En contra

Publicado el Daniel Ferreira

El Hambre, de Martín Caparrós

El Hambre. Martín Caparrós. Editorial Planeta. 610 pg. Crónica de libros.

El Hambre, Caparrós-Medicos sin fronteras-España

El Mecanismo

El Hambre de Martín Caparrós es una reportería de alcance mundial en que, a través de reportajes y crónicas y entrevistas hechas en África, Asia, Argentina, Estados Unidos, el cronista da cuenta (se da cuenta, nos damos, los lectores), de las diferentes vivencias de El Hambre universal.
Y de las paradojas de sus causas.
Y de la lucha por la vida.
Pero sin la suma de voces que da la dimensión global del relato, el levantamiento de datos y testimonios (en primera persona, de gente de diferentes culturas, etnias, nacionalidades, gente situada en todos los estratos de sus sociedades) sin este cruce de testimonios con estadísticas de un mundo contabilizado por los medidores de la globalización, sin la lectura crítica del efecto de esos datos y de esas cifras en la vida existencial y fáctica humana (el estómago de cada uno), el libro no surtiría el mismo efecto.
Y el efecto es la fibra que nos toca y lleva a la náusea, al cólico: una indignación progresiva, al comienzo violenta, luego cada vez más impotente, que fingimos cuando nos damos cuenta de que lo cotidiano es anómalo, que comprar un Iphone es esclavismo puro, que un obrero de la rusa (construcción) que compra en el supermercado de la esquina una revista como Shock es puro lujo eterno de Lipovetsky, que todo lo barato que comes está arruinando a un campesino en alguna parte del mundo. Esos, los hallazgos chocantes del lector, por la yuxtaposición de contradicciones que propone el cronista, se convierten en revelaciones y vergüenzas. Es el coro de voces enfrentado a la interpretación de datos de donde brota el efecto perturbador de este libro dialéctico.
De forma global todos los capítulos pretenden responder a una pregunta fundamental: ¿Cuál es el mecanismo que hace posible que exista Hambre en este mundo que lo tiene todo para todos? Y las derivadas: ¿Causas? ¿Culpables? ¿De dónde son? ¿Cómo es posible con la ciencia y técnica actuales, con las cifras de la riqueza actual, con la producción actual de alimentos el mundo deje (dejemos) pasar, o pasemos, hambre (a) más de mil millones de personas?

 

