En contra

Publicado el Daniel Ferreira

Camino de Filandia

Vélez.

Pinta presencias. Las ve aparecer entre los trazos mientras fuma Piel Roja y hace los primeros merodeos a la tela. Las oye. Las interroga. Presencias que se convierten en rostros vistos a la vez de frente y de perfil como en el cubismo. Me cuenta quiénes son los personajes de un cuadro. Un lienzo de grandes dimensiones pensado como regalo de matrimonio. Pero se negó a entregarlo al final porque no le gustaba el marido de su amiga. Lo archivó y volvió a pintar sobre la tela manchada años más tarde. Entonces aparecieron las presencias. ¿Quiénes son? En esa tela de gran formato hay dos travestis, una bruja, un magnate del agua, un niño al que le falta un hervor, un ser andrógino como una abadesa del siglo XIV llamado CacorroEmilio. Un autorretrato. Son una compañía teatral, dice, y los visitantes me miran desde su gran retrato familiar. Están ahí para ayudarnos mutuamente, dice, como quien confiesa un pacto fáustico. Le pregunto cuándo empezó a pintar ese rostro común que nos observa desde tantas obras, en casi todos sus cuadros, con ojos animaloides. Dice que hace mucho tiempo, cuando yo no había nacido ni estaba en los pensamientos de mi madre ni en los testículos de mi padre, y él era niño y empezó a fijarse en las tiras cómicas de los periódicos y a pintarlos en cuadernos y comprendió que también él podía dibujar. Eran 10 hermanos en su casa. Una madre que laboraba con sus manos, que tejía como al Aracné y cocinaba manjares. Desde que ella murió la invoca para conversar o para que le ayude a pintar las partes difíciles de su obra con esa gran habilidad de bordadora. Ella le ayudó con una serie de 12 paisajes y una portada. “Tú haces el diseño y yo echo el color”. Antes de terminar, le dijo: ya estoy cansado, ma. Ella dijo, yo también hijo. Entonces la dejó descansar y terminó la serie sobre un cuadro viejo que tenía en borrador. Hoy cada cuadro de esos doce paisajes alrededor del agua vale 30 millones. “Hay obras insulsas de estudiantes universitarios que valen 4 millones. La mía es un trabajo serio y difícil. También pueden comprarme el plotter y les sale más barato».

Miro los cuadros de Memo Vélez, en su taller camino de Filandia. Veo los demonios del deseo pintados a chorreones de ocre y cabezas atentas en contrastes de blancos puros y negros brillantes, y en todos los ángulos de aquella galería de troncos y mariposas disecadas, resplandecen esos ojos diminutos de la llanura africana. Veo miradas sin pupila y bocas expresionistas que gritan, o murmuran o exclaman o rugen. Imagino qué palabras dicen cuando fueron pintadas. Imagino si exclaman palabras altisonantes como: huevón, maricón, cacorro. Algunas pinturas sugieren emociones inversas, otras confesiones, otras agresiones, otras recuerdos, otras condolencias: ámame, no te vayas, enciéndeme la luz, llévame a dormir, hay comida en el horno, tráeme un litro de aguardiente, déjame tocarte una teta, la vida es juego, el diez por ciento de lo que ganes debe invertirse en placer, ser siempre un niño; es lo que me heredó mi papá, la franqueza; hay que ser solidario con el amigo borracho, abre esa puerta patafísica, mi hígado me está mirando; ha pasado el tiempo y estoy solo, madre; mi mujer me ha dejado; bebo para olvidarla; no puedo oír música, porque me echo una lloradita un rato; pinto para olvidar esta pena; fumo para olvidar la pena; cocino el desayuno, el almuerzo, la comida porque soy mi propia guisa y así puedo pintar todo el día y olvidar la pena; espero a los amigos que vienen de todos lados; no me falta nada porque traen aguardiente y marihuana; no quiero recordar ese infarto. Pinta como invocando los muertos de la Unión Patriótica. Pinta como Gauguin en Tahití, alejado de los cenáculos. Pinta lo que la gente quiere ser y no lo que le tocó ser. Pinta como su mamá bordaba vestidos. Pinta como quien mezcla atún y chorizo y queso con papas en un mismo pastel. Pinta sobre las cosas que han perdido su uso. Las camisetas, las cafeteras, los circuitos que parecen ciudades vacías, las cajetillas de Piel Roja, los timbres, los espejos cansados. Pinta los heterónimos de Fernando Pessoa. Pinta a un vendedor de enciclopedias, Joao, que toca para siempre la puerta de las calles estrechas de Lisboa y se convierte en el marchante de la serigrafía de Portugal gracias a las coincidencias significativas y a su tenacidad. Por la noche, ya a solas, le da de comer de su mano a los tres perros que lo siguen a todos lados. Habla por Skype a su confraternidad patafísica, habla de los sucesos de los últimos días y comenta sus inventos para rehabilitar a los paramilitares con el fin de perseguir evasores de impuestos,  y otros métodos para reciclar los artefactos en obras de arte. Cuestiona el performance y dice que los quinientos mil muertos de Siria invalidan cualquier happening. Ve una película noruega sobre un travesti. Escribe e-mails. Se distrae con la música que llega de la casa de sus vecinas solitarias como dos cantantes de fado. Sesenta años luz. Pide a sus amigos que lo acuesten porque el estornudo es señal de embriaguez. Despierta extrañando a su hija. Vuelve a fumar.

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