palabra ‘genocidio’ no está mal aplicada en este contexto: el genocidio es, etimológicamente, el exterminio de un genus–y existen muchos más géneros que el género Homo.)

Por otro lado, la Constitución Alemana, desde 2002, reconoce explícitamente la dignidad de los animales y consagra como uno de los propósitos de la ley y el Estado la protección de esta dignidad y el castigo a quienes la violenten.

Del lado colombiano, también existen legislaciones que protegen los intereses de los animales. Un caso notable (para bien y para mal) es el Estatuto Nacional de Protección Animal. Este estatuto, promulgado en 1989, introduce la protección contra el sufrimiento de los animales, causado «directa o indirectamente por el hombre», como una obligación legal de los ciudadanos y el Estado colombianos. Asimismo, un Código de Ética para el ejercicio de la veterinaria y la zootecnia fue promulgado en el año 2000. Llama la atención el Artículo 12 del Capítulo I del Título III de este Código. Lo reproduzco a continuación:

Tanto los animales, como las plantas, son medios que sirven al hombre para el mejor desarrollo y perfeccionamiento de su vida y al tener la condición jurídica de cosas, constituyen fuente de relación jurídica para el hombre en la medida de su utilidad respecto de éste. El hombre es poseedor legítimo de éstos y tiene derecho a que no se lleve a cabo su injusta o inútil aniquilación.

Me pregunto de dónde surge la idea de que el hombre sea el «poseedor legítimo» de los animales y las plantas, si no es de la desueta, irracional y anti-científica tesis del excepcionalismo humano (la idea de que los hombres, en tanto tales, poseen un lugar de privilegio en la naturaleza), consagrada en el infame verso 1:26 del Génesis:

Y dijo Dios: Hagamos al hombre a nuestra imagen, conforme a nuestra semejanza; y ejerza dominio sobre los peces del mar, sobre las aves del cielo, sobre los ganados, sobre toda la tierra, y sobre todo reptil que se arrastra sobre la tierra.

(He aquí uno de los origenes de nuestra soberbia–una soberbia que está acabando con el planeta.)

Pero deseo centrar mi atención en el Estatuto Nacional de Protección Animal ya mencionado. Quisiera notar que los capítulos I, II y, sobre todo, III de este Estatuto, estipulan que es contrario a la ley colombiana promover el sufrimiento innecesario de los animales (esto es, la crueldad para con ellos). En el capítulo III, en particular, podemos encontar una lista que, con sumo detalle, describe los diferentes actos barbáricos y punibles a los que podemos someter a los animales. En particular, quiero destacar los siguientes incisos:

Se presumen hechos dañinos y actos de crueldad para con los animales los siguientes:

* Herir o lesionar por golpe, quemadura, cortada o punzada o con culaquier arma de fuego o de otra índole

* Causar la muerte innecesaria o daño grave a un animal obrando por motivo abyecto o fútil.

* Entrenar animales para que se acometan y hacer de las peleas así provocadas un espectáculo público o privado.

* Convertir en espectáculo público o privado, el maltrato, la tortura o la muerte de animales adiestrados o sin adiestrar.

Evidentemente, esta magnífica legislación debería hacer ipso facto ilegal no solamente las corridas, sino también el coleo, las peleas de gallos, las corralejas, los circos tradicionales, y todo espectáculo que, de alguna manera, se base en la violación sistemática de la dignidad animal. Pero claro: nuestra chabacanería moral y legal, nuestra total falta de seriedad, no dejarían de hacer mella en este Estatuto. Justo después de esta lista, encontramos esta deleznable Excepción:

Artículo 7: Quedan exceptuados de lo expuesto en el inciso 1 y en los literales a), d), e), f) y g) del artículo anterior, el rodeo, coleo, las corridas de toros, las novilladas, corralejas, becerradas, así como las riñas de gallos y los procedimientos utilizados en estos espectáculos.

Es decir, todas las prohibiciones anteriores son, en términos prácticos, letra muerta.

Son dignas de constatar las consecuencias irracionales de este ridículo Estatuto. Organizar y lucrar de la exhibición pública del tormento y asesinato sistemáticos de un toro o un gallo no resulta punible, mientras que sí lo resulta el que un particular mate a palos a su perro. El problema de fondo es que el Estatuto aplica un doble estándar: es una legislación hipócrita, pusilánime y mediocre, pues juzga menos reprehensibles (de hecho, no considera en absoluto reprehensibles) los actos masivos y organizados de crueldad para con los animales que los actos individuales y espontáneos con las mismas características. En sana lógica, un crimen debe ser castigado con mayor severidad cuando es precedido por el dolo y el frío cálculo–y, más todavía, cuando el crimen es dirigido sistemáticamente hacia una determinada población, cuando involucra la participación organizada de varios sectores de la sociedad (ganaderos, empresarios del espectáculo, toreros, adeptos, etc.) y, lo que ya es la tapa, cuando de este genocidio resulta un beneficio económico. Análogamente, y en sana lógica, Hitler y el estado nazi cargan con mayor responsabilidad moral y legal que el individuo que, en una riña callejera, mata a una persona sin premeditación alguna. Pero como es evidente, la inteligencia de los legisladores y jueces de nuestro país que se atrevieron a decretar como ley semejante esperpento racional, así como de las personas que por diferentes motivos se atreven a defender la tauromaquia y las diferentes manifestaciones de crueldad para con los animales, parece estar seriamente degradada.

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PS. Es curioso que el Estatuto no mencione la justificación de tan aberrante excepción. Supongo que lo que subyace a ésta es la falaz idea de que ciertas prácticas que implican el irrespeto de la dignidad animal son justificables en la medida en que son el patrimonio cultural de cierta comunidad. Ya en otros lugares he lanzado mis dardos contra esta idea (por ejemplo, aquí). Mi contra-argumento se basa fundamentalmente en precisar que el patrimonio cultural no se encuentra por encima o por debajo del orden moral. Una tradición no es moralmente justificable por el simple hecho de ser una tradición. Esto debería ser claro: no se sigue, del hecho de que (v.gr.) el machismo sea una tradición en el lugar X, que el machismo sea justificable (en X o en cualquier otro lugar). Existen tradiciones que es mejor (y no solamente en un sentido moral de ‘mejor’) dejar perecer.

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