En contra

Publicado el Daniel Ferreira

De qué hablo cuando hablo de escribir

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Ser escritor es sencillo. Basta con que te la lleves bien con la soledad. El que no resista la soledad no puede escribir, porque la escritura empieza cuando te quedas solo y esa soledad no debe ser interrumpida por 1) cónyugues 2) hijos 3) parientes 4) amigos 5) jefe 6) animales (salvo independientes gatos, jamás farmacodependientes perros). El que tenga perros no puede escribir más que literatura de perros. Nada de densidades. Porque los perros deben pasear a cada rato y sus muestras de impaciencia se echan a notar en la escritura del amo. Murakami escribió básicamente porque no tenía por compañía más que gatos, música y libros. Ni hermanas, ni nada. Empezó a escribir de forma que parece un poco azarosa y tardía: a los 30 años, después del partido de béisbol que haría famoso en De qué hablo cuando hablo de correr, cuando menciona que el jonrón de un jugador lo llevó a conectar la idea: si este tal por cual (en japonés) es capaz de hacer un «home run», entonces yo etc. Llegó a casa y se sentó en la mesa de la cocina y escribió algo así como un primer capítulo de su primera novela en japonés. Luego borroneó y lo tradujo al inglés y magia-magia, nació el estilo mainstream de Murakami: oraciones simples, cortas, transparentes, sin saltos de tiempo, un punto de giro y dos derivaciones de historia central (vasos comunicantes en ambas direcciones: pasado y futuro) hasta que la vertiente principal se encauce. Suena fácil. Lo difícil es mantener la marcha durante las siguientes 500 páginas. Murakami lo ha conseguido en varias ocasiones: hacer literatura. A mí no me pareció tan inquietante Tokio Blues (que ha vendido 150000 ejemplares en español), ni Crónica del pájaro que da cuerda al mundo. Kafka en la otra orilla, sí, y justamente por lo que no le gusta a Murakami y estaba apenas experimentando: la tercera persona. A Murakami le gusta la primera persona del singular. El yo imaginario. Que los personajes digan yo. Y le gusta que haya dos lunas en el cielo y toboganes y túneles de tren que son umbrales a mundos posibles, y los pájaros de cuerda y los hoteles y los vinilos de blues y los gatos (más o menos todo el inventario de imágenes que figura como un síntesis abstracta de su obra en la tapa de su nuevo libro De qué hablo cuando hablo de escribir, Tusquets). ¿De qué habla cuando habla de escribir? De estilo. De tiempo para escribir. Del cuerpo. Me detengo aquí porque es absolutamente necesario que aquellos que quieran ser escritores lo sepan para que después no anden diciendo que no se les dijo. La frase es lapidaria: “Cuando un escritor empieza a engordar está acabado”. Ese epigrama me dejó consternado. He subido tres kilos en los últimos doce meses. Ya había leído sobre esto en Murakami, pero me había hecho el sordo (ver De qué hablo cuando hablo de correr). A mí no es que me guste mucho correr ni esas terapias fitness para adelgazar divirtiéndose, pero lo que sí me gusta son las instructoras de canales fitness a los que me he afiliado para hacer cardio en ayunas después de leer la frase letal de Murakami. Pero un momento: ¿Acaso no hay autores como Vila-Matas que escriben mejor desde que han engordado? ¿Qué pasa con los pesos pesados de la literatura? La hipótesis Murakami tiene que ver con lo que creían los filósofos antiguos y practicaban los habitantes de Grecia que aprovecharon una guerra para inventarse las maratones: una mente equilibrada solo puede serlo en un cuerpo equilibrado. Para mantener su noción de equilibrio, Murakami hace 10 km de carrera al día desde que tenía 34 años. Ha competido en las principales carreras de resistencia del mundo y logró la proeza de hacer una crónica para una revista mientras hacía el recorrido de Maratón a la inversa. Cada día escribe diez páginas. A ese ritmo, indoblegable, puede conseguir en seis meses 1500 páginas. De las cuales en los siguientes meses del año depura la mitad, transforma partes a partir de consejos de su lector cero, la señora de Murakami, y algún empleado en edición de libros en las grandes casas editoras donde publica. Con esos editores siempre ha mantenido una relación de distancia japonesa. Acaso sea lo más japonés de Murakami, o lo único japonés que tenga, las estrictas limitaciones de su proxémica y de su kinésica, porque lo demás lo detesta, detesta el orden, los kimonos y samurais y todos las identidades de lo que debe ser la