Los casos

Níger, en África: El hambre en Sahel, capital de Níger, proviene de muchos lados, del clima, de la escaza cosecha, de la falta de agua que mata a los animales, del endeudamiento del gobierno con los fondos de inversión, con el Banco Mundial por épocas de sequía. Mientras los préstamos son aprobados o desaprobados para empeñar más al país con deuda externa, los animales se concentran en los pozos de agua que se evaporan y los hospitales se llenan de niños desnutridos. El retrato de Níger es el de la desnutrición; fisiológicamente, aquí se explica de una forma obscena, directa, quirúrgica, qué es El Hambre. Qué es irse quedando en los huesos. Qué es sentir hambre hasta no sentirla más porque ya tu cuerpo deja de pertenecerte, está enajenado. Qué pasa cuando el cuerpo se devora a sí mismo. Allí una mujer explica a Caparrós la diferencia entre ricos y pobres con esta ecuación: unos trabajan con sus manos, otros con su plata. La paradoja es: el que más trabaja es el más pobre. Allí, en África, los hijos son la promesa del futuro: se tienen muchos para que alguno sobreviva y consiga alimentar a los demás. Allí el clima (cuya lucha determina según Caparrós el proceso civilizatorio) sigue matando a la gente (mientras el mismo verano agresivo en Estados Unidos solo sirva para cambiar aires acondicionados de los granjeros campiranos de las llanuras). Con ligeras variaciones, la lucha por la vida es igual en Malí y en Nigeria. Pero no igual a la vida agraria en Estados Unidos. Entonces vienen las cifras para contrastar los subsidios agrarios de los gobiernos, los grados de tecnificación de la tierra, con las cifras y con los destinos finales de las cosechas. En Níger se cultiva como hace cinco mil años, con la rueda del zodiaco, y se vive como hace diez mil, y la cosecha no alcanza. En Estados Unidos la técnica y los agroquímicos y los transgénicos produce comida de sobra que se usa para engordar cerdos.
Bien distinto, en su proceder, es El Hambre en Biraul. La cuarta parte de India. Allí coexiste una población que supera toda la suma de los que vivieron desde hace diez mil años hasta el siglo XX. Mil personas por kilómetro cuadrado en uno de los lugares más fértiles de la tierra, cuenta Caparrós. La mitad de esa sobrepoblación aguanta hambre.
Quedamos así, viendo distorsionado por el contraste atroz: mientras en una latitud se aguanta hambre porque no hay qué comer, en otra se aguanta porque no alcanza para que todos coman o porque alcanza pero no hay con qué comprar para comer mejor.
Hay varias digresiones que hace el cronista-historiador para examinar casos emblemáticos de hambrunas del pasado: el hambre de Ucrania por decisión de Stalin (nueve millones de muertos), el hambre de China comunista por omisión y entusiasmo de Mao (diez millones de muertos), el hambre industrial de Inglaterra como motor de la mano de obra victoriana (acaso una acumulación que disfrutarán los súbditos actuales, pero que fue algo contrario a la dicha del !salve a la reina! para los súbditos coloniales de la época). Como si cada modelo político y económico trajera incorporada a su artefacto, un dispositivo para provocar El Hambre. O como si El Hambre fuera otro elemento de control social.
También es posible, dice Caparrós, El Hambre en la prosperidad, viviendo en la cornucopia de la abundancia. Aquí, de forma paradójica, se traslada a las antípodas de India y observa (demuestra) que El Hambre de los pobres en Estados Unidos es rico en carbohidratos y azúcares. Las hamburguesas, los helados y los fritos en paquetes es la acomida más barata que se puede sufragar quien está en lo más bajo de la pirámide. El efecto no es el mismo: allí los niños no se devoran a sí mismos, sino que llegan a adultos, contraen diabetes o se les estalla el corazón. La obesidad es la enfermedad de los pobres en los países ricos. La obesidad como un resultado de satisfacer el hambre no saciada.
Otro caso, otra forma, de El hambre, está a unas cuadras de la casa de Caparrós en Buenos Aires. Es el caso de la gente que vive del basurero Ocho de mayo, deriva del José León Suárez (un saludo para Walsh). El hambre en Argentina, que vende su soya a los porcicultores chinos, puede rastrearse en el tipo de desperdicios de las capas sociales.
Y está el hambre en Sudán o en Madagascar que proviene de la guerra, o del control de usufructo de la tierra alquilada, cuando no vendida, a los extranjeros a cambio de deuda externa y tratados de libre comercio.
Los casos son más, muchos más, individualizados por crónicas de vida. Las voces de los protagonistas de El Hambre son metonimias: una cabeza (un estómago) valdrá por el hambre que pasan millones. Una historia por la historia de miles. El hambre del bebé desnutrido de Kadi que se llevará muerto a la espalda al concluir la entrevista. El hambre de Mai que no se pregunta por mañana, porque el hambre hay que saciarla hoy. El hambre de Rahmati que cambiaría si tuviera una vaca. El hambre urbana y de género en Geeta, que vivió en las calles de Bombay y dejaba de comer cuando era niña para que comieran los hombres de la casa. El hambre de Mohamed que pedalea un ricsha 50 kilómetros diarios a cambio de 2 dólares porque decidió abandonar su pueblo para vivir en su ciudad sublimada: Daca. El hambre de Abdel en Kamrangirchar que trabaja doce horas haciendo vasijas de plástico por un poco de arroz. El hambre de las obreras textiles de Bangladesh donde se hacen esas camisetas que usamos, esos zapatos que salen en los videos de MTV, esas miles de costuras que definen el diseño de nuestro bluyines y chalecos y chales de Zara’s (Fallabella) cuyo salario se paga a 40 dólares el mes. El hambre de los chinos que son esclavos de un rico y aspiran a ser ricos también emulando los mismos métodos de inversión con que han sido esclavizados. El hambre de Fatema que lleva años sin comer lo que más le gusta, bolas de masapán, y que trabaja la mitad de su vida en una fábrica y su única felicidad consiste en recordar las horas de amor que pasó con su marido muerto. (20.000 millones de dólares en exportaciones. 4 millones de obreros. 90% mujeres: Bangladesh). El hambre insaciable de Dick, en Chicago, que come macarrones con queso y panes en un hogar del Ejército de Salvación. Comer harina de caridad le permite mantenerse gordo. El hambre saciada con dosis adictivas de carbohidratos de 25 millones de diabéticos. La mayoría son pobres en un país rico. Sicofantes de la obesidad, porque la venenosa comida barata es la única que se puede sufragar. Para ellos, saciar el hambre es no terminar nunca de saciarla. En cambio el hambre de Lorena, o de Nohelia, o de César, o de la Flaca, en el barrio Ocho de mayo de Buenos Aires, que es una montaña de basura, se sacia con los desperdicios y los alimentos vencidos y desechados por la otra parte de la sociedad. El hambre de Saratou, que se pone feliz con la cabra que le regala Caparrós, a cambio de un plato decorado, es solo un salvavidas que cuesta lo mismo que los dos cruasanes que el cronista comerá en París después, y le servirá para saciarse con un poco de leche (la misma que no producen sus tetas y por eso no puede alimentar a su bebé que se está muriendo).
Muchos casos. Tantas historias que no se parecen a casi nada, pero que se parecen a tantas otras. Todas compuestas por una cadena de injusticias, o de justicia implacable: estas contradicciones que demuestran lo que está al lado de casi todos pero que casi no vemos cuando no es la nuestra: El Hambre de los demás.

