Sobre los escritos de Gabriel Ángel, cronista de las Farc.
Hay un buen cronista de guerra en Colombia pero es de los chicos malos. Firma con el nombre Gabriel Ángel y pertenece al bloque oriental de las Farc. Publica sus crónicas en la página oficial de esa guerrilla (página horrible con sonidos bélicos de fondo que amedrentan y producen estupor y la sensación de estar conspirando en línea). Si dijera que escribe como John Reed, a algunos les parecería un exabrupto. Tal vez habría que decir que en las narraciones hay tantas ideas como metáforas, tan exactas descripciones medidas como diálogos contenidos. Sus crónicas tienen la viveza de un cuadro impresionista, y utiliza digresiones que se expanden en narraciones paralelas, narradas en contrapunto, cada una con juegos de escenas que avanzan en tiempos distintos. En su voz narrativa, se adivina un observador detallista que registra el ambiente y busca correspondencias sicológicas derivadas en las personas, y también apela a especulaciones del carácter para desentrañar las intenciones ocultas de las palabras que dicen sus entrevistados (que son guerrilleros).
Sé que de poco serviría seguir buscando correspondencias entre un cronista consagrado y un cronista que es buscado por subversión. Para muchos, el solo hecho de que sea miembro de la guerrilla, invalida, en estos tiempos de guerra, su escritura (y la información que contiene y la importancia que representa para reconstruir el cuadro completo de nuestra cincuentena sangrienta). Hace poco, el novelista colombiano Roberto Burgos Cantor singularizó la postura de los periodistas jóvenes que se reivindican como Nuevos Cronistas de Indias. El novelista llamaba a recordar que justamente uno de los pesos aplastantes para construir una identidad de América fue la realidad enmascarada por el asombro y la ignorancia de los curas que hacían la descripción catastral y demencial en los primeros años de la conquista (esos a quienes llamamos Cronistas de Indias). La distorsión surgía de imaginar el mundo como ellos lo veían para narrarlo a los reyes y a su congéneres, desde la exuberancia y la maravilla. Los primeros Cronistas de Indias relacionaban cada mito indígena y cada animal desconocido con las mitologías y categorías del viejo mundo: así, donde veían un manatí, conseguían ver sirenas, donde las mujeres salían con lanzas y flechas a defender sus aldeas del invasor, veían Amazonas. Con el arribo de los naturalistas y botánicos de América (Humboldt, Codazzi, Bonpland, Mutis) se empieza a desmontar la realidad desde la clasificación botánica y geográfica para un enfoque científico, pero esto agrega otra distorsión a la identidad porque se hace desde el eurocentrismo, que provoca una tendencia a la exclusión y al menosprecio de pueblos considerados “primitivos” y sumidos en el atraso (y útiles en la medida que contribuyan como fuerza bruta y materia prima al desarrollo de la metrópoli europea). Aunque la observación del novelista colombiano pueda ser controvertible en algunas categorías (no todos los cronistas narraron desde el asombro: Las Casas, Díaz del Castillo, Guaman), una pregunta que surge de esa objeción puede ser pertinente para cuestionar la narración periodística que se hace del presente: hay que reescribir el mundo y la historia de América desde todas las ópticas, desde la naturaleza real del continente, desde la complejidad y vivencia de sus habitantes, desde todas las voces que surgen en sus conflictos sociales.
Por eso, si los cronistas pretenden dar una interpretación de este mundo, o de la guerra, no puede ser desde el asombro, ni desde la especulación de los cronistas de indias. Hay que hacerlo desde el testimonio, desde la investigación y el cruce de saberes. No se puede seguir exotizando y museificando la cultura y la realidad, o convalidar solo “fuentes oficiales”. No podemos pensar que hay fuentes válidas y otras moralmente inválidas.
