En contra

Publicado el Daniel Ferreira

Jubilación y otras equivocaciones

Feliz día del trabajo

En Colombia tenemos dos supersticiones más dañinas que la paz, el fútbol y Dios: la jubilación y el dinero fácil. En los dos extremos de esa soga nos ahorcamos todos.

Los que defienden la jubilación no son necesariamente los jubilados, cosa curiosa. Los que defienden la jubilación son una muchedumbre de esclavos que despilfarran su fuerza vital en busca de espejismo de una edad provecta feliz y amparada, y lo peor: lo inculcan a sus hijos y nietos y sobrinos y amigos. Mi abuelo escaló hasta la posición de juez antes de la ley del 69 según la cual no podía impartir justicia Salomón sin haber tenido estudios en derecho. Así que lo “descalafonaron” como decía (si es que una palabra tan tediosa existe) y terminó jubilándose con una miserable pensión de secretarios, para acabar sus días calentando la banca de un parque en Piedecuesta, Santander, Colombia, donde solía jugar eternas partidas de naipes y engatusar muchachas con la rifa de su pensión. Mi abuela, que trabajó más que él en una labor sin paga ni reconocimiento (hogar) la jubiló el asma y la cardiomegalia. Para jubilarse hay que tener acumulados al menos 40 años de explotación (a ellos les conviene medirlo en semanas). Lo que indica que debes empezar a cotizar a los 17 años para jubilarte de 60. Pero si cumplido el tiempo mínimo de explotación no has cumplido la edad mínima de jubilación, debes seguir partiéndote el lomo hasta que se te caiga el último molar. Y deberás seguir siendo explotado, después de caerse el último raigón hasta tener todo el pelo blanco o el temblor del párkinson si una vez cumplida la edad de la jubilación no has completado el mínimo de semanas cotizadas para obtener un sueldo sin laborar. Si a eso le agregas la esperanza de vida (límite de muerte) de un colombiano bien alimentado frisa los sesenta y ocho, eureka, ahí tienes lo evidente: una trampa legal perfecta para enriquecer a unos cuanto angurrientos a costa de tu vida desperdiciada. De modo que al capitalismo salvaje y al gobierno y a tu jefe solo le interesa tu fuerza vital, tu etapa productiva y reproductiva y luego te desechará como un bagazo. Sin tu fuerza vital, no vales nada para los vampiros que caminan en la luz y que se hacen llamar empresarios, gerentes, presidentes, congresistas, banqueros. El tiempo de la jubilación es una promesa falsa. Una vez cumplido, no tendrás los ríos de leche y miel que te dijeron. Tendrás un pene que gotea, unas manos que tiemblan, una mente con olvidos, unos hijos que te odiarán por haber inoculado el mismo rito. Tendrás que buscarte un abogado para demandar a una casta inefable de gente que te ha vampirizado sin saber si tienen rostro. Cinco años de demandas vendrán antes de que te paguen o que te den un bono. El final del proceso, el paraíso de tu edad provecta se verá más como la grada del purgatorio donde Dante puso a los envidiosos con los ojos cosidos con alambre o al Castillo de Kafka. Lo que verás al final de tu edad provecta es la luz: la del pabellón de cancerosos donde vas cada semana para que te corten los senos que acumularon las toxinas que con tanto cuidado manipulabas, o al consultorio del urólogo a que te meta un especulo en el recto. Es orinarse en la ropa, es no tener erecciones. Jubilarse a los sesenta, cuando te aquejan mil averías progresivas y acumuladas y cuando te han robado el deseo y han abducido a tus hijos para hacer la misma labor que tú y cuando te han borrado la capacidad del asombro, es una estafa. Sería preferible jubilarse a los quince años y que te esclavicen desde los cuarenta hasta que te pille el infarto en la oficina. Pero algo así solo es posible en un mundo de Lewis Carrol donde todo ocurre de la misma forma pero a la inversa. Los tipos de jubilación y la forma de conseguirla merecerían escolio aparte: el sistema de escolarización para el saber hiper segmentado, las filas de setecientos aspirantes a un cargo único con la misma carrera que tú, la proliferación de escuelas de operarios, el hecho de que las mujeres trabajen más (el doble porque además deben sostener las familias) y se jubilen menos resulta, además de vil menosprecio, un pretexto más para rebelarse. Jubilarse de soldado raso por herida de guerra a los 30 no es igual a jubilarse con sueldo de senador o político o presidente de multinacional; como no es lo mismo jubilarse de maestra de escuela a los 65 con los nervios en cortocircuito, depresiones abismales y sin laringe, a jubilarse de la presidencia de un banco con las uñas impolutas. Laborare stanca. Trabajar, cansa, escribió Pavese. Paraliza.