 

Eufemismos, estadísticas y diccionario del diablo

En el diccionario del diablo que es la broma estadística de los que gobiernan el mundo, el hambre se define como “inseguridad alimentaria”. Las cifras son: 1400 millones de personas padecen hambre y acaso van a morir por enfermedades causadas por las derivaciones fisiológicas del hambre: la desnutrición, la inanición, la obesidad. Uno (y medio) de cada siete. O dos para redondear porque la cifra sigue aumentando cada día. Contra esta “inseguridad alimentaria” se lucha. ¿Cómo se lucha? Con partidas millonarias que son limosnas millonarias de los países que consumen la mayor parte de las materias primas (los poderes que usufructan todo el esclavismo de la tierra y sus delegados). ¿Quiénes luchan? La organización de las naciones. Médicos sin frontera, Fao, Estados Unidos, Francia, Unicef, OMS, Bill Gates, Slim, G8, Brics (Brasil, Rusia, India, China, Sudáfrica). La dimensión real de la limosna llamada “ayuda humanitaria” sirve como placebos para aligerar los cargos de conciencia de los poderosos. Asistir pero no cambiar el orden que provoca la hambruna generalizada, mantiene limpia la conciencia y mantiene la jerarquía, el orden planetario.
A continuación, algunos de los eufemismos de ese diccionario del diablo que Caparrós ha bautizado como lenguaje internacional del humanitarismo, o “burocratés”:
“Umbral de la extrema” (salir del,): Falsas reducciones de la miseria.
“Tercer mundo, primer mundo”: delimitación de las fronteras económicas del mundo real.
“Ayuda humanitaria”: donaciones cuyo 70% debe transportarse por ley en la flota mercante norteamericana (que se queda con el 40 % de las donaciones (992.000 millones de dólares).
“Clientelismo”: repartir parte de la riqueza nacional en pequeñas dosis de limosnas para postergar y contener los estallidos sociales.
“Inclusión”: donde la quinta parte de la población del mundo sobra, donde los hambrientos son «desechables», no hacen falta ni como operarios, ni como mano de obra, ni como carne de cañón, bella forma de decir te incluimos excluyéndote entre los desposeídos del mundo.
“Matiz”: variable en los medidores estadísticos de la pobreza cuyo cambio sutil en número afecta el estómago o significa la muerte de millones de hambrientos.
“Comida”: contiene varios significados. Actualmente es una forma más de la especulación financiera donde lo que se compra y vende son las hipótesis de las cosechas y no las cosechas mismas. De forma existencial se refiere expresamente a dos clases: la de los que son ricos y la de los que no lo son.
“Asistencialismo”: dar miserias a los pobres a cambio de no verlos; usarlos para canalizar recursos a cambio de no ayudarlos a usar herramientas jurídicas o políticas o activistas que les permitan cambiar su realidad material.
“Basurar”: producir basura. Y vivir de lo que se escarba en la basura.
“Basura”: prescindir de los bienes que otros necesitan (la mitad de comida que el mundo produce no se come, se tira).
“Desigualdad”: la repartición de la riqueza en desiguales proporciones.
“70 millones”: el número de ricos.
“33.000 millones”: de dólares, se entiende, que es la cifra que habría que destinar (¿constantemente?) para erradicar el hambre actual del mundo. (La misma cifra de utilidades que produce la industria cosmética).
“99%”: la concentración de la riqueza la disfruta el 1% de la población, que no somos el 99% ( Caparrós cita a Stiglitz).
“Mercado”: regulación de precios.
“Desarrollo”: acumulación de la riqueza.
“Subdesarrollo”: concentración de la pobreza.
(Más de este idioma en el capítulo: Del Hambre, la desigualdad, 4)

