La discusión que se ha originado alrededor de qué tan inclusiva hacer la lengua española (y qué medidas emplear para lograr esto) es interesante por varias razones. Desde una perspectiva sociológica, la cuestión es atractiva porque visibiliza el empoderamiento de ciertos sectores tradicionalmente excluidos o depreciados del imaginario colectivo, y porque promueve una revisión amplia de los mecanismos que generan y promueven tales formas de marginación. Desde una perspectiva lingüística el debate es interesante porque, entre otras cosas, pone a prueba cánones de expresión que han superado la prueba del tiempo no sólo en virtud de sus bondades intrínsecas, sino también en virtud de cierta ligereza u ofuscamiento de sus usuaries. Qué tan dúctil resultará la “lengua de Cervantes” para superar este tipo de atavismos? La respuesta a esta pregunta depende menos, creo, de los pontificales decretos que cada tanto la RAE hace públicos, y más de las decisiones que tomen les hispanohablantes para acomodar este sano empuje igualitarista.
Cierto es que ha habido progresos. En Colombia, por ejemplo, se empieza a tener en claro que el empleo de las palabras ‘india’ e ‘indio’ (o expresiones afines como ‘malicia indígena’) para denotar a alguien ventajoso o maleducado es un legado del más puro racismo. En México algo similar sucede con las palabras ‘naco’, ‘naca’ y afines. En ambos países se goza de una conciencia más o menos consolidada del hecho de que es preferible referirnos a personas que poseen ciertas cualidades arbitraria y socialmente depreciadas de tal suerte que esta depreciación quede neutralizada (sucede así con expresiones como ‘habitante de la calle’, ‘persona con discapacidad’, ‘homosexual’, etc.). En general, pues, es lícito decir que la sensación de que la manera en que usamos el español tiene una incidencia en la manera en que ciertas dinámicas sociales lesivas se perpetúan se ha venido agudizando.
Pero la cosa tiene sus límites. Y estos límites saltan a la vista cuando de reformas lingüísticas más musculosas se trata. Un caso destacado sobre el cual se ha centrado recientemente la discusión pública es el de la modificación del plural de género masculino. La cuestión se puede encapsular en una sencilla pregunta: por qué un grupo compuesto por más mujeres que hombres debe (de acuerdo con la RAE) ser denotado por el pronombre ‘ellos’ y no por ‘ellas’, o por otro pronombre? No es ésta la marca idiomática de un injustificado y subrepticio favoritismo de nuestra parte hacia el sexo masculino?
Las defensas del plural de género masculino son variopintas, pero hasta donde puedo ver, existen tres recursos dominantes. El primero de ellos es la negación: sostener que el uso de ‘ellos’, ‘ingenieros’, ‘alumnos’, etc., para referirnos a conjuntos mixtos de personas no codifica ninguna forma de exclusión (ésta parece ser la opinión de Abad Faciolince). El segundo recurso es el impoder: asumir que el plural de género masculino, que se reconoce excluyente, es un recurso a la larga ineludible en tanto forma parte de la gramática profunda del español (esto opina Pedro Álvarez de Miranda). Por último, está la parsimonia, la idea de que el plural de género masculino resulta ser un mecanismo más económico, claro, o natural que cualquier otro con el que se pretenda substituir (como afirma de Querol).
Difícilmente podría debatir estos argumentos en una sola entrada. Así que quizá lo más conveniente por el momento sea presentar positivamente la postura que me parece más atractiva. Pues bien, esta postura defiende una intervención idiomática más o menos musculosa: la de introducir la terminación ‘—es’ en lugar la terminación ‘—os’ estipulada por el plural de género masculino. Esta regla tiene a su favor el hecho de ser austera (evita la duplicación de sujetos o predicados, como sucede en “las alumnas y los alumnos son buenas y buenos”) y de producir palabras legibles (cosa que no ocurre con las expresiones ‘alumnxs’ ‘alumnos(as)’ o ‘alumn@s’), pero no sale tan bien librada en lo que atañe a su naturalidad, motivo por el cual la regla no satisface totalmente los criterios de parsimonia sugeridos por de Querol. Por otro lado, y en la medida en que pretende paliar lo que percibo son efectos tóxicos de normas que encapsulan una consideración arbitrariamente deferencial hacia el hombre, la intervención que defiendo presupone (contra Abad Faciolince y Álvarez de Miranda) que el lenguaje no es neutro en cuestiones de inclusión y que los medios lingüísticos por los que ese desbalance se vehicula pueden y deben ser intervenidos.
En principio, la regla aplica a todos aquellos sustantivos, cuantificadores, artículos, adjetivos, participios o pronombres que adopten terminaciones diferentes desde el singular en virtud del sexo de los objetos denotados. Así, en lugar de apelar al cuantificador ‘todos’ en las ocasiones en que nos referimos a un grupo mixto de personas, la propuesta nos conmina a usar la forma neutra ‘todes’, y de manera análoga, a usar las voces ‘les ingenieres’ y ‘elles’ en vez de ‘los ingenieros’ y ‘ellos’, etc. Noten que la regla no pretende cubrir aquellas expresiones cuya terminación en singular no varía en función del sexo del objeto referido (aquí caben todos los sustantivos epicenos, pero no solamente éstos, pues ‘grande’ no es normalmente considerado un sustantivo), como es el caso de las palabras ‘persona’, ‘animal’, ‘artista’, ‘periodista’ o ‘disidente’, entre otras (no decimos “él es un persono”, “ella es una animala” o “él es un artisto”, etc.). Esto nos permite caer en cuenta de que el problema de fondo tiene que ver con el hecho de que la sensibilidad al sexo por parte de ciertas expresiones quede nulificada en favor de masculino cuando se transita del singular al plural, y no con el hecho de que los sustantivos, adjetivos, predicados, etc., del español puedan ser masculinos o femeninos (esto es, con el género gramatical).
Como acaece con prácticamente cualquier regla gramatical de un lenguaje natural, la propuesta que defiendo tiene sus zonas grises. Qué hacer con, por ejemplo, sustantivos cuya terminación varía en función del sexo en singular, pero cuyo plural de género masculino se marca con la introducción de la terminación ‘—es’, como es el caso de la palabra ‘actores’? Deberemos incluir una nueva regla para estos sustantivos? Por otra parte, los participios que suceden a cuantificadores que no poseen un género per se (cuantificadores como ‘alguien’) son sistemáticamente masculinizados en español; deberemos entonces prescindir también de esta práctica, y decir “alguien educade vino en la tarde” en lugar de “alguien educado vino en la tarde”? Este tipo de acciones no se encuentran prescritas por la regla que he propugnado, y sin embargo parece que son enteramente congeniales con su espíritu.
Éstos y otros más son escollos que una propuesta pormenorizada debe confrontar. Ya tendré, espero, la ocasión para remediar estas lagunas, así como para responder de una manera más extensa a los argumentos que arriba he mencionado. Sin embargo, no me gustaría cerrar esta entrada sin antes recalcar el hecho de que existen recursos lingüísticos, como el descrito, a los que podemos acudir para hacer de nuestra lengua una herramienta más incluyente. Y aunque este tipo de recursos tenga enfrente suyo la resistencia que caracteriza a la costumbre y a las instituciones, es importante notar que esta obstinación no procede sino de eso—de una inercia que pasivamente hemos aceptado, que bien puede ser pertinaz, pero que está en nuestras manos modificar si así lo queremos.