En contra

Publicado el Daniel Ferreira

Lahar, 1985

Armero, tomada de IFM noticias
Armero, noviembre de 1985, tomada de IFM noticias

Pidió una semana de vacaciones no remuneradas para llevar a sus tres hijos a visitar a los abuelos en Armero. Ese día, en la mañana, su hermano la llamó para decirle que en Bogotá un grupo de expertos pronosticaban la erupción inminente del volcán Nevado del Ruiz. Ella dijo, espere, y salió a corroborar por sí misma. Vio la plaza. La gente caminaba, los negocios estaban abiertos, los carros circulaban, la vida cotidiana transcurría como si nada. Pues aquí no pasa nada, dijo. Acaso imaginaban la explosión del volcán como un estallido de  fuego y gente corriendo, alejándose de la lava y no como lo que fue: la avalancha de lodo de 35 millones de toneladas tras represarse el río lagunillas. A la mañana siguiente, el piloto que hacía la ruta Cali-Bogotá anunció en la radio que el pueblo había desaparecido. El hermano llamó de nuevo a la casa de sus padres. Ya nadie contestó.

Cuando sonó la alarma, ella subió a los niños y a los dos abuelos al carro. Aún no se había ido la luz. Siguió la calle hasta que los faros mostraron la masa de barro moviéndose hacia ellos, así que dio reversa y avanzó en sentido contrario intentando alejarse de aquella masa oscura hasta que vio la masa también atrás. Giró en contravía y encaró a una nueva calle. Avanzó hasta que la masa oscura estaba por todos los costados. Como no encontró salida volvió hasta el frente de la casa de sus padres. La avalancha ya venía por ese costado del pueblo y pronto cubriría la casa.

Puso marcha atrás en un intento irrenunciable de alejarse de la masa y se estrelló contra el muro de la casa. La caja de herramientas que estaba suelta desnucó a la niña menor en los asientos traseros. La madre que iba en el asiento delantero murió al golpearse la frente con la guantera, quedó reclinada y sostenida por el cinturón pero ya no se enderezó.

La masa oscura empezó a rodear el carro y a engullir el mundo visible. Le dijo a los dos hijos que le quedaban aun vivos y al padre, que había que salir, que tenían que salvarse. La masa oscura llegaba hasta la rodilla. Le dijo al niño que se encaramara en sus hombros y que no se soltara por nada del mundo. A la otra niña la llevó en sus brazos. El abuelo se apoyaba en sus muletas para avanzar adentrándose en la masa de aquel purgatorio de gente que se lamentaba en la lejanía. Caminaron entre a oscuras. Ella tenía un mapa mental y una manera intuitiva de orientarse a partir del sitio donde estaba situada la casa. Sabía que había que alejarse del pueblo y seguir hacia la carretera que llevaba a Guayabal, alejándose del río.

En la oscuridad total sentían la masa oscura moverse con un estertor constante como si fuera un animal vivo que olía a madrevieja. Caminaron seis horas entre la oscuridad y el barro que por ese camino elegido solo llegaba a la cintura. Su padre estaba desquiciado, decía disparates, hablaba con la esposa muerta.

Ella no comentaba nada, pero luchaba para que su cuerpo no se desplomara con el peso de lidiar con los dos niños. Solo oía quejidos de dolor y gente que rezaba en la oscuridad. Pero no veían a aquellos espectros petrificándose que intentaban escapar de la avalancha en la lentitud viscosa del tiempo del barro. Solo había alaridos y rezos en esa noche infinita del lahar.

Llegaron al otro pueblo cuando amanecía. Una mujer los vio cubiertos de barro y los invitó a entrar en su casa. Por casualidad la mujer llevaba su mismo apellido y los trató como si fueran parte de su propia familia. Los limpió y les dio de comer y esa hospitalidad impidió que el alma se les fuera aun más lejos de sus cuerpos tumefactos.

Horas después ella apuntó el nombre de los sobrevivientes de su familia en la planilla de damnificados del gobierno y añadió el suyo. Luego tuvo que poner el de su madre y el de la niña que quedó dentro del carro en la casilla de fallecidos. No puso nada en la de desaparecidos. Un helicóptero los recogió después del mediodía y los transportó a Ibagué desde donde fueron trasladados por carretera a Bogotá. En el camino nunca pudo llorar.

Mientras tanto, su marido llegó hasta el pueblo arrasado. Se internó en el barro hasta dar con el techo de la casa en que vivieron sus suegros. Un vecino lo miró con compasión. “De esa casa alcanzó a salir una mujer dos niños y un abuelo”, le informó. Así que empezó a cavar. Encontró el carro en el reino de vulcano y abrió la puerta. La masa empezó a entrar lentamente en la cabina. Vio a la vieja en el asiento delantero y a la niña aún atada al cinturón y con la cabeza caída sobre el pecho. No estaban sucias de barro sino que parecían solo dormidas. Sacó el cuerpo de la niña. Y se dirigió con él cadáver de su hija a Lérida. Allí sepultó a la niña en un osario.

Cuatro años después, volvieron al pueblo y exhumaron los huesos de la niña. Los llevaron en una urna a Bogotá. Mantuvieron los restos en la habitación intacta de la niña hasta que murió el abuelo y depositaron sus huesos en el mismo ataúd con él.

(En Italia, diez años después, reconocieron en una niña el rostro de la hija de una vecina. Se acercaron y la pareja de italianos confirmó que era adoptada y su país de origen era Colombia. Cuando les explicaron que conocían a la madre que había sido sepultada por la avalancha volcánica de Armero los italianos tomaron a la niña y se marcharon espantados.)

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