En contra

Publicado el Daniel Ferreira

La guerra contra los árboles

Crónica.

Eran dos: uno joven; otro, viejo. Parecido a Vonnegut el viejo: mostacho y pelo flamígero. El joven se alejó con la sierra. El viejo siguió calando el cigarrillo. Y las volutas se las llevaba el aire.
¿Van a construir?, pregunté.
¿Quién sabe? Nosotros cumplimos con tumbarlo.
Era un eucalipto doble, con dos troncos de un metro de radio que sobresalían de la misma matriz. Un solo árbol que era el último gigante que quedaba por estos lados, junto a una autopista vacía y un potrero de vacas que alojará una futura urbanización.


Ahora estaban sus dos troncos tendidos en el piso. Uno cayó sobre la carretera y otro sobre el potrero. El que cayó sobre la carretera destrozó un paradero de bus y cortó las cuerdas. Por eso me quedé sin luz y salí a pasear con los perros.
¿Cuándo lo tumbaron?
Ayer tarde, señor.
¿Y cómo hicieron para que no cayera sobre las casas?
Se ufanó y sus labios se hicieron tirantes. Sonreía.
Uno que ya sabe lo oficio
¿Vive de cortar árboles?
Vivimos. Yo y mi hijo.
¿Él es su hijo?
Sí, mi hijo.
¿Y cortan árboles por todo Bogotá?
Por todo lado, pero cada vez nos contratan menos en Bogotá y más en los pueblos, porque ya casi no hay árboles maderables en Bogotá.
¿Y les pagan bien?
Debí haber preguntado quién le pagaba, pero pregunté si pagaban bien para atenuar la pregunta real: cuánto le pagaron por tumbar mi árbol.
Depende del gallo, dijo.
Luego agregó: «De la madera.» Acaso porque vio en mi mirada que no le entendía.
¿Es buena la madera de eucalipto?
Buena, sí.
¿Y para qué la usan?
Para hacer muebles.
Se quedó callado, ensimismado en el cigarrillo y las volutas de humo que se mezclaban con el aroma de eucalipto cortado.
No había sentido tanto pensar por un árbol desde la vez en que cortaron un caracolí de 100 años en la finca de mi madre y ya no quise volver más. El eucalipto no lo habían tumbado para hacer muebles. Lo tumbaron para despejar el lote y construir un termitero humano: lo común por estos tiempos en Chía.
Un grupo de mujeres caminantes de la tercera edad interrumpieron la conversación, se interpusieron entre los dos y empezaron a cortar ramas de eucalipto para llevar a casa y hacer sahumerios.
Una decía que con miel era bueno para la garganta, y otra que hervido era bueno para los pulmones.
¿Cuántos años tenía?, pregunté después de que las mujeres se habían ido.
Por ahí sesenta años.
Sujeté a los dos perros excitados por el fragor de la sierra que el hijo había vuelto a atascar con un nudo leñoso.
Que tenga buena tarde, le dije.
Vonnegut lanzó el cigarrillo al prado y encendió el motor de su sierra y antes de ponerse a desbastar el tronco me contestó la despedida con una insignia de origen militar en la visera.

