Sady González | Hipódromo de la Magdalena, 1943 | Tomada de Google Imágenes

Ella le dijo, mientras él maldecía su suerte y la culpaba del atraso en los pagos, después de resumir el modo refinanciar la deuda bancaria, tras el anuncio por mora y las alternativas de pago que le dieron por teléfono:

No me hable así.

¿Así cómo?

Como si me ayudara a pagar.

El problema de los constantes olvidos en las obligaciones, y las recriminaciones por parte de él, justo había empezado desde que ella había conseguido trabajo en una ferretería del pueblo y volvía solo en las noches a la cabaña. Desde entonces él la celaba por teléfono. Cuando ella tenía que ir a un viaje a Bogotá para averiguar por baldosas de gres o griferías, él la llamaba mientras ella iba en la flota solo para preguntarle qué había almorzado. Ella eludía la pregunta. A él esas respuestas elusivas le parecían algo sospechoso. Cambiaba el ángulo pero era la misma pregunta. ¿Con quién había almorzado?

Ella entonces alzaba la voz y respondía a la primera pregunta:

A mi nunca me gusta decir por teléfono lo que he comido.

¿Por qué?

Todo el bus tiene que oír: Arroz, papa, carne, ensalada… Eso da ganas de vomitar.

¿Nunca se había dado cuenta de eso, de que a ella no le gustaba decir lo que había comido, y menos en voz alta, ante testigos que probablemente no habían almorzado o iban mareados, cuando ya llevaban cinco años de casados? No, dijo, nunca.

Desde que empezó a trabajar allá, para él era otra.

Cuando la llamaba antes de la hora de descanso, le respondía que aún estaba almorzando y le preguntaba si la dejaba terminar, repitiendo esto último hasta cinco veces como un clamor. Quizá él no alcanzaba a captar su ofuscación, pero colgaba y llamaba después. Cuando la llamaba para retomar sus maquinaciones acerca de que ella iba quizá a encontrarse con su amante en el terminal  de buses para luego ir a los moteles y volver en la noche a la otra ciudad, ella decía:

No tengo que contestar a eso, usted se está poniendo tóxico, y se imagina cosas que ni siquiera han pasado.

¿Por qué se viste ahora así?

¿Así cómo?

Ya no parece campesina.

Ella le colgaba. Eso más lo irritaba. Pero ella también se irritaba del reclamo y de que insistiera en recalcar su origen como si ella lo hubiera negado o como si fuera algo elegido. Él, al regresar de hacer compras para la ferretería, la abrazaba y le decía que lo perdonara, porque ella debía saber que los campesinos debían cuidar a sus esposas, y más cuando se iban a trabajar al pueblo o a la ciudad.

La noche del asesinato hubo un paso más de la discusión a la agresión: cuando ella se preparaba para dejarlo hablando solo y evitar la discusión, él la persiguió y la empujó. Mientras la perseguía hasta el baño, que tenía la única puerta con traba, ella sintió la fuerza del empuje en la espalda y luego su boca se llenó de sangre cuando se golpeó de frente contra el soportal de cobre del cirio que iluminaba al Sagrado Corazón en el fondo del pasillo. La vela cayó apagándose en su pierna. El pantalón de jean quedó empañetado de esperma. Ella tomó el candelabro y lo golpeó, pero era un hombre fuerte y detuvo el golpe con su brazo de sembrador de tomate y le arrebató el candelabro. Forcejearon. Ella era maciza y alta y lo hizo retroceder con una andanada de puños con cachetadas de las que él intentaba defenderse cubriéndose con los brazos, sin responder. De repente, como ella no paraba, buscó con qué defenderse y al estirar la mano aferró el candelabro de cobre. Con eso la golpeó. Tres golpes. Uno le dio en la cabeza. Ella cayó muerta instantáneamente y a su alrededor se formó un charco de sangre espesa que parecía sopa de tomate.

Lo que explicó sobre la brutalidad que siguió en el juicio donde el ente acusador era una abogada militante feminista, fue que estaba asustado al verla muerta y que debido a ello intentó deshacerse del cadáver y fingir ante sus cuñadas que ella había desaparecido, acaso yéndose con el mozo de Bogotá y abandonando el hogar.

Para deshacerse del cadáver, el único sitio que le pareció lo suficientemente aislado y donde los animales no extraerían el cuerpo, era el pozo séptico del conjunto de cabañas donde vivían los trabajadores del cultivo en invernaderos. Echó el cuerpo allí y cerró con la pesada losa de cemento.

Al día siguiente fue a los invernaderos de tomate y trabajó con los demás en las tomateras. Los testigos en el juicio dijeron que ese día parecía normal y nunca fingió estar labrando la tierra, sino que trabajó de veras mientras las hermanas de su mujer, que también trabajaban en los invernaderos, a diferencia de ella que había conseguido un trabajo en una ferretería del pueblo, lo miraban y comentaban y no daban crédito a la fuga.