La sublimación de la riqueza es la vía alterna al espejismo pensionista. En este país de cóndores acribillados, de océanos infestados de mercurio, de senadores que cantan a la paz promoviendo la guerra, de mercaderes de la moral que comercian con el bien común, de crímenes sin criminal, los modelos de la riqueza absoluta surgen como reacción al procedimiento regular de explotación humana. Por desgracia, sus íconos acaban todos en la delincuencia: Pablo Escobar, Rodríguez Gacha, los Orejuela, los líderes paramilitares (que encubrían a líderes empresarios y terratenientes y políticos). La constatación de que el precio a pagar es la vida o la cárcel por obtener la riqueza total, no ha disuadido a las generaciones de capos emergentes que siempre están a reglón seguido para ocupar la vacante cuando uno de ellos muere o cae preso. Los corridos prohibidos, los dichos populares, los despliegues mediáticos de las telenovelas de narco y los Fritangas y Chupetas impactan la conciencia colectiva (tanto como las bodas en Cartagena de los delfines del poder y los desfalcos multimillonarios a la nación y las multas ridículas a los contaminadores y extractores de la riqueza y los logros musicales de Shakira). Vivimos en un país donde la precariedad escolar, la concentración y especulación con la tierra y el poder financiero hace más tentador y mejor remunerado el camino del crimen y de la gloria fácil que el de la vida honrada. “Muchachos -nos decía el profesor de Ética -hay que hacer plata honradamente, pero si no se puede honradamente de todos modos hay que hacer plata”. Del axioma de este profesor de cuyo nombre no quiero acordarme (se llamaba Jairo Roa) se desprende que el dinero está por encima de la vida misma. Nadie que no haya sido Pablo Escobar sabe a cabalidad qué es defecar en un inodoro enchapado en oro, ni tener 40 apartamentos desperdigados en una ciudad, ni lo que es tener una flotilla de aviones y un ejército de putas esbeltas disponibles las 24 horas del día. Y sin embargo, no se necesita de tanta imaginación para deducir que el rey Salomón no pudo acostarse con las 1200 concubinas, ni que es imposible e inoficioso cambiar de casa cada noche, y que defecar sobre un lingote no te hace menos feliz que defecar en una letrina. Puestos a elegir entre la pobreza y el anonimato, la mayoría prefiere el revés: una riqueza y una leyenda aunque sea negra. Los que desean el dinero absoluto lo desean como acto reflejo: para parecer, no para ser.

En consecuencia: nunca acarrees carne, nunca abras las venas de una carretera, nunca contestes llamadas de gente ofendida para excusar a tu jefe, nunca trabajes con gente con la que no puedas conversar, nunca dediques a un empleo más de cinco horas de tu día, nunca acarrees nada que pese más que tú, no hagas un trabajo que te enceguezca, nunca trabajes por un salario que no alcance para mantener un buen vicio, nunca trabajes para hacer la riqueza de otros, nunca uses tu saber para limpiar el nombre de una empresa manchada con sangre y oprobio, nunca trabajes por una paga exagerada, o por un salario injusto, no te dejes menospreciar de un jefe, no ahorres ( al menos no en el banco) y no aspires a la riqueza absoluta ni a la jubilación. Carpe diem.

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De interés: Tres libros contra la servidumbre

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