literatura japonesa, y la educación pública de su país capaz de dejar que un niño muera asfixiado por las puertas mecánicas de la escuela por llegar tan solo unos segundos tarde. Observa que la profesión de editor ha cesado y los que le han tocado a él son solo empleados de las trasnacionales del libro. Así que no confía mucho en su juicio de correctores de estilo literarios, pero no tolera que le señalen alguna cacofonía o densidad o blandura en un personaje porque enseguida tiene la manía de empezar a transformarlo. Alguien lo ha acusado alguna vez de que sus personajes eran muy “normales”. Entonces empezó a explorar anormalidades. Y así se solidificó una manera de hacer caracteres imprevisibles. El que haya soportado las primeras conferencias (el libro surgió a partir de siete conferencias dictadas sobre escritura en universidades norteamericanas que extendió a diez por el mismo sistema de correr una hora y escribir diez páginas al día) encontrará el secreto anhelado en el capítulo de los agentes literarios. Parece que no basta con escribir las diez páginas al día y correr los 20 kilómetros y vender 2000.000 de ejemplares en tu propio país si después de ese esfuerzo no buscas un agente literario que meta las manos al fuego por tu obra, que te consiga un contrato en inglés y la franquicia de publicar en una revista del prestigio de The New Yorker que te sitúa enseguida ante la élite cultural del mundo. El gran público está por fuera de tu patria. Porque nadie (colega) quiere a un superventas dentro de su propia frontera. Murakami está acabado, dice que decían los críticos tras la publicación de su tercera novela, en Japón. Murakami se agotó en sus temas occidentalizados, siguieron diciendo tras la publicación de la sexta. Murakami se repite, más o menos en la décima. Pero Murakami sigue corriendo todos los días desde hace 40 años. Murakami sigue escribiendo novelas de mil páginas que se venden como gaseosa. Murakami mantiene su marca sin acabarse de acabar. ¿Por qué razón? ¿Porque todo lo tiene cronometrado? El secreto está en este libro: porque es Murakami. Durante todo el libro toma la precaución de aclarar: esto me funcionó a mi, no significa que funcione para otros. Este es mi mundo, así que búscate el tuyo. Este es mi maratón. Este soy yo, sin límites, rompedor de marcas, así me fue a mí. No está nada mal que lo diga ahora que occidente también dice cada vez que lo postulan al Nobel y se lo dan a otros que han corrido menos, o que han cantado, que han escrito sin ficción, que Murakami debe estar revolcándose de envidia, que es el fin. Era necesario que lo dijera ahora que sigue publicando ficción y no ficción: que mostrara cómo funciona esa parte del mundo que desconocemos, la cadena comercial, y que determina lo que puede ser el sucedáneo de la suerte para el escritor que llegue a otras culturas distintas a la propia, el mercado. Está muy bien, pero a mí me gustaría una autobiografía de Murakami sobre lo que Murakami insiste en guardarse: desde el año cero hasta que empezó a escribir. Supongo que no había tanta disciplina entonces. Ni tanto orden. Dice que fundó el bar porque estaba cansado de ser empleado. Dice que cerró el bar porque estaba cansado de hacer lo mismo. Pero no dice a quién conoció en el bar, ni cómo se enamoró de la esposa que tiene desde los 26 (y ya sabemos el rol de las esposas en la carrera de ciertos escritores). Tal vez esos primeros treinta fueron iguales de tediosos a los de todo mundo. Pero supongo que se la pasó observando atentamente lo que hace funcionar al mundo, y de esas observaciones, de esa vida universitaria sin altibajos, de esa vida promiscua y un tanto apática, de esa inclinación a la melancolía, de esa manera singular de ver y de donde emergió el manantial de su escritura, no dice nada. Una novela puede ser escrita por cualquiera, pero la literatura solo puede llegar a ser tocada por cualquiera que sea un maestro del oficio: expresidiarios sin crimen como Félix Romeo, amas de casa como Lucía Berlín, vagabundos como Roberto Bolaño, obesos simpáticos como Osvaldo Soriano, o disciplinados atletas como Murakami han llegado a ese nivel de oficio. En la vida real todos deben pasar por el esfuerzo físico y mental de sentarse todos los días y pasar muchas, muchísimas horas, a solas, en una silla. Desde otra óptica, este es un libro de advertencias sobre la soledad y su relación con las palabras.

En Youtube: Entrevista a Murakami

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