Antes de comentar una crónica del guerrillero y escritor Gabriel Ángel, tratemos de singularizar al cronista: la diferencia entre Gabriel Ángel y otros narradores de la guerra colombiana, pongamos por caso a una de las últimas con un trabajo notable, Juanita León (ya que los corresponsales extranjeros han escrito poco que valga la pena sobre el conflicto, y los domésticos como Alfredo Molano, tal vez cansado de las amenazas o fatigado de la barbarie monótona, escribe sus textos actuales desde la sala confortable de su casa, y el formato televisión de Hollman Morris sigue sin una distribución masiva) es que cronistas como Juanita León respaldan sus textos en la voz de los coroneles y generales de las brigadas y en las voces de los desertores, mientras que Gabriel Ángel ha tenido por fuentes sólo a los guerrilleros. Las dos posturas tienen el mismo sesgo si se trata de aplicarles una de las aspiraciones del periodismo que se ha convertido en sofisma: la objetividad. Pero el hecho de no poder cruzar las dos posturas de los contendores de una guerra se explica por las circunstancias en que tuvieron que escribir los dos: Juanita León escribió su reportaje notable sobre la expulsión de las Farc de Cundinamarca (El cerco de Bogotá) detrás de la línea de fuego (y desde los helicópteros y desde las guarniciones), mientras Gabriel Ángel, guerrillero, escribió la crónica sobre los últimos días de El Mono Jojoy (Tres días con el Mono Jojoy en el sur del país en medio de la Operación Patriota) desde la trinchera. Para ambos no existe la versión del contrario.
La diferencia fundamental entre Gabriel Ángel y otros cronistas es también el medio en que aparecen las crónicas, y que legitima o rechaza la validez de los textos: la crónica de Juanita León está disponible en El Malpensante (una seria revista de intelectualidad bogotana), y la de Gabriel Ángel en la página web de la guerrilla. Esto significa que el medio sigue siendo el mensaje. Visto en escorzo, unas décadas bastarán para cambiar la mirada sobre textos que hoy son tenidos como propaganda y no como fuentes directas de un bando sobre el que hay más oscuridad que explicaciones y certezas.
Otra diferencia que caracteriza y marca con hierro candente todo lo que haya escrito hasta hoy Gabriel Ángel es que el autor tiene orden de captura (Juanita León, otra vez para contrastar, es una respetada periodista dedicada a la edición para el medio digital.)
La última diferencia es la que compete a la parcialidad o imparcialidad en la mirada del cronista. La comentaré al final.
La crónica sobre los últimos días de El Mono Jojoy, que acabo de leer, es excepcional por estas razones: plasma el ambiente de los campamentos guerrilleros, describe con detallismo sugestivo la tensión que produce sobre la guerrilla los bombardeos del ejército, disgrega recuerdos personales del cronista con diálogos significativos entre sobrestantes y guerrilleros rasos, dosifica y distribuye las escenas a lo largo del desplazamiento físico que tiene el narrador en las dos ocasiones que se entrevista con el personaje principal de su relato (los campamentos que comandaba Jorge Briceño, alias “El Mono Jojoy”.) El pretexto de esos dos desplazamientos permite al cronista develar un mundo al interior más desconocido de las Farc. La crónica de Gabriel Ángel sobre los últimos días de ese jefe guerrillero funciona estilísticamente porque, al eludir el relato descriptivo de la guerra para centrarse en la vivencia cotidiana de un espacio asediado por la guerra, la narración permite al desinformado lector inferir al menos algunas causas profundas que explican la prolongación de la guerra guerrillera de Colombia por cincuenta años: por un lado, la densidad de las estructuras militares en que se organizó la guerrilla, y por otro la complejidad de las redes de sociabilidad que han hecho de la guerrilla no un ejército en armas sino una organización de lazos solidarios (cuasi-familiares) en armas. Lo explico: el ejército guerrillero parece según las crónicas, un ejército mixto: hay mujeres revueltas con hombres, hay celebración, hay vida social y hay guerra. Es algo que suelen pasar por alto aquellos que opinan en prensa y pretenden hacer análisis diario de la guerra en Colombia y el de una guerrilla desvertebrada: la guerrilla no está conformada solo por un ejército. La guerrilla, su cohesión, su duración, se basa en el hecho de haber trasladado la familia nuclear a la guerra (las causas para esta evolución habría que entenderlas con una historiografía muy documentada sobre los cincuenta años o más que dure el conflicto, y para esto servirán entre otros trabajos, las crónicas de Gabriel Angel), y eso no se podía combatir con balas y bombas de mil libras. Dentro de la guerrilla que se percibe en estas crónicas, hay una vida social paralela a la civil, con más precariedad, con más falencias, con el asedio omnipresente de la muerte, pero con una cotidianidad vital que hace natural la guerra para aquellos que nacieron en las periferias del país y siguieron engrosando sus filas. La guerra para el guerrillero (oh, sorpresa, también para el soldado, también para el paramilitar, también para el sicario) es una fuente de trabajo. La guerra en Colombia es una forma de ganarse la vida. La guerra es una forma de socializar en un mundo donde la comunidad está organizada alrededor de una estructura militar.
