En segunda fila

Publicado el Juan José Ferro Hoyos

Perder es el método

La defensa del dragón

Colombia, drama, 2017.

Cuando Samuel, uno de los tres personajes centrales de La defensa del dragón, se da cuenta que perderá la partida que juega con un desconocido por internet, decide retirarse. Para qué va a prolongar la agonía- le ha dicho en otro lugar a un jugador que insiste en mover su rey desprotegido. A su oponente le escribe que prefiere retirarse a perder en tres movimientos. Joaquín, relojero en desuso, tanguero irredento, quien oye con atención la anécdota, le pregunta a su amigo si es verdad lo de los movimientos. No, pero lo dejé loco pensando. Saber perder como el único arte que domina Samuel, a quien todos llaman maestro aunque lleva años sin jugar en un torneo una partida siquiera parecida a las que repite en su cabeza. Dedica su tiempo, mejor, a entrenar a un pupilo, a visitar su hija una vez a la semana y a dar clases de matemáticas a un adolescente.

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La guionista y directora, Natalia Santa, no ha hecho una película sobre el ajedrez como metáfora, sino sobre el tablero como forma de vida. O como insuficiente tabla de salvación para este trío de aficionados que se reúnen a jugar en un club del centro de Bogotá. Junto a Samuel y Joaquín, está Marcos, un español venido a mucho menos que vive de su acento, de la homeopatía y los sistemas cada vez más complejos que inventa para perder poco en los casinos. La película no cuenta sus historias, ese es su justamente mérito, sino que se dedica a ponernos a nosotros frente a un periodo corto de su vida que no funciona como metáfora ni explicación de nada. No interesa la transformación de los personajes, sino la simple presencia de tres vidas que pudieron ser mejor de lo que son pero igual no han agotado el tiempo en el reloj de cada jugador.

Quizá sea esta la mejor película colombiana con la amistad como tema. Cine en voz baja. Cine de gente común y corriente que se habla apenas lo justo. Esos diálogos llenos de miradas al vacío son el principal mérito de un guion excepcional que entiende cuánto depende la amistad de no hacer esa pregunta cuya respuesta dolerá. Una película no tiene el deber de retratar honestamente la ciudad donde ocurre (no tiene deber alguno, de hecho) pero es agradable cuando lo hace. La defensa del dragón se dedica a retratar a Bogotá en su aspecto más anodino, sin embellecerla ni caer en el miserabilismo. Cuesta recordar una película en que Bogotá con la misma dignidad con la que estos tres de sus habitantes toleran la tolerable fealdad de lo material y lo humano.

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Quizá lo más interesante del guion es esa capacidad para enfocar su mirada en ese trío de perdedores sin caer en la tentación fácil de la redención ni en el soberbio ensañamiento de la historia con sus personajes. Al final las vidas siguen más o menos como estaban al principio, con los vaivenes menores de una ciudad en la que hace frío y calor pero ninguno en exceso. No se trata de un justo medio inexistente sino la vida como una partida de ajedrez en la que, a pesar de estar en mala posición, siempre hay un movimiento que lo puede salvar todo. Nadie sabe cuál es.

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