 

El progreso y otros chistes negros

A groso modo (no puede ser de otra para resumir las ideas –una por cada línea- que contiene este alegato de 600 páginas) los temas examinados, cuestionados y destruidos son: sobrepoblación, sobreproducción, consumo, abismos de clase, repartición de la riqueza, apropiación de la tierra, manipulación de los gobiernos, especulación financiera. De la suma de estos factores resultan las causas de El Hambre. En esta exposición están los orígenes y la explicación de que hoy haya tanta comida como para alimentar siete veces la población actual y que a la larga la mitad viva en la pobreza y la tercera parte de los que viven en la pobreza morirán de inanición o de enfermedades derivadas del Hambre.
Una de las hipótesis es el desastre social de El Hambre humana se debe al progreso humano. Pero si la culpa no se puede echar sobre los hombros del desarrollo técnico, porque los transgénicos, los agroquímicos y las máquinas (alienaciones del capitalismo aparte) permiten (aquí saludo para los ambientalistas) que la agricultura produzca diez veces lo que la misma tierra y los rudimentos permitían en otras edades, entonces será otra pieza la que falla en la cadena e impide que la producción hecha con esta técnica, con estos químicos, con estas “mejoras” genéticas, sea usada para cubrir las necesidades básicas alimentarias de la gente de esta época.
Para observar de cerca el mercado “libre”, Caparrós asiste a la bolsa de Chicago para conversar con los responsables de los Fondos de Inversión de alimentos. Son los tipos que deciden en un almuerzo el precio de lo que te comas al día siguiente al desayuno (si desayunas cereal, o pan Bimbo, o tortillas de trigo norteamericano en lugar de tortilla mexicana, o leche importada, o café vietnamita). La paradoja mayor aquí es la perfecta ignorancia del efecto final de la cadena de inversiones entre quienes especulan con nuestro estómago: ellos dicen comprar una cosecha hipotética que acaecerá dentro de tres años. Luego la revenderán por un precio ligeramente superior al que la compraron, esto a otro inversor interesado en venderla por un precio ligeramente superior (que varía si se acerca un huracán o una guerra o hay una súbita demanda mayor de los porcicultores chinos), y estos nuevos dueños la venden a su vez a otro inversor que se aventure a comprar la hipotética cosecha que estará (es hipótesis) subiendo y bajando en las cifras de la bolsa de valores en los tres años que faltan para que las plantas crezcan, florezcan y los granos existan (a los productores se les dio un anticipo estimado a modo de préstamo sobre la cosecha del futuro). Para ellos esto cambia toda la dinámica del mercado de la comida. Mejora el costo económico de producción y regula los precios al evitar que todo esté en manos de un solo dueño, de un solo especulador. Al final de la cadena de especulación colectiva, el precio de las cosas mejora, pero el que no pueda pagar el valor agregado al producto, que aguante. Hambre.
Parecería que el libro de Caparrós es la historia de la miseria. Pero el trasfondo es la historia de la acumulación de la riqueza, de la inversión de esta acumulación y de su efecto sobre la humanidad. Nos dicen que el mercado es global, pero no nos dicen que es único, y que lo dominan los cuatro socios capitalistas que endeudan gobiernos para dominar, para controlar la soberanía, la tierra, el consumo; los mismos que compran ejércitos privados como Monsanto, o los presidentes dueños de petroleras que declaran guerras por la seguridad nacional de sus ciudadanos y en realidad van por petróleo. Nos dicen que la falta de comida no es causa del hambre sino la falta de dinero para acceder a la comida o a la forma de producirla, así que ellos no son los culpables sino la pobreza de los demás (provocada por sus riquezas).

