En años anteriores, las vísperas electorales eran ocasión de publicar algunos argumentos a favor del candidato X o el candidato Z. Y para bien o para mal (mentiras: seguramente para mal), ningún candidato que haya apoyado este blog ha resultado nunca presidente. Desde cierto punto de vista esto puede parecer una calamidad (estoy salado!), pero no todo son malas noticias para mi persona política. Es verdad: hasta la fecha mis apetitos civiles no han encontrado satisfacción, pero eso mismo me permite reclamar hoy las flacas bondades de la inocencia electoral. Esta debacle no fue en mi nombre.
En este ciclo que ya concluye me propongo hacer algo diferente. Nada de argumentos, nada de detracciones, solamente una historia. Una historia “de la vida real”, con nombre propio—Virginia, el mismo que mi madre llevó hasta fallecer en septiembre del año pasado.
Virginia fue la hija de un político de mediana importancia y dotado de una crueldad y misoginia indescriptibles. Las que saben dicen que mi abuelo era un hijo bastardo del general Reyes, y que la negrura de su carácter podía retrotraerse a los tormentos que le hizo padecer su padrastro cuando niño. Mi abuela materna, por su parte, provenía de una familia de raigambre liberal obligada por Los Chulavitas a huir de su natural Boyacá. En cuestión de horas lo dejaron todo y se enfilaron hacia Bogotá, donde La Violencia no se abatía con tanta severidad.
Virginia, de las cuatro hermanas de la cuadrilla, siempre fue la más inquieta, la más rebelde, la que más resistencia le ofreció a mi abuelo. Fue también, por supuesto, la más perjudicada—y no me refiero solamente al aspecto físico (fue abofeteada, apuñeteada y descalabrada por su propio padre), sino también, y sobre todo, a su elemento anímico. Los nervios de Virginia siempre fueron muy volátiles. Sufría desmayos repentinos. Su estado mental podía oscilar en una fracción de segundo entre la ternura más vívida y la ira más espesa. Padecía de trastornos más o menos serios de comportamiento que se fueron acendrando con los años, pues nunca fueron bien diagnosticados y todavía menos debidamente atendidos. No era maniaca, aunque padecía de una depresión de la que renegó toda su vida y que combatió a puño limpio, para bien o para mal y con mayor o menor fortuna, dependiendo de las circunstancias. Fueron muchos los atavismos que ella, como hija de La Violencia, nunca pudo superar, aunque sinceramente lo intentó; pero hubo una serie de prejuicios que Virginia sí logró trascender, ya adentrada en su matriarcal otoño, y uno de éstos fue un brote tardío de xenofobia dirigido en contra de los migrantes venezolanos. Déjenme contarles al respecto, porque esto me permitirá atacar el centro de este relato.
A sus 22 o 23 años Virginia pudo finalmente escapar de la mano de hierro de su padre, y voló hacia Inglaterra, donde permanecería por más de ocho largos años. Los siguientes dos los pasó en España junto con mi padre, y sólo en 1979, después de 10+ años fuera, Virginia regresó a Colombia. Habiendo residido una buena parte de su vida en el extranjero, mi madre no era alguien propensa a la xenofobia. Sin embargo, la migración venezolana la pilló ya grande y sola, y el amarillismo de los medios colombianos, las cadenas de mensajes de Whatsapp y las enfadosas anécdotas de sus amigas hicieron su trabajo en su mente cansada y vulnerable. En alguna ocasión en que fui a visitarla a Bogotá pude ser testigo de algún comentario xenófobo de su parte, y le pedí que recordara que, después de todo, yo había sido extranjero por más de veinte años. Al escucharme su expresión se suavizó; algo en su mente la había despertado de su sopor chauvinista. Visiblemente apenada, me respondió: “Ay sí, mijo, tiene toda la razón. Qué tonta fui”.
Virginia fue una hija del dolor, como son hijos e hijas del dolor tantos y tantas de mis compatriotas. Se forjó en circunstancias muy adversas, y por eso fue tenaz, dura, de una determinación inagotable. Aun así, toda la mierda que se abatió sobre su pobrecito ser, vean, nunca terminó por corromper la parte más dulce de su alma. Mi madre fue una persona ambivalente, testaruda, severa y ofuscada—así como fue alguien bondadosa, compasiva, dulce y solidaria. Me aflige mucho pensar en la crueldad del mundo, y de Colombia en particular, que hizo que Virginia debiera esconder su naturaleza luminosa bajo un callo casi impenetrable que se forjó cuando se conjugaron su fortaleza interior y las circunstancias más toscas. Y me aflige todavía más pensar que el caso de Virginia es tan sólo uno entre muchos, y que tanta luz y talento se extingan al año debido a fuerzas que, en última instancia, son de humana factura, y que está por tanto en nuestro poder someter.
A finales de agosto del año pasado recibí la noticia de que Virginia había desarrollado un tumor en su cerebro, una patología fatal para alguien que ya había atravesado dos años de una desgastante hemodiálisis. Fiel al coraje que siempre la caracterizó, mi madre, prefigurando los tormentos hospitalarios venideros y entendiendo que su movilidad y autonomía se verían todavía más cercenadas, desistió sin reparo alguno de su tratamiento de diálisis, lo que para ella equivalía a morir de una manera relativamente rápida como consecuencia de un colapso renal. Fueron casi tres semanas en las que la acompañé de muy, muy cerca, viéndola írseme de a trocitos; primero las manos, las piernas; luego su cara y su boca empezaron a escapar de su jurisdicción. Llegaron después los terribles dolores, que son como las trompetas de la muerte, y con ellos la sedación y la analgesia de rigor. Poco antes del final, un viernes en la tarde, Virginia despertó. Cuando me vio me hizo un gesto y entendí que quería agua, así que me acerqué y le di una poca. Ya saciada su sed, levantó su cabeza como bien pudo para mirarme a los ojos, y empujando su aliento desde no sé qué fibra íntima y misteriosa, mi madre me dijo: “Mijito, no vaya a olvidar que yo nunca voté por Uribe”. “Lo sé, vieja, lo sé”, atiné a balbucear.
Cuántas cosas me dijo mi madre con esas once palabras? Todo un mundo, saben, se puede cifrar en esas once palabras… En ese contexto y con esa proposición Virginia se afirmaba a sí misma ante lo inevitable, a la vez que tomaba distancia, en un sentido sin duda muy significativo para ella, de un segmento ponderable de mi familia. (Así sucede, me temo, en buena parte de los hogares colombianos.) Sobre todo, en ese contexto esas palabras le permitieron a mi madre articular algo noble, algo digno de ser celebrado, incluso, y como lo fue en nuestro caso, bajo la sombra ominosa del ala de la muerte.
“Nunca voté por Uribe, mijito”–eso me dijo mi vieja, mi añorada vieja Virginia, pocos días antes de perderla.
Hoy 29 de mayo mi madre hubiera cumplido 78 años de edad. Me la mató un tumor, sus malos riñones, y el áspero e ingrato país que le tocó padecer. Ignoro si está en nuestras manos librarnos de la enfermedad y la muerte, pero quiero pensar que esa aspereza y esa ingratitud de Colombia no están grabadas sobre piedra. No son una fatalidad nacional. Todos y todas deseamos un país que no nos abofetee, que no nos descalabre, que no sea un clavo ardiente. Hoy podemos comenzar a construirlo.