Mis crespos cilíndricos a los diecisiete años se armaban con tan solo centrifugar la cabeza bajo la ducha Bocherinni caliente. Lo siguiente era embadurnar las palmas de crema Sedal de tarro verde, untar la guedeja, y repetir el tornado: primero circular, luego lateral y por último transversalmente.

Ya bajo el cielo, mi gran sueño consistía en que el jugueteo que las personas que me gustaban practicaban con algunos de mis rizos colgantes de la frente o del mentón o de las orejas –estiraban un bucle, lo soltaban y la madeja se enroscaba de nuevo con el automatismo de una boa-, mi sueño, decía, era que este jueguito, por sí solo, reemplazara mi inopia de verbo, mi incapacidad total de ligar. Que con solo yo mirar través de mis rizos a la persona gustada, soñaba yo despierto, con solo mirar con este amor antidemocrático y esteta, ya la persona solo tuviera que lanzarse al país de mis labios o pronunciar las palabras “¿cuándo nos vemos?”, “¿tiene lapicero y papel?,” “si no tiene papel venga le apunto mi teléfono en la mano”, “vamos a bailar ese nuevo género, el reguetón, y mientras parchamos*”), o el “le marco” o “márqueme” cuando la persona era ya conocida.

Han pasado 19 años desde que uno de mis sueños capilares iba dedicado a La Caleña. El apodo lo tenía una niña de hermosura vallecaucana, creo que de noveno grado de un prestigiado colegio de monjas (nosotros ya estábamos en décimo u once): la piel bañada de un perfecto canela, ambos labios con idéntico y generoso grosor, los ojos a fuego, y un lacio castaño casi líquido circunscribían la plenitud de su adolescencia. Desde luego que nunca supo que yo estaba enamorado de ella, como sí lo sabían mis amigos Ánderson y D. Ricardo, a quien correspondían los suspiros de La Caleña, suspiros que no eran correspondidos por él, que también me gustaba a mí, no correspondido tampoco. Faltarían algunos años aún para que el tautológico tropipop El problemón, prescribiera el viejo canto del desamor: “de qué me sirve, ay, que me quiera, esa persona que yo quiero que me quiera, si la que quiero, ay, que me quiera, no me quiere como quiero que me quiera”.

La tengo de amiga en Facebook hace ya algunos años, ya cada uno cabalga el potro de los 30 y del profesionalismo: ella médica, yo periodista. Lo último de Messenger habían sido algunas brevedades sobre la pandemia y antes de eso, algunas promesas incumplidas de reencuentros de amigos colegiales.

Pero su aparición ayer en mi pantalla, más bella que nunca en el esplendor de su consultorio, sus dedos gráciles enterrándole una jeringa a la calva de un hombre, avivaron mi utopía de recuperar el esplendor de mi pelo, o al menos algo de pelo, ¿aquel pelo donjuanesco?   Y ahí estaba yo, próximo a los 36 años, solicitándole información a La Caleña sobre el tratamiento, vía Messenger. Los resultados, me respondería luego, en medio de generosas tarifas especiales en nombre de la amistad, y garantías de que el proceso es indoloro, serían eficaces.}

Desecho la iniciativa.

Soy un educador de bachillerato con corona de cardenal y entradas laterales al que algunos estudiantes suelen cantar: “brilla la luna, brilla el sol, brilla la calva del profesor”.

Mi próxima cita es con la máquina de motilar en graduada en nivel cero.

*En la jerga manizaleña, la primera acepción de parchar es besarse. La segunda, la más extendida, es reunirse o departir con alguien.

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