 

Voces de la tribu

Si entras deprimido a un almacén de baratijas y sales feliz con un buda hecho en icopor derretido, es porque la felicidad está muy sobrevalorada o porque te falta mucha autoestima. Yo pensaba que mi felicidad era un montón de baratijas chinas y amigos hasta que descubrí en el centro de Bogotá los saldos de la librería La Central de Madrid con todo a dos dólares y el Bodhisattva ilustrado de los almacenes hindúes.
Resulta un poco obsceno leer este libro por las mañanas (lo leí en un mes largo) y desayunar waffles prefabricados y bañados en miel de arce y cereal (desayuno frugal donde casi todos los ingredientes son importados, hasta el café seudocolombiano viene de Vietnam). También es medio obsceno descubrirse llevando zapatos Nike o Converse y abrigarse con un chaleco de Zara’s comprado en Falabella o una camisilla térmica que mi compañera de hogar sugirió haber sustraído del ropero de alguna amante, o tener un Ipad, o cualquier teléfono de alta gama elaborado por ensambladores esclavos de China, niños Surcoreanos o costureras de Bangladesh.
Esto, claro, leer esto, este libro y conmoverte, es una forma de fingir que te importa el origen de la miseria, el origen de las cosas que te rodean, y las ciudades llenas de proletariado industrial.
O mejor: leer El Hambre y descubrir poco a poco que todo lo que nos rodea nos hace culpable del hambre de otros, de ahí proviene este pudor, esta vergüenza.
Acaso te alivie saber que también puedo ser yo el esclavo que proporciona con su (mi) fuerza de trabajo la felicidad de alguien en algún lugar del mundo.
Esto, claro, es solo hipótesis: imagino que trabajo en una fábrica de baratijas chinas por cuatro dólares al día. Pienso en qué me haría feliz. Imagino que mi felicidad de esclavo industrial está en algo, poseer un objeto, que proviene del país de al lado, de Sur Corea. Supongamos que me ahorro la tercera parte de mi sueldo de hambre para adquirir un Iphone y escuchar música mientras atravieso la cortina espesa de smog en Beijín. Que eso me hace dichoso.
¿Cambiaría esa dicha por saber de dónde proviene esa felicidad con batería y cámara de alta definición?
La felicidad en esta casa, en la que vivo y escribo, está compuesta de baratijas chinas. Y de libros. A este complejo de culpa como iniciado en la indignación global (aquel que empieza a hacerse preguntas que le hacen tambalear sus propios consumos), a estas suposiciones y cargps de conciencia, Caparrós las llama “Voces de la tribu”. Son voces de desconcierto, casi todas. Voces que fingen que les (nos) importa las cadenas de explotación, las cadenas de esclavismo, la pobreza de los demás, El Hambre.
Casi todo lo que nos rodea, casi todo lo que comemos, casi todo lo que creemos poseer, tiene origen en el hambre de otro.
Lo que hace que sea soportable, es que desconocemos toda la cadena, del valor, de la producción, del efecto.
Desconocerlo es lo que nos hace vivir tranquilos. Sin culpa.
Y tan humanos.

