Victoria tuvo una infancia sobreprotegida. Su madre y su mayordomo apellidado Conroy le obligaron a seguir un método riguroso de educación en el que poco contacto tendría con los demás niños. Se le mantuvo apartada del resto del mundo pretendiendo no contaminar su moral y tratando de inculcarle los más estrictos valores sexuales. Su único entretenimiento tras las extenuantes horas dedicadas al estudio, sería jugar con sus muñecas mientras seguía repasando aún sus lecciones de latín, francés, italiano y alemán. Hasta que se convirtió en reina, la presencia de Conroy en su vida sería permanente, y habiéndola tratado desde niña y contando con la anuencia de su madre, el mayordomo ejerció una influencia inevitable con la cual Victoria jamás se sintió a gusto. Victoria llegaría a convertirse en reina a la temprana edad de los 18 años. Sus padres se habían mudado a Alemania pretendiendo encontrar un mejor porvenir en ese país, pero al enterarse de que estaban esperando a una hija resolvieron regresarse a Inglaterra, no fuera que ésta naciera en territorio extranjero y le fueran negados sus derechos reales. La pareja estuvo de regreso cuando la madre de Victoria tenía siete meses de embarazo. Todo parecía indicar que la suerte y el destino jugarían a su favor para que cualquier otro entre su familia se viera incapacitado para consagrarse como monarca. Era hija del príncipe Eduardo, cuarto hijo del rey Jorge IV, ambos fallecidos en 1820. La línea de sucesión al trono británico pareció casi extinguirse en cuestión de pocos años, y a pesar de que el rey contara con una docena de hijos. Las mujeres que no estaban solteras habían resultado siendo estériles, y ninguno de sus hijos se había casado aún, a excepción de Federico, quien tenía dificultad para concebir. El tercer hijo del rey Jorge III emprendió carrera por el trono y contrajo matrimonio casi de inmediato, y un par de años más tarde tendría con su esposa a dos hijas que morirían antes de cumplir los dos años; en adelante su mujer tendría un par de abortos y ya nunca más pudo volver a tener hijos. Victoria estaba ubicada en la quinta posición entre los aspirantes al trono, y aun así en 1837 el camino estaría allanado para que ella se convirtiera en reina. Una mañana cualquiera le anunciaron la muerte del rey, y como si se tratara de un día corriente en su vida dejaría por escrito en su diario la trágica noticia, y terminaría concluyente: “Por consiguiente, soy reina”. Su coronación se llevaría a cabo un año más tarde, y la soberana elegiría el palacio de Buckingham como su lugar de morada, a donde se mudaría en compañía de su madre, quien todavía ejercía un fuerte control sobre su hija. La figura del rey ya no tenía la fuerza decisiva de antaño, y a los ministros tampoco les quedaría difícil manipular en sus comienzos a la nueva e inexperta monarca, quien a pesar de intentar inmiscuirse en los asuntos políticos, no la dejarían pasar de ser la figura decorativa que encarnaba los valores y la moral del pueblo. Pero poco a poco la gran Victoria empezaría a cobrar un protagonismo difícil de encarar aún para los primeros ministros, y sorteando desavenencias de toda clase la reina se las arreglaría para imponer su propia ley. Desde hacía ya varios años la familia real andaba tratando de encontrarle un marido a la reina. Varios fueron los candidatos, sin embargo entre los postulados Victoria prefería a su primo Alberto, de quien se sentía ciertamente encantada. Dice así en su diario: “Alberto es extremadamente guapo… Pero el encanto de su cara reside en su expresión, que es muy agradable”. Finalmente su sueño de casarse con él se cumple en el año de 1840, y su asertiva elección no la decepcionaría nunca, y antes bien sabría cómo terminar de enamorarse. En sus apuntes personales Victoria describe su primera noche con su marido, dejando en claro el hombre amoroso que es, y la forma cariñosa como la trató siempre. Alberto se convirtió en el amigo y aliado de su mujer, y juntos formaron una familia que sólo la muerte de él acabaría por disolver. Fue a partir de ese momento cuando la reina al fin pudo independizarse de su madre, y a pesar de este distanciamiento o gracias al mismo, y con la ayuda de Alberto como intermediario, las relaciones entre madre e hija comenzaron a gozar de un mejor semblante. Para ese mismo año la reina ya había dado a luz por primera vez, y a pesar de que no le gustaba estar