Estaba por graduarse de abogado y lo eligieron personero municipal. Semanas antes había escrito una personería jurídica mediante la cual daba por creada una veeduría ciudadana de la que era presidente. Su interés primordial era motivar en los demás habitantes el control político del ciudadano y enseñar a exigirle cuentas al gobernante sobre los recursos asignados y los proyectos en desarrollo. Cuando lo nombraron personero dejó la presidencia y se enfocó en el nuevo cargo. Entonces llegó a su oficina el grupo de veedores que había fundado y su nuevo presidente, apodado Veneno por sus comentarios venenosos sobre todo el mundo y sus chismes con ponzoña. Veneno le exigió las credenciales profesionales para ejercer su cargo. Para personero, se sabía en ese entonces, no era necesario ser abogado titulado. Pensó que él mismo había motivado ese interés por la transparencia en la administración pública y que debía corresponder ahora como funcionario. Les mostró sus credenciales un par de semanas después al obtener el título innecesario y sometió su nombramiento a veeduría. Poco después los veedores quisieron saber el vínculo de parentesco que tenía con un contratante de la alcaldía. La pregunta se la hizo Veneno. No quiso contestarle, porque más que pregunta era una afirmación. “Si tiene pruebas de que hay algo ilegal, demándeme, pero no me voy a someter a usted”, respondió. Veneno reviró: “Usted es un corrupto”. Y desde entonces empezó su desprestigio: Veneno lo llamaba “corrupto” a grito herido, en la calle, los cafés, a la entrada de la alcaldía.
“Hola, corrupto”.
“Allá va el corrupto”.
Quiso dejar que el tiempo pasara y aligerara las tensiones. Aún era joven, recién graduado, creía que había estudiado derecho para ayudar a los demás y no para defenderse de los demás. Pero entonces llegó a su oficina un agente de policía con un menor de 12 años. Lo había capturado en flagrancia mientras repartía panfletos en la calle. Los mensajes eran en contra del personero municipal.
Le pidió al agente que se retirara y procedió a leer el contenido del libelo. En el panfleto se propagaba, tras una estela de injurias y acusaciones infundadas, que el personero municipal era un “CORRUPTO” todo en mayúsculas.
-Si me dice quién le dio estos volantes, no lo mando a la cárcel.
El niño se intimidó. Abrió la boca y dejó salir un apodo: “Veneno”.
El personero se quedó con los papeles y le permitió al niño que se fuera a casa. Entonces bajó un piso, a las oficinas donde funcionaban los juzgados, y le puso una denuncia por injuria y calumnia a Veneno.
“Ahora sí te voy a joder”, pensó. Y pidió 15 millones de indemnización por daños psicológicos, morales y materiales a mancillar su honra.
Pocos días después Veneno se retorcía en el asiento del juzgado, expulsaba gotas de saliva con cada grito, retorcía las manos negándose a aceptar los cargos. El niño fue llamado a declarar como testigo, y la juez concluyó que el fajo de panfletos era prueba suficiente para concluir que la acusación era infundada y recaía en calumnia.
Veneno alegó no tener cómo pagar la multa. Entonces el personero propuso a la juez, en pago de la deuda, un acto público: Veneno debía repartir 2000 volantes en la plaza del pueblo un concurrido día de mercado.
En el nuevo volante, Veneno se desdecía de la acusación y reconocía la honestidad e integridad del personero.
El día que los repartió, el personero permaneció vigilante desde la esquina mientras tomaba una a una tres tazas de café. Cuando dio por terminada la tarea, Veneno fue con el último volante de la mano hasta la tienda y le dijo: “Ya acabé de repartirlos”, y añadió tras un leve silencio: “corrupto”.
La tensión entre los dos subió, porque siguió encontrándoselo a diario y soportando la misma interpelación hecha de manera indirecta pero a todo pulmón:
“Allá va un corrupto”.
“Buenos días, dicen los corruptos”.
Entonces decidió renunciar al cargo de personero por simple y llana salud mental.
Dos días después de haber renunciado, Veneno lo vio bajar la calle principal. Iba camino a la estación de buses. Ese día Veneno lo habría de insultar por última vez:
“¿Cómo amaneció el corrupto?”.
El ex personero ya no pudo soportar más. La ira era una oleada de calor que bue subiendo por la espalda hasta cubrirle la cabeza. Se enardeció y en su campo visual no hubo espacio para algo distinto que no fuera la cara mezquina e insidiosa de alias Veneno. Empezó a correr a la velocidad que daban sus piernas hacia su detractor.
“Ahora sí me la vas a pagar, gonorrea”, y alcanzó a oír que su boca profería insultos desusados (o al menos eso fue lo que le dirían los vecinos, porque él tuvo la sensación de que se había convertido en otra persona, un ser sin voluntad, capaz de un acto de violencia).
Cuando volvió en sí se encontró dando patadas a la puerta de hierro de la casa de Veneno. Tenía una varilla en sus manos y la camisa ensangrentada. No sabía dónde encontró esa varilla, pero la descargaba con toda la saña en el hierro y hacía abolladuras en la puerta de la casa donde se refugiaba Veneno. Forcejeaba, tratando de derribarla, pero desde adentro Veneno la sostenía con la espalda y el peso de su cuerpo.
“Te voy a matar, veneno hijo de la grandísima puta”.
Los vecinos salieron y empezaron a rodearlo, pero no se acercaban. Uno de ellos, que pertenecía a la sociedad de veedores, se atrevió a hablarle:
“Cálmese, que usted no es como él”.
La frase logró el efecto de regresarlo de nuevo a la realidad. Bajó la varilla y la dejó caer y luego se alejó por la calle, resollando con los últimos estertores que le quedaban de rabia y de impotencia.
No necesitó matarlo. Veneno nunca volvió a mirarle a la cara. Siempre que tenían que cruzarse por las calles del pueblo, el antiguo acusador agachaba la cabeza, cambiaba de andén o apresuraba el paso.
(“La fuerza bruta también es una forma de justicia al alcance del ser humano”, dijo, mientras llenaba el dispensador de comida de su perra. La perra miraba la boca del dispensador atenta. Ya impaciente, por la comida que no caía, ladró).
Imagen: Canal Congreso.