En contra

Publicado el Daniel Ferreira

Esperanza de vida

El anciano enferma de neumonía. Lo llevan a urgencias y según el reconteo de saturación de oxígeno se encuentra por debajo del 90%, tan mal que los médicos, antes de intubarlo, sugieren a la familia que se despidan de él para siempre.

Ellos lo hace. En su casa que huele a tabaco y orín de gato, mientras dura la convalecencia en la unidad de cuidados intensivos, los hijos empiezan a sacar y deshacerse de los objetos del anciano.

Todo está tan viejo como el viejo. Así que tiran el sofá, la ropa, sillas de mimbre, lámparas con peana de terciopelo color vinotinto, porcelanas vencidas y amarillentas, cacerolas ahumadas, antigüedades que nadie considera poner entre las cosas modernas de sus respectivas casas, y en el reciclaje quedan finalmente las bolsas negras y el concierto de sillas, y todo lo que sus hijos previeron sería un embolate tras el fallecimiento inminente del jefe del clan.

Sólo que pasan los días y van llegando noticias de los estragos que la  enfermedad hace en el mundo y aumenta a casi mil muertos diarios los decesos en todo el país, y su pariente no muere. En cambio, a la tercera semana empieza a mejorar.

Los médicos lo cambian de la unidad de cuidados intensivos a una habitación normal de hospital porque consideran que tiene secuelas severas en la respiración pero ya no contagia el virus. De modo que, para sorpresa de sus parientes, el anciano ya puede recibir visitas.

En esos breves encuentros, pregunta todo el tiempo por sus cosas en casa, con especial insistencia en saber de sus gatos, el Pecoso y la Negra, y pide a sus hijos que les pongan agua a las millonarias y a los helechos, y sugiere que no le toquen nada, que no le cambien de puesto las cosas de su casa, porque no le gusta el desorden y después, cuando regrese,  va a buscar algo y a perder un montón de tiempo en encontrar dónde las guardaron. Habla de los planes que tiene para cuando vuelva a casa: quiere oír tangos y boleros de su colección de acetatos, hacer dulce de vitoria en cacerola, comer al fin algo que sepa a comida humana de sal porque está harto de la comida desabrida del hospital que considera más mortal que cualquier virus, se queja.

Todos se echan miradas refractarias ante esas proyecciones del padre, pero nadie sabe cómo explicarle que la mayoría de sus cosas ya no están en casa y que los animales fueron dados en adopción. Los hijos se miran como haciéndose señales con las cejas para invitarse a salir al ruedo. La menor capta el mensaje. Pide que salgan, porque va a ayudarlo a limpiarse con agua caliente. Mientras masajea su espalda con un trapo mojado, él de medio lado, ella de pie, la hija le limpia la espalda, ulcerada de permanecer acostado, y le dice con voz dulce pero sin rodeos que cuando salga ellos lo van a llevar a un lugar especial: se trata de una casa de reposo para abuelos que sobrevivieron al virus. Allí le harán terapias respiratorias para que ya no tenga que usar tanques de oxígeno y lo mantendrán en observación un tiempo más.

Al oír eso el anciano reniega del plan, refunfuña porque no quiere ir a una casa de viejos sino a su casa, si se pone bien podrá cuidarse solo, y si no mejora lo único que desea es morirse en su cama rodeado por sus cosas y sus gatos. La hija le toma la mano pálida cruzada de venas y cables, la acaricia y le explica por qué sería conveniente para él y para todos en la familia que acepte ingresar al asilo, ya que sus hijos trabajan y no pueden dejarlo solo en su casa por si necesita ayuda, en cambio en la casa de reposo tendrá cuidados paliativos todo el día. Lo ayuda a cerrarse la bata celeste y a asentarse de nuevo en la cama. Dice que él no necesita que dejen de hacer sus cosas por cuidarlo. Ella le dice con tono cariñoso: “Piénsalo, terco”, y se va.

El anciano lo piensa y acabará por aceptar el plan que trazaron sus hijos, pero solo se los informa de manera sorpresiva cuando sea dado de alta, unos días después mientras lo llevan en silla de ruedas hasta el carro. Lo hace, aclara, a condición de que sea sólo una estancia temporal mientras se restablezca su salud y pueda valerse por sí mismo como era la vida antes del virus.

Ya instalado en la nueva habitación muy blanca y con olor a pino, pide que le lleven al asilo cosas de su casa: unas piyamas, un traje, por si hay alguna ocasión elegante, un radio para mantenerse informado de cómo avanza la enfermedad por el mundo, zapatos, bata de salida de baño y pantuflas peludas.

Por suerte, algunas de sus prendas como la bata y las pantuflas peludas no las habían tirado, porque no sabían a quién podría interesarle algo tan anticuado. Así que el viejo queda instalado en el asilo y poco a poco hace amigos en el patio central donde se reúnen para tomar el sol o recibir visitas. Habla con las enfermeras animadamente y nota que sus hijos tan ocupados ahora lo visitan más que cuando estaba solo en su casa.

En otra visita, pide a sus hijos que lo dejen allí de manera definitiva. Le gusta incluso la comida, explica, y hace poco pidió dulce de vitoria y se lo prepararon bien, con panela y canela, como debe ser.

Es como vivir en un hotel, dice.

Y deja de preguntar por su casa y por sus gatos y por sus plantas.

Poco después, en la cama del asilo, el anciano muere.

(Se llama vejez. A veces se llega ahí con familia, a veces sin familia. A veces se necesita medicina costosa. A veces duele una cosa, a veces hay que hacer cirugías. Y aunque haya familia, no todos están preparados para saber cómo ser mejores personas, porque es más fácil ser hijo o nieto que una buena persona. A veces se cuenta con un ingreso, resultado de cotizar pensión durante los trabajos de la vida. A veces, aun habiendo trabajado cada día, no hay ingresos. A veces el dulce viejo o la dulce vieja no fueron tan dulces en la vida y solo les queda la caridad de alguna vecina o una orden religiosa caritativa. Pero aun habiendo apoyo o familia  no siempre los ayudantes pueden encontrar una solución que dignifique la vida en la vejez de sus parientes, o un sitio donde se pueda cuidar del que envejece. Entonces se requiere de alguna institución social o del Estado. Hace un siglo la vejez estaba fuera de la esperanza de vida en países industriales. La tecnología y los medicamentos prolongaron esa esperanza. Hoy hay países cuya población envejeció y recurren a la migración para mantener la fuerza de trabajo. En los asilos de los estados de bienestar del norte global dejaron morir a los ancianos enfermos por el virus que desató la pandemia de 2020, aunque se ha evitado abrir investigaciones a fondo sobre ello. En los países del sur global que no tenían estado de bienestar muchos murieron en el desamparo.  Se calcula que en 2070 Colombia tendrá 183 ancianos por cada 100 jóvenes, es decir que dos terceras partes de la población colombiana habrá envejecido. ¿Cómo puede el Estado garantizar una vejez digna a sus viejos ciudadanos?)

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