 

Visiones de la miseria humana

Aun así, viajar para ver el hambre de los demás es como estudiar sicología para sicoanalizar a tu mamá. Como ligarte las trompas para adoptar siete niños de todas las razas. Como aprender a pilotear aviones para suicidarte con todos los pasajeros dentro: un trabajo de romanos con un fin absurdo; ir demasiado lejos para encontrar algo que puede estar perfectamente a la vuelta de tu casa, o en el supermercado de la esquina. Puede que, al final, El Hambre, o lo que te haya movido a emprender el viaje para ver el hambre de los demás, resulte no significar eso que creías, o ser vano esfuerzo.
Coincidió mi lectura de El Hambre con la correspondencia de Alexandra David Neel a la India a comienzos del siglo XX. Si viajas para desentrañar la pobreza la verás en todo. David Neel, fue a la India hace cien años para investigar sobre los orígenes del budismo. Ella también vio la pobreza de la época, pero para ella, para la gente con la que habló, la pobreza no tiene el mismo sentido. Es una de las diez mil cosas del hinduismo. La gente se muere de hambre a consecuencia de lo que hacen otras gentes, es la observación de David Neel. Y es lo mismo que observa Caparrós un siglo después, solo que a Caparrós no le cabe.
El Hambre que observa David Neel es transitoria, solo una parte de la vida, de las vidas, y en cambio El Hambre que señala Caparros parece permanente, estática, inamovible, monolítica.
Hace unos años mi amiga Litos le dijo a un chirrete del centro de Bogotá que debía ser muy difícil vivir en la calle como él, pero el chirrete sonrió, se quedó mirándola con sus ojos hepatíticos y respondió: “lo difícil no es vivir en la calle; lo difícil es: vivir”.
A secas. La vida no es solo buscar con qué comer.
Pero también es eso: necesidad de comer y no poder.

 

Conclusiones

El problema de pensar planetariamente las soluciones es que deja de lado la forma de buscar una solución individual, o local. Caparrós hace su “propuesta” al final del libro. La propuesta incluye la vía política, pero la vía política no funciona porque al mundo lo mueve el mercado y no la política (lo ha demostrado en las quinientas cincuenta páginas anteriores), o es la política de los dueños del mercado la que impone la política a los demás países que son sus despensas.
Caparrós se muestra como alguien tocado por estos temas, alguien que siempre ha tenido la secreta pretensión de cambiar las condiciones materiales de su sociedad, con ideas, con propuestas, con salidas que incluyen un censo, que incluyen una valoración de los problemas para pensarse las soluciones.
A esas alternativas les veo al menos dos problemas: son soluciones para el futuro y no para el presente, y la vía individual y local ha quedado desechada. La propuesta Caparrós es no conformarse, oponerse, reaccionar, exigir cambios de estructura, no placebos.
Cada época es pensada por sus contemporáneos (los que están vivos en determinada época) con sus problemas y soluciones. En Años Inolvidables, el magnífico libro de viajes por Irán y Georgia y África de John Dos Passos, narra su paso por la república de Trascaucasia. Allí se encuentra con una comunidad, los torasiví, adeptos al comunismo que acababan de derrotar, con el ejército rojo, a los burzoi, soldados de Georgia. Dos Passos comprende entre ellos dos dimensiones de la vida: por un lado imagina el mundo revolucionado, colectivizado, que es el mundo visto con el entusiasmo de sus anfitriones, y por otro describe que ese entusiasmo del pasado (porque está narrando los viajes desde el futuro) que ese entusiasmo suyo fue entonces un error de perspectiva. Más o menos dice esto: “Las casas que vi habían sido saqueadas. No quedaba rastro de los muebles. Di mucha importancia a la teoría de que la revolución había librado a la humanidad de la tiranía de las cosas. Personalmente, había decidido ya mucho antes desembarazarme de todas mis posesiones. Tardé años en aprender que cuando un hombre pierde lo que le pertenece, pierde también su libertad.” Más adelante agrega: “Encontré apasionante la conversación con los Tovarishí que sabían unas pocas palabras de francés, de italiano o de alemán. Estaban todavía en el primer entusiasmo de la experiencia comunista. Era una nueva vida. La sociedad tenía que ser cooperativa como una colmena, comme les Abeilles, die biene. Todo el mundo hablaba de las abejas. Estaban poniendo los cimientos: alimentos y escuelas, paz y libertad para todos, excepto para los malditos burzoi que les causaban tantas dificultades. En el verano de 1921 hubiera sido difícil encontrar un solo excombatiente que no estuviera de acuerdo con aquel programa.” [Seix Barral-Oveja Negra 1984]
El feudalismo, el comunismo, el industrialismo alguna vez parecieron ser la solución, pero después, las generaciones venideras las verían como el origen de los problemas del pasado arrojados sobre el presente que era el futuro.
John Berger en ese bello libro titulado Puerca Tierra ofrece esta vía: la resistencia de la clase campesina, que fue la única autosuficiente en otras edades. Hoy está a punto de desaparecer, la figura del campesino, que era la base de la pirámide de clases que nos enseñaban en todas las escuelas del mundo para que nos quedara claro dónde estábamos parados en la distribución del placer y el consumo y el trabajo (y están amenazados por la tecnificación agraria que simplifica la mano de obra humana, por monocultivos que extorsionan los suelos y que generalmente ocupan las tierras más fértiles y pertenecen a un dueño -que es un país extranjero- y la concentración de la población urbana del mundo). Mantenerse en ese pequeño reducto, o movilizarse a él, ese sueño de jipis bucólicos, o resistirse a la tentación de ocupar un espacio en la megalópolis moderna, para hacerse autosuficiente, para producir para el consumo doméstico, es la alternativa Berger.

