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–¿Conoces a la gente de bien, CompaTita?
–No. ¿Es la que llama a las emisoras de radio a opinar sobre la vida de la lesbiana?
–No.
–¿La que almuerza pato a la naranja?
–¿Dijiste «naranja»? Umm… majomeno.
–Ya sé. La que ultraja a la muchacha en el calabozo. La que atropella con la tanqueta al manifestante. La que dispara desde la camioneta blanca contra el pacifista bailador para defender sus bienes. La que expropia la chiva donde protestó el indígena. La que puso a Chancho en la presidencia. La que legisla para que el Cauca le sea devuelto a sus parientes. La vaca preferida del presidente de la federación de carne cruda… noo, ahí vienen… viva el #PatoNacional cuá, cuá…
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Gente que tenía tierra y empresas y pagaba para armar a gente que no tenía nada y desterrar al vecino. «Honorables» senadores que en julio y diciembre legislaban en marzo y septiembre daban la orden de arrasar pueblos de bandidos. Gobernadores que se lucraban de los narcotraficantes y armaban cuadrillas con armas legales y personería jurídica para descuartizar. Contrataban mercenarios para entrenar sicarios en bases militares. Deshumanizaban a soldados y policías para bombardear sin ningún respeto por los derechos humanos, para ser torturadores y violadores, para inflar las bajas en los índices de sangre del gobierno de turno (6402). Asesinaban a los pobres para hacerlos pasar como enemigos. Desaparecían los cuerpos en ríos y en escombreras para que nadie los reclamara. Bombardeaban niños porque así lo decía su doctrina militar. Ahora llaman «gente de bien» a la milicia armada que acata las órdenes del jefe político dictadas mediante un mensaje de texto en una pantalla o mediante un títere y la gente de bien sale a secuestrar en sus carros al que protesta o al incauto que pasa o al que no sabe no responde. Durante décadas han alimentado ese odio, porque se lucran de lo que provoca.
El factor principal de la movilización es muy anterior a las reformas. Una deuda social incalculable. Cuarenta años de paramilitarismo. Treinta años de privatización del estado, con privilegios al capital extranjero y delegación de funciones del Estado al sector privado, puro Neoliberalismo. Cuarenta de oxímoron: guerra y tolerancia con el narcotráfico. Setenta de bipartidismo. Diez años bajo estado de sitio. Genocidio. Procesos de paz saboteados. Magnicidios. Tres generaciones de desplazados. La pobreza agudizada aún más por una pandemia sin gestión, sin ucis, sin vacunas, pero con vigilancia policial y militar, aplastó a las pequeñas empresas, las fuentes de empleo, el acceso a la educación, el rebusque (trabajo informal) y dio vía libre a todos los abusos policiales y a milicias de derecha armadas. Es ello lo que alimenta el estallido social, o dicho de manera más existencial, la desesperanza de los sin clase.
La represión consigue el propósito tan anhelado del actual gobierno: «hacer trizas» la paz. Hay sectores como las comunidades del norte del Cauca, Catatumbo, Caquetá y cinturones de miseria urbana en las grandes ciudades y puertos marítimos, que han sufrido todas las violencias y se quedaron esperando la implementación de los acuerdos y ahora no solo están a merced de bandas de asesinos, también les llueven gases lacrimógenos y glifosato. La paz es boicoteada todos los días por el gobierno actual.
Y es que para perpetuarse en el poder la derecha necesita un gran pretexto, un enemigo. La paz se firmó mientras se reformaba a la policía para enfrentar la protesta social que se venía con abusos e impunidad, como si mudaran el aparato del Estado de objetivos al quedarse sin enemigo. Había que aplastar la protesta cuando llegara la paz. Y la paz llegó y cada Paro Nacional acaba en un baño de sangre donde los muertos los pone el pueblo.
No solo esta generación ha reclamado. Desde hace demasiado tiempo, el pueblo que ha luchado y exige derechos, igualdad, salud, trabajo, educación, es reprimido por quienes lo explotan para seguir negando esos derechos. La insultante respuesta a la protesta actual no contempla el diálogo, sino una represión al nivel de dictadura, con todo el pie de fuerza disponible, que ya deja más de cuarenta muertos y que ha mostrado la interiorización del paramilitarismo en la «gente de bien» que dispara desde sus confortables camionetas blancas; una protesta civil con desapariciones forzadas, asfixiada con gases que se lanzan como proyectiles directos contra las viviendas y los ojos, tropas aerotransportadas en helicópteros de guerra y armas de fuego que se confunden con armas traumáticas, tanquetas y motos que atropellan a jovencitos, tanques de guerra que protegen los recaudos de peajes que pertenecen a concesiones transnacionales; carros particulares secuestrando manifestantes, policías que usan la violencia sexual y la tortura; ningún rechazo desde los propios detentadores del poder (ni embajadores ni alcaldes ni gobernadores que renuncien, ni generales carniceros destituidos, como si nadie en el gobierno tuviese ética ni la más mínima responsabilidad por el poder que les fue otorgado); una represión que enardece a quienes arriesgan la vida desde hace 3 semanas en el foro mortal de las calles exigiendo ya no solo la cancelación de las reformas sino el desmonte de ese aparato represivo parasitario, y exigiendo justicia, para que los muertos no queden impunes y vuelvan sanos los que siguen desaparecidos, y que dejen de fumigar con venenos cancerígenos a las comunidades y que dejen de asesinar a los lideres y de estigmatizar al estudiante que grita, y que haya educación para el que no ha podido educarse.