Por supuesto, la figura del cronista, ha tomado abiertamente partido por un bando, y eso pone en juicio una regla ética del periodista: la de la supuesta neutralidad que hay que exigírsele a quien narra una guerra. Esta creencia es una consecuencia de la profesionalización de los cronistas modernos. Ni el fotógrafo Capa, ni Hemingway, ni Reed, ni Larisa Reisner, ni Vasili Grossman, ni Martin Luis Guzman, ni Lawrence de Arabia (y según los últimos chismes de la farándula periodística Kapuściński fue un espía soviético mientras hacía sus reportajes), creían que el periodista era imparcial. Ellos, los mejores cronistas de guerra que ha tenido el mundo, no eran imparciales. Capa y Hemingway estaban de parte de los republicanos en la guerra civil española. Reed y Reisner estaban de parte de los comunistas alemanes y rusos, Guzmán era colaborador de Pancho Villa, Grossman reportero del ejército ruso en Stalingrado. En vista de los códigos humanistas que quieren regularizar las guerras irregulares contemporáneas (los riesgos siempre han sido los mismos) se ha difundido la especie, entre el gremio de corresponsales, de que el código ético de los cronistas de guerra tiene en primer reglón esta ley de supervivencia: no estar de parte de ningún bando, para que no los maten. Resulta aceptable el distanciamiento, porque la integridad debe estar por encima del oficio (la conservación de la vida humana aparece en el primer reglón de todas las reglas de la moral), y siempre que una mala señal puede ser interpretada por un contendor como sesgo, con sus consecuencias letales en estas guerras sin reglas. Pero que sea acatada como dogma no significa que deba ser admitida como certeza por todos los cronistas de guerra. Los cronistas de guerra han sido los notarios y a veces los testigos del comportamiento tanático de la especie humana.
Gabriel Ángel es un guerrillero que escribe. Como cronista, formado o deformado ideológicamente (esto lo dirime el futuro) interrumpe el desarrollo de la pieza, por instantes, para adelantar una posición ideológica que socava la imparcialidad de dar testimonio distanciado de lo que ha visto e interpreta. Pero ese detalle (el hecho de estar armado y manifestar por qué cree estar de parte de los que tienen razón) que hoy causa ampolla y proscribe lectores (su punto de vista ideológico) no tendrá ninguna importancia dentro de 50 años cuando todos los que están hoy en las Farc y en el gobierno, estén muertos, y un lector del hipotético futuro quiera simplemente saber, de fuentes directas y no de boletines oficiales de guerra, qué ocurría el interior de los chicos malos, mientras nosotros, los que seguíamos la guerra desde la barrera (que también para entonces estaremos muertos) debatíamos si a la paz se llegaba propinando bombardeos sangrientos a un enemigo escurridizo en desbandada por la desproporción de las armas, o con reconciliación de ideas, para ensayar una sociedad menos violenta y desigual.
La sola posibilidad de leer esas crónicas (si el cronista no ha muerto, si llegan a ser divulgadas, si alguien ha tenido la precaución de compilarlas) es otro motivo simple para esperar a que estalle un día la paz entre guerrilla y gobierno.
Nota publicada originalmente en El caimán barbudo.