 

Omisiones

Una omisión notable del libro a mi juicio tiene que ver con la educación. ¿Hay ascenso social con la educación? ¿Estudiar hace la diferencia entre quedarse siendo pobre o modificar ese condicionamiento? ¿Según la sociedad? En los países donde estuvo Caparrós, en los sectores donde entrevistó a sus protagonistas de El Hambre, parece que hay un determinismo: naces pobre y sigues pobre y heredarás pobreza. Examinar el modo en que alguien que tenía todas las condiciones para continuar en la tradicional miseria familiar la transforma por la educación, podría ser una inversión de la pobreza, ese determinismo de El Hambre.
(Y sin embargo las estadísticas y la realidad dicen que no: no se necesitan personas formadas. Con las que hay, sobran. Ciudades llenas de proletariado industrial, intelectual, con hileras de desempleados que saben lo mismo para los que no hay trabajo. El desarrollo técnico destruye el trabajo y crea simulacros de empleo, y en el mejor de los casos la educación es otro fondo de inversión, otro negocio).
Otra omisión es el modelo de ciudad como fracaso humano.
Otra es que dedica un capítulo (Brindavan) a demostrar que en la historia de la producción agrícola y los cambios de consumo de la humanidad Monsanto es la expresión más alta de los avances de la agricultura humana porque la modificación de las semillas en semilleros transgénicos y los fertilizantes aumentaron las producciones por hectárea a niveles exponenciales capaces de cubrir toda las necesidades en menos tierra, y aunque Caparrós cuestiona el sistema de monopolio de patentes derivado de esta milagrosa empresa, omite información sobre el efecto biológico de las modificaciones genéticas que erosionan la tierra, que esterilizan las demás plantas. (Si se supone que la tecnificación aumentará exponencialmente con la humanidad, porque las técnicas también evolucionan, y aunque aún haya pasado la prueba de un siglo de intervenciones sobre los suelos, ya hay tierras arruinadas por los monocultivos).