Intentan cambiar la ilusión de la paz por un nuevo tipo de odio, para convertir al pueblo oprimido en su enemigo, a falta de un enemigo lo suficientemente desprestigiado por sus medios de comunicación y audiencias cautivas. Sacan los ojos para convocarlo. Ultrajan a las mujeres. Disparan contra la minga y los barrios marginados. Machacan al estudiante, y al que quiere estudiar lo meten en una mazmorra o en el baúl de un carro y lo empujan al río.
Si bien la reacción a esta movilización social, ha sido, a veinte días de Paro Nacional, un baño de sangre que desmoraliza y enardece (#MasacreNaranja) el resultado ha mostrado las contradicciones entre dominantes y dominados, a qué precio se ha soportado la explotación en Colombia y de qué maneras delictivas se han fraguado las fortunas de la gente de bien y ponerlos en evidencia: que el resto del mundo viera lo que no querían ver, que en el país de la paz no hay una protesta sino una crisis política y violaciones sistemáticas del DIH a causa de la extrema derecha en el poder que boicoteó un acuerdo del que países extranjeros fueron garantes.
Estamos siempre al borde de algo, ahora al borde de la conmoción interior, acaso respirando el aire acre de las dictaduras. Un gobierno que aplasta a su pueblo, que desprecia la vida de los jóvenes, de las mujeres, del indígena, del trabajador, del desempleado, del líder social. El sistema que abanderan es atroz. Nos convirtió en esto: un pueblo que se dispara entre sí para defender a quien lo esclaviza. Quieren que seamos una bodega de Amazon y a eso lo llaman Industria Creativa, pero es el mismo sistema Neoliberal maquillado. La única industria que han creado y que les da billones deriva de la privatización de lo público y del precio que alcanza la cocaína en el mercado internacional mientras sea ilegal.
La unión sin violencia los deja sin soporte. Porque necesitan sangre para convocar al miedo y vendernos un libreto viejo de «Seguridad Democrática» reencauchada y aplicárselo como lema a un gallo tapado o a otro títere en las próximas elecciones y así seguir en el poder.
Podemos, por ahora, cambiar la ira por la exigencia de justicia, ya que luchar por derechos y recibir plomo como respuesta es una lucha desigual y merecemos como pueblo un cambio en vida, no póstumo. Podemos denunciarlos en todas las instancias. Denunciar es necesario, porque de otra manera no quedará registro de sus crímenes y abusos y así fue como borraron a los muertos de las Bananeras y a los muertos del Bogotazo y todos los otros que quedaron impunes. Ello no es claudicar. Es deshacer la estrategia de quienes obligan con su barbarie a reaccionar de modo violento, y a los que están convencidos, aún contra toda evidencia, de que el pueblo es el enemigo y no la víctima y por eso salen a disparar desde sus camionetas blancas al pacifista que baila, al líder social, al que dejó las armas y firmó la paz, al indígena, al estudiante que dio contra la pared mientras huía de una encerrona de gases, a la muchacha que arrastraron al calabozo y ultrajaron, al que no ha podido estudiar y resiste en la autopista.
El gobierno actual de Colombia ha mostrado un gran respeto por la violación de los derechos humanos. Solo teme a la sanción internacional (porque la ha usado de coartada para desestabilizar a otros países y limosnear armamento a cambio de ceder la soberanía).
La unión multitudinaria, sin violencia del lado popular, calla la barbarie. Necesitamos la fuerza creativa de la inteligencia. De las metáforas. De la ética. De la dignidad. De la soberanía. Del pueblo unido. Acaso mañana pacten y luego incumplan lo pactado, porque es siempre esa la estratagema para desmovilizar: hacer trizas las recapitulaciones y criminalizar o sacar del camino al que protesta, como hicieron los antepasados de la gente de bien con los comuneros.
Para frenar la barbarie y la iniquidad deben perder el poder, que lo otorga el pueblo y el pueblo ha de quitarlo, mediante el voto popular a consciencia.