
Bogotá tenía alrededor de 100.000 habitantes en 1900. En el censo de 1938 tenía 325650. Para 1964 tenía 1697311. Para 1985 tenía 4236490. En 2020 tenía su perímetro urbano 7743955 y al sumar poblaciones de la zona conurbada, pueblos aledaños, se calcula un estimado de 10.700.000 y en aumento a partir de entonces. Es decir que cada dos décadas Bogotá duplicó su población. Tal aumento demográfico de Bogotá, a diferencia de otras grandes ciudades del hemisferio, no se debió tanto a un proceso de industrialización, sino a las oleadas de violencia y a ser la capital del país. En ese periodo no tuvo masivos intercambios multiculturales como Nueva York, Buenos Aires o Ciudad de México, salvo acaso 500.000 venezolanos (de los más de 2 millones) que han migrado a Colombia y se instalaron en la ciudad en un proceso de cuatro años. Así, en un intervalo de tiempo tomado desde una de sus fechas históricas, 1948, hasta 2022, Bogotá se ha convertido en una metrópoli.
Miguel Torres se ha convertido acaso sin planearlo en el cronista literario de esa metrópoli. No por escribir sobre este desarrollo urbano y social en el día a día, sino porque en sus novelas y obras de teatro ha abordado momentos históricos en los que ocurrieron los grandes cambios demográficos y los estremecimientos sociales de la capital colombiana. En El crimen del siglo se situó en la Bogotá de 1948. En La Siempreviva en la agitada Bogotá de noviembre de 1985, en otras novelas que componen su trilogía abarca distintos momentos. Esos segmentos resultan ahora una mirada totalizadora de una especial Bogotá literaria: la de sus clases populares.
La polvera, editada por el FCE, es su novela más reciente. Narra la historia de amor de Galo y Tristana. Ella una prostituta y él un estibador de un puesto de mercado. No han nacido en la ciudad, sino que se han desplazado hasta ella. Los espacios de la novela forman parte del patrimonio urbano, como la iglesia de Las Nieves y la del Carmen, el extinto Teatro Lux, San Diego, El museo Nacional, el funicular, Monserrate. Pero una delimitación más precisa es que transcurre en el centro de Bogotá.
Son jovencitos, menores de veinte, pero han habitado las calles y la noche urbana y solo tienen su cuerpo como fuerza de trabajo y una premisa: sobrevivir. A su alrededor se organiza todo el orden de la mendicidad y la exclusión de una ciudad tan desigual e injusta como Bogotá. El usurero Salomón. El sicario Teopardo. La Reina Lujuria, cacica de las putas del sector. Doña Hortensia, la viuda dueña del inquilinato donde Galo se lleva a vivir a Tristana. Estos son los personajes secundarios que tratarán de separar y destruir a la pareja. Hay otros personajes de importancia tangencial que solo se nombran por su calificativo: Ariolfo, el nano Microbio, el Guante, el Rata, etc. El coro de estos personajes completa el claroscuro y la atmósfera enrarecida de las escenas. Galo y Tristana se enamoran, y ese es quizá el acontecimiento capital de sus vidas. Su lucha heroica y el conflicto del relato consiste en defender ese amor contra todo. Su amor les permite sobrevivir entre pordioseros, putas, locos, rateros, asesinos, expendedores, agiotistas, pervertidos y pervertidas, militares y policías criminales. El amor que se establece entre Galo y Tristana es una defensa contra su medio social. Se enamoran en su clase social, que es subproletariado, o lumpen, y donde el amor es más que una prohibición, un lujo (que no pueden permitirse) para resistir.
