A don Norberto Ramírez, labrador y arriero de oficio, le gustaba mantenerse al tanto de los más recientes detalles de las batallas por la liberación de su pueblo. Quería unirse a la causa revolucionaria, y para ello andaba preparándose junto a otros amigos, y hasta le había comunicado ya a su familia sus intenciones de abandonarlo todo por la causa independentista. Sin embargo este idealista convencido moriría antes de emprender su primera batalla, y sin saber nunca que sería su hija quien tomaría su lugar, y hasta convertirse en heroína de la patria.
Valentina nació en Norotal, Durango, y desde muy pequeña empezó a contagiarse de los ánimos belicosos de su padre, interesándose además por las causas ideológicas que impulsaban estas pasiones.
Sería por esto que a los 17 años no vaciló en alistarse entre las filas carrancistas, decisión que le llevaría además a un cambio profundo en su esencia misma. Para convertirse en soldado, Valentina solo debía cumplir una sola condición: no ser mujer. Fue así como la intrépida patriota empezaría a imitar los gestos y comportamientos de sus hermanos, y fingía un vozarrón de hombre e impostaba toda clase de ademanes que la hicieran parecer como un auténtico macho. Aprendió a disparar con tino y a montar en caballo, y todo esto sumado a su gallardía, lograrían convencer a los demás revolucionarios de que ciertamente se encontraban en presencia de un temerario soldado.
Ocultó sus trenzas bajo su sombrero de palma y se cambió el nombre por el de Juan, y en el año de 1910 se disfrazó con las ropas de uno de sus hermanos para dar inicio a la historia de un soldado valiente. Juan Ramírez se aprestó con su carabina 30-30 y un proveedor de balas terciado al pecho, y con denodada temeridad se le vio protagonizar la batalla en el puente Cañedo.
Se destacaría así en la Toma de Culiacán, que acabaría con el destierro del gobernador Diego Redo, y tras la cual Juan Ramírez sería elevado al grado de teniente por nombramiento oficial de Ramón F. Iturbe.
Después de casi medio año de estar combatiendo hombro a hombro con hombres y contra hombres, Valentina sería descubierta por un hombre, quien no callaría su secreto, e informaría a los comandantes la verdadera identidad femenina del valiente Juan.
Y pese a ser el más osado en batalla, pese a haber demostrado con creces su coraje y arrojo, pese a su compromiso patriótico por el cual apostaba su vida, pese a su grado meritorio de teniente, a Valentina no pudo perdonársele eso de ser mujer, por lo que sería expulsada de las filas revolucionarias y enviada de regreso con su familia.
En su hogar tampoco encontraría cobijo. Su madre y sus familiares la consideraban una desertora del hogar, por lo que también le sería negada la posibilidad de estarse entre ellos, condenándola a partir de ese momento a un penoso y lamentable olvido.
Trabajó en las labores de aseo en las casas de los hacendados que mucho le debían y a quienes les planchaba su ropa, limpiaba sus suelos y paredes y cocinaba sus alimentos. Después trabajó como lavandera, y ya sexagenaria se le empezaría a ver deambulando cerca a la plaza y el mercado de Novalato, pidiendo limosna y sin recibir nunca una merecida pensión o auxilio como destacada veterana en la Revolución de México.
La situación se agravó cuando ya era una anciana septuagenaria, y sería arrollada por un coche, ocasionándole una discapacidad de la que ya nunca se recuperaría. El Ayuntamiento de Culiacán mostró interés en la desahuciada heroína, consiguiendo un espacio para ella en un asilo, de donde la lisiada veterana de guerra se las arreglaría para escapar, dejando muy en claro ese espíritu libre que viviría hasta el último de sus días en ese estado de permanente lucha.
Devota de la virgen de Guadalupe, Valentina solía encender veladoras al interior de una pequeña casa en la que pasó sus últimos años, siendo común que el fuego de su devoción acabara consumiéndole sus pocas pertenencias.
Y fue así como moriría Valentina Ramírez -conocida después en la cultura patriótica de su país como la “Leona de Norotal”-, a sus 86 años, consumida por las llamas de la virgen de Guadalupe, haciéndole honor a su padre y también a su patria.
México la recuerda en canciones, documentales, películas, siendo común la canción entonada por las tropas villistas, La Valentina, y su famosa estrofa que dice: “Valentina, Valentina, rendido estoy a tus pies, si me han de matar mañana, que me maten de una vez.”
Sus restos se encuentran en una fosa común del Panteón Civil de Culiacán, de donde la memoria de un pueblo un día los recogerá para rendirle los honores que tal vez merezca. Por su amor a la causa revolucionaria, a Valentina Ramírez se le recuerda junto a otras dos soldaderas que combatieron en la misma lucha, Petra Herrera y Adelita Valverde, pero decir por último que ninguna de estas dos cuenta con su propia salsa, una delicia gastronómica mexicana con alto grado de picante, y que lleva el nombre de la revolucionaria, porque, según su creador, se trata de “una mujer brava.”