En contra

Publicado el Daniel Ferreira

La parábola del retorno, de Juan Soto: el arte vendrá después de la memoria

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La parábola del retorno es el diario del retorno de un exiliado a su patria. Lo que vemos, es lo que miran sus ojos. Lo que leemos es lo que piensa. O lo que pensaría si aquello hubiera ocurrido en realidad: el refugiado que regresa tras la firma de la paz. Lo que ocurrió en realidad es distinto a lo que vemos: el exiliado nunca salió al exilio, porque el narrador de este documental es a la vez un personaje real y un personaje imaginario; el real es una víctima de la barbarie acumulada de Colombia, asesinado en una carretera periférica de Medellín, y el imaginario es un sobreviviente. Lo que vemos es la historia imaginaria del sobreviviente; lo que descubrimos es la historia real de la víctima. Lo que vemos transcurre en tres secuencias de acción que corresponden a dos espacios públicos y uno privado: un tren, un apartamento y el avión que viaja de Londres a Bogotá trazando una parábola.
Juan Soto Taborda da un giro así a las fronteras entre el argumental y el documental colombiano cambiando las referencias. Lo consigue al incorporar en su narración fragmentos de registros caseros que se convierten en material documental (histórico) y al sustraer imágenes cotidianas de un presente irrefutable y cambiar el contexto. La sorpresa es que crea con recursos muy sutiles, con silencios y respiraciones, con la sustitución de la actuación por la voz (registro escrito), la ilusión de continuidad del sujeto: un personaje. El resultado es un lenguaje de espejos enfrentados e interpretaciones múltiples: la cámara como extensión del cuerpo, del ojo, la cámara como instrumento para captar la realidad, es desarmada aquí en su aparente objetividad, porque si a la realidad captada se le impone una subjetividad nueva, aquello que fue captado de forma aparentemente objetiva, deja de convertirse en realidad y pasa a ser ficción.
Hay una falsa objetividad dentro de los documentales que han ido registrando la vida del país, examinando el pasado y narrando las voces de víctimas y victimarios: se supone que no intervenir en lo narrado, es ser objetivo. Y eso lleva a una trampa: la de pensar que ser apolítico es ser objetivo; la coartada perfecta para convertir al espectador en un observador pasivo de la desgracia ajena. Hay una ética de la mirada, y esa ética ha sido evadida de forma recurrente, acaso por el adiestramiento del periodismo televisivo que ha hecho de las tragedias colombianas una estrategia de rating. Aceptar un testimonio ha sido el único vínculo con la objetividad, pero solo ha conseguido un efecto anti dialéctico: validar un discurso. Los documentales de la memoria se han hecho sin lenguaje cinematográfico.
Este documental implica al espectador con su propia pasividad al hacer que conecte la realidad con la fabulación a través de nexos internos, ocultos. La mirada del artista sobre esas memorias públicas y privadas es la que debe llevar al espectador a cuestionarlo todo: las nociones de justicia, de verdad, de impunidad, de revancha, de venganza. El olvido es la mayor venganza, decía Borges, pero la memoria también lo es. ¿Qué fue el genocidio de la Unión Patriótica? Fue eso: lo que le ocurre a Wilson. Una cadena de crímenes selectivos espaciados en tiempo y en territorio para que no se percibiera el exterminio sistemático. Pero fue sobretodo: Vida truncada. Futuros que no son posibles. Juan Soto Taborda en la misma escuela de Angelópolus ha tomado la idea platónica: “También el alma si se quiere reconocer tendrá que mirarse en otra alma” (La mirada de Ulises) y ha arrojado una respuesta luminosa a la pregunta que parecía incontestable: ¿qué hacer con los archivos del dolor y del terror? La respuesta es su película: Arte. El arte viene después de la memoria.

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