La escritura de Miguel Torres tiene varias características que llevan la prosa a un nivel de maestría y precisión lingüística. Sus personajes están recreados como mitos clásicos en espacios modernos. La roca de Sísifo, el suplicio de Tántalo, la pérdida de Orfeo, el monstruoso minotauro, los laberintos urbanos, el cancerbero a las puertas del averno, el descenso al hades, la trampa sagrada, la ordalía, son reminiscencias del repertorio de mitos clásicos, y también hay reminiscencias y abstracciones de historias bíblicas como la Magdalena y la cristificación que trasponen sutilmente escenas realistas con escenas místicas. Son en cualquier caso mitos encarnados, enfrentados y resueltos en los desafíos del día a día de dos habitantes urbanos. Los diálogos y un sentido teatral de la calle destacan en un escritor que ha sido uno de nuestros principales dramaturgos. La descripción de espacios y ambientes tienen el detalle y la minuciosidad dignos de la mirada de un pintor barroco, o de alguien que ha desentrañado el misterio de los cuadros de arte virreinal que habitan en el santoral y los retablos de las iglesias bogotanas (y en los lupanares y calles del crimen). La descripción del sacrilegio en la iglesia de Las Nieves, del edificio en ruinas donde vive Tristana, del estado de sitio y de la fauna que peregrina a Bogotá para expiar sus pecados y elevar las rogatorias son algunas de las mejores estampas que se han capturado de la vida en Bogotá.
Escrita sobre un esquema de cuatro capítulos con escenas breves, descripciones precisas, contrastes sociales y denuncias de delitos nefandos contra la humanidad, el sentido del tiempo narrativo se intensifica cuando la narración pasa a la descripción del presente. El presente es un tiempo verbal que aburre porque parecería serie de indicaciones para guión cinematográfico. En este caso se trata de momentos transitorios que rompen el realismo y transitan a la teatralidad. Pero no son suficientes para desgastar los conflictos ni la intensidad de la narración. Las mentes más susceptibles estimarán que hay un exotismo de la pobreza y una apología de la prostitución al plantear estos temas sin el cuestionamiento moral del presente, pero justamente plantearlo o elegir un tema tan sensible es quitar el velo y encarar lo que avergüenza a la sociedad y permite poner en un primer plano de atención conflictos que podrían estar regresando paradójicamente al tabú en medio de las militancias de la hipercorrección. La explotación sexual y la prostitución consensuada se han instalado en las ciudades colombianas como opción de subsistencia y como oferta para un mercado de explotación humana y las muchas causas que alimentan esta oferta no han sido cambiadas, sino que resultan cada vez más arraigadas y complejas (un ejemplo: el turismo sexual). Miguel Torres narra con dignidad la belleza extraordinaria de la juventud en medio de la adversidad de la miseria y las estrategias del hambre para subsistir. Escribe sin velos morales y con lirismo sostenido inclusive sobre el horror de los cuerpos vejados por los seres humanos y por el sistema social clasista y excluyente. Mira y nos hace mirar la humanidad que subsiste en instancias hacia las que otros, burgueses, pequeñoburgueses, políticos, han quitado la mirada: la pobreza extrema.
La única crítica inocua que puedo plantear para esta novela es que tal vez tenga un final que pasa de varios momentos de patetismo a un optimismo moderado donde los personajes son redimidos por la solidaridad de los demás y la casi siempre cruel intervención divina. Pero no me detendré en el efecto que logra frenar el avasallador sentimiento de tristeza y fatalidad de un final tan inesperado, sino en un detalle perturbador que deslocaliza la temporalidad del relato. Y es que aún ofreciendo coordenadas de tiempo-espacio, como referirse a edificios o calles que ya no existen o fueron modificadas por el caos urbanístico, la novela ocurre en una época indeterminada, marcada por un cataclismo social que no llega precisarse del todo, no se sabe si ocurre en 1948, 1985, 1989 o en un futuro distópico. Esa muda de realidad hace intemporal la triste historia de amor de Galo y Tristana, pareja ya indeleble de la literatura bogotana. El drama podría haber ocurrido ayer, estar ocurriendo hoy, o en un hipotético futuro de una Bogotá que ha tocado su techo histórico.
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La polvera, Miguel Torres, edita FCE, 2021.