embarazada ni los cuidados maternos de lactancia, y que consideraba que los niños eran “feos”, durante su vida conyugal tendría otros ocho hijos. Esta descendencia estaría atravesada por múltiples casos de hemofilia. La conocida sangre azul de la realeza lleva hasta nuestros días esta debilidad congénita que se remonta a los hijos de Victoria. También era frecuente que la reina padeciera los síntomas depresivos que son comunes al postparto. Alberto llegó a quejarse en alguno de sus diarios de una “histeria continua” por parte de su mujer, a la que parecía alterarle “cualquier asunto sin importancia”. Durante los dos años siguientes la reina había logrado evitar al menos unas cinco tentativas de homicidio; en múltiples ocasiones atentaron contra su vida al dispararle mientras esta se paseaba en su carroza. Las balas pasaron cerca, o por una suerte providencial se atascaron sus pistolas o se vieron frustradas toda clase de estrategias. La reina lograba sobrevivir una y otra vez a cualquier tentativa, y este burlar constantemente a la muerte acabaría por engrandecer su figura mítica e invencible. Pero para 1841 su popularidad comenzaba a decrecer, y esta vez un primer ministro contrario a la forma de gobierno de Victoria se alzaría finalmente en el poder. Para 1845 la reina brinda su apoyo a Irlanda luego de padecer la devastación de sus cultivos de patata, ocasionando un éxodo que buscó refugio en Inglaterra por causa de la desoladora hambruna. Victoria donó de su pecunio propio una cantidad generosa, pero muchos desmienten su caridad, y dadas las circunstancias la reina inglesa también sería conocida como la “Reina del hambre”. Durante estos años fortalecería los vínculos diplomáticos con Francia, siendo la primera monarca inglesa en pisar tierras galas desde 1520, cuando fue invitada de honor por los mismos reyes franceses para que asistiera con su esposo a un festejo multitudinario acontecido en el palacio de Versalles. Así mismo Luis Felipe rey de Francia visitó la isla británica, siendo también el primero en siglos que se atrevía a poner su pie en las costas inglesas. En marzo de 1861 murió su madre, y sería a través de los diarios de ésta donde Victoria comprobaría el amor sincero que siempre le profesó, e inculpaba al mayordomo Conroy por querer apartarlas “maliciosamente”. Y para ese mismo año, en diciembre, luego de dos décadas de vida matrimonial, su pareja y confidente Alberto morirá a causa de la fiebre tifoidea. De esta pérdida no sabría cómo reponerse nunca, y así se lo manifestó al mundo, queriendo conservar un luto que portaría para todo el resto de su vida. Jamás abandonó sus prendas negras, y prefirió recluirse en sus distintas residencias, alejándose de un pueblo que poco a poco empezaba a extrañarla y a reclamar por su ausencia. Poco frecuentaba Londres, de allí otro de sus apelativos: “Viuda de Windsor”. Fue así como el vacío imperante de Victoria propulsó a su bando enemigo de republicanos, y durante los años siguientes la reina perdería popularidad y ventaja frente a sus opositores. La reina cumplía sus labores de oficio, pero permanecía todavía distanciada de los asuntos de gobierno, hasta que en 1866 y vestida de negro, hizo presencia en la primera sesión del parlamento, haciendo su primera aparición pública después de cinco años de confinamiento. Un año más tarde ya habría retomado las riendas del poder monárquico y el pueblo recobraría su devoción por la reina, pero a comienzos de los setentas sus esfuerzos no habían logrado mayores resultados y la creación de la Tercera República Francesa impulsó nuevamente la creciente ola del sentimiento republicano. Dos años más tarde otro atentado fallido contra su vida lograría ponerla de nuevo en la mira del pueblo. Victoria no desaprovechó la ocasión, y más todavía por el momento crucial que estaba atravesando su naciente imperio. Desde hacía más de quince años las compañías británicas que llevaban décadas gobernando en la India, habían sido disueltas, pero a la fecha estos acuerdos no se habían todavía concretado. Victoria mantuvo su imparcialidad y permaneció neutral entre ambas posturas, respetó la libertad de cultos y credos religiosos y lamentó los estragos generados por una larga y penosa guerra civil. El primer día del año de 1877 Victoria recibe el título oficial de Emperatriz de la India, la primera monarca inglesa en ostentar dicha distinción. Sin embargo ese