En contra

Publicado el Daniel Ferreira

El tatuaje de salamandra

El día que terminó el bachillerato, su padrastro le hizo la pregunta por la cual había estado pagando colegios y uniformes y útiles durante esos cinco años de vida juntos: ¿qué iba a hacer ahora para ganarse la vida por su propia cuenta?

La madre se apresuró a dejar de comer para contestar en su lugar:

-Va a hacer los exámenes para ingresar en la Armada.

-Pero si ahí solo aceptan hijos de ricos, con ojos azules y 1.90 de estatura.

Intentaba comerse las últimas cucharadas de un chocolate espeso en el desayuno. El hermanastro menor alzó la vista para fijarse en su reacción. De modo que el haber ganado tan fácilmente la atención de todos los presentes en la mesa lo empujó a abrir la boca para comentar sobre su propia vida, ente la figura autoritaria de aquel hombre de ojos nerviosos y mandíbulas de insecto que tenía siempre la crispación de los abstemios acorralados.

Hasta ese día había temido opinar frente a su padrastro porque conocía de sus arrebatos, réplicas mortales y objeciones inmediatas y la respuesta que tenía para todas las opiniones de la madre: que no había plata. Aún así había meses en que la objeción era verídica y la madre tenía que conseguir préstamos entre los tíos porque se había gastado todo el salario apostando en el casino Caribe y había perdido. Cuando sufría esas pérdidas súbitas se volvía irritable y estaba todo el día recriminando a su hijastro por asuntos pueriles como haber usado la bicicleta sin su permiso o por usar el televisor para conectar los juegos electrónicos.

Entonces advirtió que en ese desayuno se estaba decidiendo el resto de su vida, así que por primera vez bajó la cuchara y se mostró dispuesto a sostener la mirada y su propia opinión de la vida ante el padrastro:

-No, mamá. Quiero entrar en la escuela de hotelería.

El padrastro miró a la madre con ojos feroces, la madre miró al hijo menor y declinó hacia su propio plato y la tormenta doméstica estalló de nuevo.

No era posible haber invertido tanto par que ahora quisiera ser un cocinero (usó la palabra más ofensiva que encontró: “manteco”). Era preferible entrar al ejército o a la policía que ser un chef de cuarta categoría. Así como le habían “colaborado” para estudiar, estaba obligado a contribuir de vuelta a la economía familiar, máxime ahora que su madre estaba por su cuarto embarazo.

Fue el mismo sermón de siempre, con los habituales manotazos que hacían saltar los cubiertos en la mesa. Al día siguiente todo se había disuelto en el aire y la madre había logrado convencer al padrastro de reunir el dinero para cubrir el costo de los exámenes médicos y el proceso de admisión en la Armada.

El primer examen era visual. El segundo físico. El tercero de conocimientos. El cuarto citación a entrevista. Cada prueba era una categoría de descarte. Corría el rumor de que la Armada para un país sin amenaza naval era solo un trabajo simbólico para hijos de ricos convertidos en turistas del mar que solo eran solicitados como edecanes para las reinas de puerto. En el primer examen descartaron a la mitad de los aspirantes. Cada examen tenía un costo por separado y la madre volvió a solicitar ayuda del clan de tíos para poder pagarlos. En el examen de ojos salió bien librado con 20/20. Pero faltando un mes para el examen físico tuvo que confesar a la madre que a los dieciséis años un amigo le había tatuado en a piel del estómago una salamandra. La madre se apresuró a quitarle la camiseta y ver el curioso animal. Él se hizo a un lado. Ella se echó a llorar al sofá y le preguntó entre hipidos cómo fue capaz de hacerle una cosa así.

Él preguntó hacerle «a quién».

Ella se abalanzó percibiendo cinismo donde había inocencia, desgarró la tela y lo desvistió por la fuerza para confirmar el tatuaje azulado de diez centímetros que abarcaba los bíceps del lado derecho. Uno de los requisitos para el proceso de admisión en la Armada era no tener tatuajes en el cuerpo.

