Lo conoció en medio de la fiesta, se enamoró mientras bailaban, aún no era santa y andaba de reviente, y desde esa noche ya nunca más lo dejaría de querer y venerar, y esa fue la noche en la que se entregaría en cuerpo y alma a lo que ya entonces era conocido como el llamado religioso. Ya de muy pequeña parecía haber tomado la decisión de dedicar su vida al servicio apostólico y de convertirse un día en monja, negándose a recibir la educación convencional que sus padres habían planeado para casarla y consagrarla como una madre ejemplar. Por aquellos tiempos la peste asolaba a sus anchas por todo el continente europeo, y tanto su hermana gemela como el último de los hijos de aquella familia de clase baja morirían de recién nacidos, siendo Catalina la última de una camada conformada por otros veintidós hermanos. Dócil y complaciente con sus padres, Catalina vestía trajes bien ornamentados y se engalanaba con joyas, pero muy pronto se cuestionó la vanidad de estos actos, y en un ataque de remordimiento se arrepintió y se prometió llevar en adelante una vida austera y humilde. Nunca recibió una educación formal, y cuando sus padres insistieron con casarla y encontrarle un futuro marido, ella se rebelaría encerrándose en su cuarto y cortándose el pelo a rape, comprometiéndose desde muy niña con encaminarse por los rigurosos senderos de las doctrinas cristianas. Sus padres insistieron obligándola a realizar tareas domésticas que doblegaran su voluntad, pero esta voluntad suya ya se negaba a encomendarse a cosa diferente que no fuera a Dios, por lo que la devota niña cumpliría sin desánimo y con esmero cada una de las labores a las que sus padres la obligaban. Oscura, íntima, solitaria, la piadosa rezandera se prometería una entrega sin condiciones a sus más genuinos intereses religiosos, prometiéndose cumplir con el voto de sacrificio que desde los 7 años se juró mantener por siempre: la castidad. A los 15 años ya se le conocía por su compromiso social con los más pobres, a quienes trataba de asistir consiguiéndoles ropas y alimentos, e incluso frecuentaba las cárceles para visitar a los desahuciados prisioneros. También desde niña convirtió en costumbre el expurgar sus penas, culpas y pesares a través de la autoflagelación. Solía mortificarse en el interior de su cuarto, y empleando un cilicio se asestaba latigazos en la espalda, queriendo expiar de esta manera sus fallas y pecados. Se dice que una vez una paloma se posó sobre la cabeza de Catalina mientras esta oraba, y que a partir de allí su padre ya no tuvo más dudas respecto al destino de santidad que le correspondía cumplir a su hija como una férrea e ineludible vocación. Fue así como a la edad de los 18 años vistió los hábitos e ingresó a la comunidad de los dominicos, y también sería por ese entonces cuando se prendería de Dios en una fiesta de carnaval, experimentando sensaciones místicas que luego describiría, y en las que decía haber presenciado a Jesucristo sentado en un trono acompañado por los apóstoles San Pedro y San Pablo. De estas alucinaciones ya no podría recuperarse jamás, y en adelante se hicieron frecuentes los delirios en los que confesaba tener visiones de lo que sería el mismísimo infierno, así como también haber estado paseándose por los majestuosos salones celestiales y por ese espacio grisáceo e intermedio en donde moran quienes después de muertos aún tienen algún pecado que purgar. A la manera de Dante, Catalina recorría los avernos y se adentraba en el purgatorio, para finalmente regocijarse en ese paraíso que describía con pleno detalle. Solía prolongar sus ayunos hasta el desmayo, lo que exacerbaría sin duda el poderío de sus fantasías, y sería en uno de estos arrebatos místicos cuando escribiría en tan solo cinco días del año 1378 las 26 oraciones y las 381 cartas que compilaría bajo el título de Diálogo de la Divina Providencia. Unos meses más tarde, producto de otro éxtasis religioso, la voz de una epifanía le hablaría para conminarla a dejar su encierro y consagrarse con devoción y sin demoras al servicio de los más necesitados. Hizo así su presentación en público, y en su ardor vocacional escribiría toda clase de misivas y mensajes dirigidas a los más importantes hombres y mujeres del momento. Autoridades, nobles, mecenas, artistas, intelectuales, religiosos y gobernantes, a todos escribía. Su principal cometido era abogar por la unificación pacífica de la dividida nación italiana, además de reclamar con insistencia por el retorno del Papa a su sede apostólica en Roma. Su voluntad de hacerse escuchar conseguiría que el mismo Gregorio XI tuviera que abrir puertas y oídos para atenderla. En 1374 la peste arrasó con gran parte de la población, y durante este período Catalina no declinaría en la asistencia de enfermos e infectados, e incluso algunos hagiógrafos se atreven a testimoniar un par de milagros efectuados por la santa. Un año más tarde la religiosa recibiría los estigmas invisibles, caracterizados por permitirle sentir el dolor sin que éste se hiciera tangible y evidente en heridas y llagas. Reconocida como virtuosa predicadora, en 1376 viajó a Aviñón en representación de la República de Florencia, con el afán de conciliar a los distintos Estados dispersos con el Estado Pontificio, y hacer las paces con el Papa. Catalina sorprendió por la precisión con que exponía sus argumentos y por la claridad de sus ideas, y fue así como un año más tarde el Papa conseguiría reconciliarse con los demás Estados y retornar a su sede en Roma. Como gesto de paz, Catalina colgó una ramita de olivo en las paredes del palacio de gobierno, y sería entonces cuando Urbano VI mandaría a reclutarla para que sirviera a la iglesia directamente desde la Santa Sede. Al comienzo Catalina no aceptaría, y estaría dedicada a una intensa soledad que la llevaría de nuevo al claustro, pero de donde tendría que volver a salir toda vez que el combate por su fe así se lo reclamaba. Apoyó entonces al Papa en las labores que lograran impulsar y mantener la fe católica y sus seguidores creyentes, ante ese creciente Cisma de Occidente que ya se hacía notar por toda Europa. Un par de años más tarde, allí mismo en Roma, Catalina se despediría de este mundo a causa de una enfermedad que no le permitiría celebrar un día más de vida. Murió a los 33 años y, pese a ser tan joven, su labor apostólica y su obra religiosa inspirarían a miles en su vocación espiritual. En 1461 Pío II la canonizó, y casi cinco siglos más tarde, luego de otros tantos papas piadosos, Pío XII la declararía patrona principal de Italia junto a San Francisco de Asís, y en 1999 Juan Pablo II haría extensible este título declarándola patrona de toda Europa. Años antes, durante el pontificado de Pablo VI, éste le otorgaría además la distinción de Doctora de la Iglesia Católica, honor que hasta hoy solamente han recibido otras tres mujeres: Hildegarda von Bingen, Teresa de Jesús y Teresita de Lisieux. Por todo el mundo existen iglesias, templos y santuarios, escuelas y fundaciones, conventos y monasterios, dedicados a esta venerada figura santa que fue ejemplo de entrega y servicio desinteresado por los más desfavorecidos.