 

La tienda de mi esquina

Pienso soluciones. ¿Para mi vida? ¿Para la de mi familia? ¿Para mi sociedad? ¿Para la humanidad? Delimitémonos a nuestras miserables existencias. La única forma de liberarse de la opresión económica es no cooperar con la cadena: ni con el mercado, ni con el consumo, ni la producción; ni regalar mi trabajo aunque tenga que aceptar el hambre por dignidad, ni comprar lo importado (y sabotear todo lo demás). Entonces voy a la tienda de la esquina para ver cómo empezar. Observo. Hace veinte cinco años (ya puede recordar por generaciones) en la tienda del barrio se conseguía Quipitos, Costeñita, Salchichón Zenú, Papel higiénico Familia, Clubsoda, Clubsocial, dulces de pastilla, de arroz, cocadas, plátano, arepa de maíz pelao, tamales, papa, gaseosas Hipinto, Ron Napoleón, Brandy Domeq, Cigarrillos Pielroja vino quinado Sanzón, Chocorramos, Vikingos. En la misma tienda, hoy, se consigue pan Bimbo, papel Scott, galletas importadas de varias marcas, Lacto-suero en lugar de leche, Doritos y otros paquetes, Cerveza Club Colombia, cigarrillos Cool, Belmont, Whisky Oldpar, Salchichón Salsán, gaseosas, paquetes de papas peladas y cortadas y listas para fritar, aceite por cucharadas, cojines de champú, comida y tierra para gatos, vino Dubonet, Manichewitz, etc. Podría verse toda una época por el tipo de empaques de sus tiendas. O por la existencia o inexistencia de las tiendas de barrio. Ahora entro al supermercado de cadena, que está comprando las tiendas de barrio para poner surtidores exprés de gaseosas y papel higiénico. A observar. En la caja, un muchacho vestido con ropa de trabajo, manchas de grasa, zapatos de cuero gastado, compra cigarrillos y toma una revista Shock. ¿Para qué le sirve comprar la revista Shock a un man que trabaja en un taller de mecánica, una revista que le habla de cosas que no tiene, que lo antoja, que le muestra una cara de la belleza inalcanzable? ¿Para qué compro yo lo que compro, esos tomates secos, esa botella de aceite de olivas? ¿La revista Arcadia? ¿Este libro?
En alguna entrevista Caparrós dijo que comprar un Iphone es violencia. A la luz de este libro se entiende ese sarcasmo que enamora. Pero si compro un Iphone no estoy pensando en quién se muere de hambre, sino en la funcionalidad de esa cámara que me permitiría hacer películas o cortos cinematográficos en video en pequeños formatos para el medio digital, etc.
Entonces. ¿Qué hacer? ¿Cómo oponerse? ¿Cómo no participar de la cadena absurda del valor agregado de casi todas las cosas si para eso habría que estar desnudo, cultivar tu propia huerta, fabricar tus muebles, ordeñar tu vaca?
¿Hay una forma de hacer que el valor de las cosas sea el justo? ¿Que la vida sea justa?
Una elección, en una compra, también es una elección política.
Y es justicia.
La liberación personal también es una liberación colectiva.
¿Qué puedes hacer tú?

 

Acusadores de la humanidad

Caparrós queda situado con esta obra exhaustiva en el primer reglón de los acusadores de la humanidad. Un lugar que ya han ocupado Thomas Bernhard, John Berger, Sartre, Vasili Grossman, Céline, Karl Kraus, Dalton Trumbo, John Reed, Henry Mencken (en el siglo XX), pero que antes fue ocupado por Swift, Marx, Moro, Shakespeare, Víctor Hugo, Diógenes. Gente que ha filtrado las metáforas de una época y las ha convertido en un texto implacable de los actos de seres humanos contra los de su propia especie. Un recordatorio para amnesia global: pudimos luchar contra el hambre, la nuestra, la de aquellos que vendrán, y no lo hicimos.

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Nota: la única falla editorial que tiene el libro es la falta de un diccionario del diablo como índice onomástico, aunque sea de eufemismos y protagonistas que permita volver sobre categorías, cifras, detalles. Es un libro vasto que invita al regreso. Clásico ya de la no ficción. De inicios de siglo.

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