La primera idea que tuvo fue maquillar el tatuaje para el examen físico. La madre usó base color carmesí de la que se servía cada mañana para fijarse el maquillaje, pero a simple vista se notaba las patas oscuras de la salamandra sobre la piel. Se enfureció al notar el resultado y le pidió que desapareciera de su vista.

Él la oyó llorar esa noche en la terraza.  Luego oyó la voz del padrastro saludando al llegar y ella regresó a la primera planta donde estaba el comedor fingiendo tener un dolor de cabeza insoportable.

El examen físico se acercaba y había que realizar el pago. El padrastro le dio el dinero con el fin de que culminara el proceso.

Una semana después, la madre lo llevó a un edificio de vidrio donde se alojaba una clínica de estética clandestina. Pagó la consulta para un borrado láser del tatuaje de salamandra, pero le explicaron que solo podía realizarse en cuatro sesiones, una cada veinte días, y el costo del borrado total era superior al costo de todos los exámenes para ingresar en la Armada.

De camino a casa la madre hizo el cálculo de que había menos de veinte días para la siguiente prueba. Así que le dio un billete de veintemil y lo envió a la droguería más cercana por un tubo de mebucaína ya que ella misma estaba decidida a quitarle en casa el tatuaje con el cuchillo filoso de la cocina.

Ya en la droguería decidió consultar al farmaceuta que solía aplicar inyecciones en una camilla dispuesta tras una cortina de tela color  quirófano si era posible que le hiciera la intervención, y el farmaceuta, para su alivio, respondió que sí. Lo hizo seguir a la camilla y quitarse la camisa. Aplicó anestesia local y procedió a cortar el pellejo con un bisturí esterilizado. Luego cauterizó la carne viva y cubrió con mertiolate y gasa y esparadrapo. Le dio un sobre de antibióticos y las instrucciones suficientes para que él mismo se practicara las curaciones en casa.

La cicatriz se encarnó y duró dos semanas con fiebre, hasta que la piel herida empezó a secar. Sobre el estómago le quedaría a la larga una costra gruesa y queloide como una antigua quemadura.

Cuando tuvo que desvestirse ante el médico del hospital militar supo de forma intuitiva, acaso por la mirada escandalizada del médico sobre la costra espantosa, que toda la inversión familiar había sido un fracaso.

Decidió mentir a su madre y padrastro y fingir que había sido citado a la siguiente prueba y mantener el engaño hasta la entrevista con el Estado Mayor, donde les diría que fue rechazado.

Antes de finalizar aquel año, tuvo que incorporarse a la Policía para prestar el servicio militar. Allí conoció a la madre de su hijo. Ella fue la primera en acariciar aquella cicatriz de salamandra mientras él le iba contando la historia de su vida. Fue ella quien le aconsejó marcharse de la casa de su padrastro.

(Él decidió incorporarse a la escuela de cocina y cuatro años después, mientras tomaba un curso de inglés en Estados Unidos fue aceptado como chef en un barco que hacía viajes entre Hawaii y el mar de Corea. En la cubierta de ese barco se tomó la foto que le envió a su madre en la primera navidad en alta mar. En la foto está vestido de blanco. Se ha situado entre dos cañones y más atrás se ven dos baterías antiaéreas. En su rostro hay una sonrisa y una mirada deslumbrada por el sol diagonal. Pasaron muchas más historias que no quiso contarme por pudor, aunque la impresión que me daba es que solo intentaba proteger el recuerdo de su madre subestimando sus errores, como obligarse a ser madre en la cuarentena. Su medio hermano menor nació con hidrocefalia y murió dos años después. El padrastro recayó en el juego y apostó y perdió las escrituras de la casa y por eso tuvieron que dejar los tres pisos de ladrillo y pasarse a vivir un apartamento en arriendo.)

Imagen: Bruce Davidson, Magnum

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