Pienso en ellos. En cómo estaban de viejos la última vez que los vi. Vendían empanadas en una carreta callejera. Lo hacían para enviarle plata al hijo que estudiaba una maestría en México mientras debía mantener a su compañera e hijastro en Colombia. Estaban muy solos. Pero se acompañaban entre sí y se ayudaban para ir al médico. Te perdiste demasiado, me reprocharon. Les dije que estuve en Europa. España, Francia, Holanda. Los pobres no viajan, dijeron. Creyeron que yo tenía mucha plata para poder viajar. Les dije que en todos lados estuve trabajando como esclava. Eso pareció darles risa. Miraron para otro lado. Hubo un tiempo en que ellos no necesitaron de trabajar. Le debían todo a su padre. Los viajes a Europa. El colegio Dreyfus. La casa en Nueva York donde se refugiaron tras el secuestro de su otro hermano. Amasaron una pequeña fortuna que les alcanzó para tener una mansión en el barrio La Merced, una pequeña hacienda de ganado de lidia en el norte, un modesto penthouse en Cartagena. Y todo se lo debían al invento de su padre y al pollo asado. Su padre fue el inventor del asador eléctrico. Fue a quien se le ocurrió la idea de las rotativas de pollo. Era el horno que podía asar cuarenta pollos a la vez y dejarlos a todos con un cuero dorado, bruñido de grasa y provocativo. El televisor de los perros, lo llamarían después, cuando los perros callejeros del barrio Restrepo se posaran a ver los pollos dar vueltas en el asador clavados en decúbito supino. Era además un visionario. “Tenemos que buscar barrios de pobres venidos en más”, decían que dijo. El sur de Bogotá no tenía restaurantes en esa época. Había barrios de obreros donde podía verse gente en las quincenas comiendo tripas asadas y fritangas en los separadores de la avenida principal. El padre iba a dar vueltas por esos barrios y donde veía casas en construcción o ampliación de apartamentos y alzamientos del tercer piso, decía: “Aquí tenemos que poner un asadero. Esta gente va a salir de pobre y va a empezar a comer pollo”. Los que hacen fortuna no tienen una sola fuente de ingresos. Invierten en varios negocios al mismo tiempo. Donde él veía solo casas de un piso, calles de tierra y lotes baldíos, entonces ponía ventas de pollo crudo. Así fue colonizando con la red de pollerías y asaderos el sur de la ciudad. Ellos eran privilegiados. Tuvieron una pequeña fortuna. Una pequeña mansión. Una pequeña limosina. Una pequeña red de asaderos y pollerías cuyo nombre sería apropiado para que otros empresarios del pollo se aprovecharan de su fama y le hicieran creer a la gente que su local pertenecía a la misma cadena de asaderos. Suraves, Suriaves, Surtidora de aves, Suministraves. ¿No ha notado que todos los nombres suenan ligeramente parecidos? Era pura competencia desleal. Entonces ocurrió el secuestro. El hijo de 22 desapareció en su Wolsvagen un agosto. La carta llegó un mes después. “Si quieren volver a verlo, tienen que entregar un millón de dólares en efectivo. Esperen instrucciones”. Los secuestradores acosaban al padre por teléfono. La historia me contaron cuando trabajábamos juntos en un restaurante de otro dueño que había sido muy amigo del padre, la única vez que se atrevieron a hablar de lo que significaba ser ricos venidos a menos, gente que fingía tener las mismas comodidades, asistir a los mismos sitios, pero que en realidad ya no tenía cómo mantener el nivel de consumo y debían trabajar para poder seguir aparentando. El padre reunió el millón de dólares que le pedían en dos meses y esperó instrucciones. Le dijeron: “Venga solo a la plaza de San Victorino con la plata metida en un maletín de cuero color tabaco. Se sienta en la fuente seca y deja el maletín en el suelo cuando vea a una niña que juega con un perro frente a usted. Salga de la plaza y no vuelva a mirar a la fuente”. Dejó el maletín cuando vio a la niña vestida de verde jugando con un perro setter irlandés. Abandonó la plaza por la avenida Jiménez y llegó hasta la avenida Caracas. Allí se arrepintió de haber entregado la plata sin saber el destino de su hijo. Volvió a la plaza, pero ya no vio la niña, ni el setter irlandés ni pudo reconocer entre la multitud a alguien llevándose el maletín de cuero con el millón de dólares. Esperó una semana junto al teléfono. Un día volvieron a llamarlo. Eran ellos. “¿Así que tiene mucha plata? Si lo quieren vivo nos van a tener que pagar otro millón de dólares”. Colgaron. El padre cerró los ojos encharcados y luego negó con la cabeza. El cigarrillo se sacudía entre sus dedos temblorosos. Enseguida volvieron a llamar. El zar del pollo dijo que no. “Lo pueden matar, pero no voy a dejar a mi familia en la ruina”. Quiso suavizar el tono después de la negativa: “Ustedes no entienden, yo tengo más obligaciones, tengo empleados en los asaderos, gente que tiene familias que dependen de sus empleos y no los puedo dejar en la calle. Ya les pagué lo que pidieron por mi hijo. ¿Dónde está él? ¿Por qué no me dejan hablar con él?”. Colgaron. Volvió a entrar la llamada. El de 22 estaba al habla. La voz del hijo transmitía miedo y recriminación. Suplicaba que pagara. Decía que se cagaba de frío en ese hueco que dormía en el piso sin cobija. De fondo se oía voces que le daban órdenes y le decían las frases que tenía que repetir. Se oía también a un perro ladrar y la voz de una niña. Se oían ruidos metálicos como de sierras eléctricas o como si fuera un lugar donde trabajaran cortando hierro. “Papá, págueles lo que le piden, págueles, porque estoy seguro de que si no paga, estos hijueputas me van a matar”. Colgaron. Volvieron a llamar al otro día. El papá se negó de plano a pagar el otro millón. Le dijeron: “Su hijito se caga de miedo en la celda. Es como un cerdo. Quién iba a pensar que usted lo iba a dejar morir así, acurrucado en un hueco, cagándose en la ropa, aullando como el perro que lo vigilaba y con un tiro en la boca. Viejo tacaño.” Fueron los otros hermanos quienes tuvieron que ir a recoger el cadáver abandonado en el basurero de doña Juana.
Pienso en ellos hoy, en cómo los vi de viejos cuando los vi la última vez. Pienso en las empanadas que vendían. En la alegría que les dio verme. Estabas muy perdida, me dijeron. Lo que querían decir en realidad es que les parecía que yo estaba muy vieja. Y que ellos me veían con la misma resignación del tiempo pasado por la carne, y con la misma distancia con que los encontraba yo, de casualidad, vendiendo comida en una carretera. No les conté más de mi. Seguro pensarán que soy rica.
(Calla de repente. Sostiene el cigarrillo en un rincón de los labios mientras acaba de freír las papas amarillas. Cuando hace esos silencios sé que la historia ha terminado.)