Volvió a destapar el pozo séptico al día siguiente y notó que el cuerpo estaba flotando. Así que lo pescó con un garfio de colgar carne. Volvió a sacarlo, le rajó el vientre con un cuchillo y lo llenó de piedras. Luego devolvió el cadáver al pozo de los excrementos.

Al tercer día volvió a trabajar en los invernaderos, pero ya se lo notaba pálido y distraído. No comió y todos los trabajadores murmuraban que estaba despechado por el abandono de su mujer.

Desapareció al cuarto día, porque fue hasta la ciudad a confesar su crimen en la estación de policía. No lo apresaron enseguida, pero debía presentarse regularmente al juzgado, mientras se verificaba la evidencia y lo llamaban a juicio, por lo que se fue a alojar a un hotel del centro.

Los funcionarios que hacían levantamientos llegaron a las cabañas de los trabajadores que cultivaban tomate y se dirigieron entre los invernaderos al pozo séptico donde rescataron el cadáver. Desde la ciudad llamó a un primo, quien ya se había enterado de su confesión por los demás habitantes de la vereda, porque un policía no guardó reserva sumarial durante el levantamiento del cadáver. Le pidió que fuera a verlo, porque lo apresarían uno o días después.

Dos primos fueron en moto para hablarle, antes de que se lo llevaran los policías. Aceptó sus cigarrillos, pero no los acompañó en la cerveza que le brindaban. Hablaron solo del cultivo de tomate.

El abogado defensor buscaba una condena por homicidio culposo alegando:

No toda muerte de una mujer es feminicidio, ni agravado, como señala la fiscal, porque la circunstancia en que se dieron los hechos fue una discusión y la evisceración fue hecha sobre un cadáver, no sobre una persona viva, y después de que alguien es cadáver es solo una cosa.

El homicidio culposo (involuntario), reducía la pena a menos de la mitad del homicidio doloso. Era lo que el abogado buscaba. Después de la confesión y tras describir ante la audiencia lo que hizo con el cadáver, el juez emitió sentencia: 36 años de prisión en una cárcel cercana, por feminicidio agravado.

A un acto de violencia doméstica se llega mediante otros tantos actos y gestos anteriores de violencia, sutil y progresiva. Algunos podrían dar una alerta al percibirlos y ponerse a salvo o en guardia, pero la más de las veces la alarma se posterga por una cadena de encubrimientos de la propia mente, o de la cultura, mientras los actos de violencia aumentan.

Se despidió de sus primos que estaban junto a él con los brazos cruzados en la pequeña sala de las audiencias. Ellos le prometieron hacerse cargo de la cabaña y de la recolección de su última cosecha, para venderla y enviarle el dinero a la cárcel. También prometieron que lo visitarían alguna vez en las siguientes tres décadas.

(Ella nunca vio el mar ni viajó en avión. Tampoco salió nunca del país. Es probable que nunca hubiese oído rock. Ni probado parrillada de mariscos, ni recibido flores, como si los placeres más simples se le hubieran negado. Las hermanas de la muerta, la menor y la del medio, viajaron en avión al mar y esparcieron las cenizas y flores como una ofrenda al agua. Después de que la despidieron, se fueron a comer parrillada de mariscos a un restaurante que estaba en la playa. Una de ellas le contó a la otra, mientras sonaban Los Espíritus, un grupo de rock argentino, cómo iba el divorcio y los planes que tenía para viajar a Estados Unidos. La otra relató los pormenores del divorcio, y la ruta a tomar: viajaría a México por Cancún, de ahí a Laredo y luego atravesaría el río Bravo para entregarse a una patrulla fronteriza. Desde Texas viajaría a cuidar a un anciano en Filadelfia. La menor no entendía la aventura que emprendería su hermana del medio. La razón del divorcio es que el tipo intentó matarla con un cuchillo. ¿Será que ya es tarde para esperar el príncipe azul?, le preguntó. La otra le dijo: “Una debe estar con un hombre que la ayude a hacer negocios, a prosperar, no solo que le dé de comer; para comer una misma trabaja. En Estados Unidos pagan el trabajo en dólares. Si quiere, nos vamos juntas. Usted está soltera. Solo hay que invertir 20 millones”. Terminaron de comer en silencio. La menor dejó los cubiertos junto a los platos vacíos y preguntó a la otra: “¿Y después de todo eso aún seguimos esperando el Príncipe Azul?”)

Avatar de Daniel Ferreira

Comparte tu opinión

1 Estrella2 Estrellas3 Estrellas4 Estrellas5 EstrellasLoading…


Todos los Blogueros

Los editores de los blogs son los únicos responsables por las opiniones, contenidos, y en general por todas las entradas de información que deposite en el mismo. Elespectador.com no se hará responsable de ninguna acción legal producto de un mal uso de los espacios ofrecidos. Si considera que el editor de un blog está poniendo un contenido que represente un abuso, contáctenos.