
Llegué al reportaje El barro y el silencio en agosto por casualidad en una venta de objetos usados, cuando buscaba Los suicidas de la palabra, un libro de Roberto Vélez Correa. Pero solo hasta esta semana acometí la lectura, una semana después de la conmemoración de los 35 años de tragedia de Armero y el derrubio kilométrico tras la erupción del Ruiz. De esto se duele el autor en la página 103: “…un pueblo que solo merece imágenes de noticiero cada trece de noviembre…”.
En un momento, a medida que avanzaba en la lectura de este testimonio, me cuestioné sobre la crudeza de los subrayados que llevaba (debe tener que ver que he trabajé en la prensa sensacional). Pero cuando llegué a lo más escalofriante del libro, el testimonio del doctor del pueblo que retornaba de Europa para tener a su hijo y regresarse, uno sí siente el deber moral de al menos pensar en esas vidas apagadas bajo el lodo, a modo de honra fúnebre cuando sea.
En este texto Juan David Correa trabajó con esmero el testimonial, la descripción geográfica y protegió de manierismos la honda sensibilidad del desastre más doloroso de la historia nacional.
Menciones aparte para los momentos desgarradores que hacen cortar la lectura, azar la cabeza y preguntarse, entre horrorizados e inútilmente solidarios, ¿por qué? Esmerada documentación de prensa en general y en materia de negligencia de las autoridades en particular.
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Mi hilo es con el tema es tangencial, pero lo menciono. Pude no haber nacido, pero lo hice dos años después, en 1987 y mi hermano en julio de 1985. Mi mamá trabajaba en Chinchiná y esa noche de noviembre, como todas las de la semana, cruzó el río Chinchiná en transporte público sobre un puente que minutos después, destruiría la corriente.
Subrayados:
“Le conté (a mi esposa), mientras atravesábamos la mega-autopista que conecta a Bogotá con Ibagué, cada momento de mi vida y mi relación con una tragedia que no ha dejado de perseguirme”.
“No podía llorar. Ni gritar. Ni decir nada ante el horror. Recuerda una sola imagen diferente a las demás: un hombre, casi desnudo, enfangado hasta el cuello, cargaba un televisor y caminaba sin rumbo fijo”.
“Las imágenes de ese viernes fueron una repetición de gente saliendo del lodo. En la tarde reconoció a doña Maruja de Silva, mientras la lavaban con una manguera. …Tenía la mirada perdida. Estaba desnuda. Ida. Muerta a pesar de que seguía respirando”.
“A las cinco de la tarde se cerró el helipuerto por falta de luz solar. Miles de cuerpos seguirían flotando durante días en ese amasijo de barro y lava y azufre y tejas de zinc”.
“Me dijo que ellos iban en una volqueta llena de gente y cuando llegaron a la calle octava, por donde bajaba el lodo, se devolvieron a la séptima y lo mismo. Cuando pasaron por el frente de mi casa, mi papá, que estaba asomado a la ventana, les gritó: ‘¿Qué les pasa?’. ‘No ve que ya viene el barro por acá y por allá’, le dijo alguien señalando las calles adyacentes a la casa de los Caldas. Pues sigan’, les propuso mi papá… ‘lo que hicimos fue subirnos al techo de la casa, me dijo el muchacho, ‘y en ese momento se cayó la casa’”.
“… empujé los cadáveres con las piernas. Me paré sobre ellos. Experimenté la sensación más inmunda que haya podido sentir. El frío de la muerte …”.
“(Citando a un piloto que pasaba por el cielo del Ruiz con rumbo a Cali) Nosotros pasamos sobre el nevado cuando hizo explosión y nos reventó el parabrisas. De emergencia aterrizamos en Cali”.
“(Citando a El Tiempo) La presa que se ha formado en los últimos meses contiene 1.3 millones de metros cúbicos de agua, una profundidad de 25metros y alcanza kilómetro y medio de longitud y veinte metros de ancho”.
“(Citando al académico Gonzalo Duque Escobar: La erupción no es cosa segura, hay que ponerle buena cara al problema. De producirse una nueva lluvia de ceniza los caldenses tendremos la oportunidad de mirar un espectáculo realmente bonito, dispensado por la naturaleza”.
“(Citando al Ministro de defensa de la época: “Armero, Líbano, Mariquita, Honda debían evacuar, salir del área, pero la población no acató tal llamamiento”.
“(Parafraseando al médico Juan Gaitán) “…Cuando me toqué el abdomen sentí un palo. Lo tenía clavado y me atravesaba por la tetilla y me salía por la espalda” … me saqué el palo. Ay, jueputa, el ardor. Cogí el bluyín de Alfonso, me lo metí entre el tórax y el brazo e hice compresión… “.