Al caer la tarde volví a una segunda ronda de perros.
Ahora un tractor arrastraba los troncos cortados y la grúa los depositaba en un camión.
Un hombre con camisa y chaqueta de paño y zapato de oficinista, el dueño, supongo, le daba instrucciones a Vonnegut, y Vonnegut hundía la sierra por donde le indicaba el otro en el muñón del tronco caído.
El hijo de Vonnegut, por otro lado recogía pequeños bolillos y los llevaba hasta la cerca, donde yo escudriñaba la pila que se iba formando.
¿Es el dueño?, pregunté.
El muchacho me reconoció, pero no sabía de dónde.
Le ayudé:
Ésta mañana les faltaba mucho.
El muchacho se acordó de mi cara y mi camisa calicó:
Uf, el pico y las patas, dijo.
Y ese señor que está con su papá, ¿es el dueño del lote?
Del lote, no; del árbol, dijo.
¿Del árbol?
Él compra árboles. Y luego nos busca para cortarlos.
¿Y ustedes dónde viven?
Humm… en bus… como a cuatro horas desde aquí.
¿En Bogotá?
Sí todavía es Bogotá, pero en el campo. A mi papá no le gusta la ciudad, le gusta el campo.
Un cortador de árboles que prefiere el campo a la ciudad. Notable.
¿Y cuánto les pagan por árbol cortado?, pregunté.
La tumbada, cien mil. Los dos jornales y el alquiler de la motosierra, quinientos mil.
¿Y cuánto vale un cargamento de madera?
Nueve palos, por ahí.
¿Nueve palos? ¿Novecientos mil?
No, señor. Nueve millones.
Les pagan poquito a ustedes entonces.
Sí, es mucho trabajo para no ganar nada. Por eso yo no le hablo a ese viejo. Pero mi papá me obliga a venir y ayudarle.
Miré a Vonnegut padre y lo comparé con Vonnegut hijo y noté que el muchacho tenía el mismo pelo revuelto y la sombra del bozo donde estaría el mostacho futuro.
Vonnegut padre se sintió observado y alzó la vista y nos vio conversar en la cerca. Luego cesó el rugido de su motor y llamó al hijo de lejos.
¡Wilmar!
El hijo de Vonnegut se alejó de la cerca. Una mujer embarazada con otro niño llevado de la mano pasó junto a mí, y el niño le señalaba los restos del tronco cortado y decía con un tono arrebatado:
Mamá, el árbol. Mamá, el árbol.
La embarazada oyó el ruido de las dos sierras y apretó el paso y desvió la mirada como para que no se le entrara viruta en el ojo izquierdo.

 

Me alejé. Pensé en la infancia que pasé subido a los árboles. Pensé que el espíritu de los árboles tiene empatía con los niños. Por eso todos anhelamos un día tener la casa en el árbol. Por eso todos los niños iracundos trepábamos a los árboles para que no nos encontraran los adultos. Por eso queríamos jugar y refugiarnos siempre en el bosque más cercano. Ya de grandes, los árboles sólo nos sirven en forma de muebles y mesas y puertas y pisos. Algún día escribiré una teoría del fin de los árboles y trataré de averiguar porque están presentes en las fábulas y las leyendas fundacionales árboles y niños, desde las sagas nórdicas a Los Ticuna pueblan la tierra, desde el Libro de la selva hasta El señor de los anillos, desde El canto del mundo a hasta El país de las sombras largas. Los locos también se calman abrazando a los árboles. Y pensé en mi tío Juan que se desnudaba y gritaba abrazado al aguacate. El problema para los locos es que ya no son niños. Planes y proyectos de escritura que imaginé en un instante para no saltar la cerca y darle un puño al de la camisa blanca y la chaqueta elegante y el zapato de oficinista que compraba árboles.
Los perros me arrastraron lejos del fragor de las sierras.

 

Ya tarde, casi a la media noche, volví con los perros y con mi dama para mostrarle.
Cuando volteamos hacia el baldío señalé con un dedo la oscuridad y le dije: Vea, tumbaron el árbol.
Ella soltó un aliento delgado que que se convertía en humo y buscó el árbol de treinta metros con la mirada, pero solo halló un cielo lleno de ojos en su lugar.
Ay no, dijo. Tenemos que irnos de Chía.
Y me abrazó.
Los árboles no tienen abogado. Los árboles no tienen sociedad defensora. Los árboles se oponen al desarrollo y por eso tienen que morir.

 

Al día siguiente los tractores habían levantado todo. Y junto al muñón del árbol desmochado, de medio metro de alto y sesenta años de viejo, había una pila de hojas de las que emanaba un aroma mentolado con un regusto a tierra removida.
Me acerqué y vi un fluido rojo que manaba del corazón del árbol. Probé y era un sabor que no probaba desde hacía cientos de años, en los remedios de mi madre, cuando sufría de tos. Traté de imaginar el multifamiliar de ladrillo gris con sus ventanales y chimeneas falsas y su carro al frente y los niños jugando en balancines de hierro y los perros paseándose por el pavimento y sus amas detrás con bolsitas plásticas para recoger la caca. “Nada más frágil que el equilibrio de los lugares hermosos”, escribió Yourcenar. ¿Fue por esto que te talaron?
Una semana después ya lo habían desraizado y solo quedaba ese olor a hojas perennes.
Crucé la cerca y vi las herramientas de los obreros que en los próximos días empezarían a levantar los cimientos.
En el agujero, una caravana de escolopendras ciegas buscaba a tientas, pero tampoco sabían a dónde ir.

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