mismo año la reina manifestó su voluntad de abdicar al trono. Por alguna razón le sería denegado o se habrá arrepentido, pero sea como fuera en los próximos seis meses volvió a intentarlo en otras cuatro ocasiones. La reina consideraba que Inglaterra prestaba un servicio civilizador a los pueblos nativos, además de protegerlos de los abusos de otras potencias, siendo así que justificaba la expansión de su imperio arguyendo que no es costumbre inglesa anexionarse territorios, “a no ser que nos veamos obligados o forzados a hacerlo”. Creía firmemente en que la moral y costumbres de su nación podría servir de faro para alumbrar al resto de las culturas. En 1882 un nuevo atentado que no lograría concretarse le devolvería el candor y el respeto de su pueblo. Firme y desafiante, la reina se pronunció respecto al asalto en contra de su vida: “Ha valido la pena ser disparada sólo para ver cómo se me quiere”. Desde entonces la veterana emperatriz recobraría su vigor y el cariño de Inglaterra, que ya la tenía como una figura que había sabido encarnar durante años los valores de un pueblo y permanecer al frente de todos sus compromisos. Un año más tarde la reina sufriría una caída por las escaleras de su mansión en Windsor, lo que la tuvo un tiempo en silla de ruedas, y tras su recuperación quedaría padeciendo un reumatismo que la atormentó durante el resto de su vida. Los años venideros se perpetuará sin discusión en el poder y expandirá su imperio. También fueron años en los que algunos de sus hijos y parientes más cercanos habrían perdido la vida. Tras cincuenta años en cabeza del reino de Inglaterra, la reina Victoria sería homenajeada con el jubileo de oro, en una ceremonia a la que acudieron reyes y príncipes de toda Europa y otros célebres mandatarios del mundo entero. Diez años más tarde estarían celebrando el jubileo de diamante, y a ese ritmo pareciera que un día festejarían sus primeros cien años de gobierno, como si se tratara de un ser inmortal. Popular en todo el mundo, la afamada reina Victoria de Inglaterra solía viajar acompañada por dos indios que eran de su entera confianza, y en los últimos años mantuvo una relación íntima con quien fuera su más querido servidor, un mayordomo que le sirvió como amigo y consejero. El 22 de septiembre de 1896 su mandato superó al de su longevo abuelo, Jorge III, pasando a consagrarse como la monarca inglesa en estar durante más tiempo en su cargo a lo largo de toda la historia. La reina ya septuagenaria sería otra vez homenajeada, y aunque el deseo fuera muchos años más de vida, ya la chispa de la incansable monarca comenzaba a flaquear. Durante su vida recorrió varias veces Europa, pero fue en 1889 cuando visitó España después de siglos de que un monarca inglés no volviera a pisar los feudos españoles. Los achaques del reumatismo y unos primeros asomos de ceguera la llevarían a un estado que ella describirá como “soñolienta, mareada, confusa”. Logró entrar al siglo XX para luego abandonar su trono, que solamente la muerte le pudo arrebatar. Murió a finales de enero de 1901 con 81 años de edad. A su lado estuvieron los mismos que cargarían su ataúd, su hijo y futuro rey, Eduardo, y el mayor de sus nietos, el emperador alemán Guillermo III. Dejó claro lo que quería para sus exequias fúnebres. Contrario al negro que la caracterizó en su vestir, y que es lo común en este tipo de eventos, manifestó su voluntad de que todos los asistentes vistieran de blanco. Quería un entierro de estilo militar en honor a su padre, y en el interior del ataúd se dispersaron algunas fotografías, flores y joyas, y un mechón de pelo de ese último servidor misterioso por el que la reina profesaría tanta simpatía en sus últimos años. También la acompañó un molde de yeso de su amado Alberto, así como un camisón de dormir que aún conservaría el aroma de una historia de amor. Se documentó que al momento de su entierro los cielos descargaron la nieve. El parlamento iría cobrando cada vez mayor fuerza en el sistema político inglés, y la figura monárquica acabaría siendo relegada a la diplomacia y a ser el ícono visible de las tradiciones inglesas encarnadas en la casa real. Y si bien la corona perdió su protagonismo y pasó a ser un referente simbólico, hablamos de una época de esplendor caracterizada por un intenso cambio político, cultural, militar, científico y mercantil, una época a la que no en vano se le conocerá como la “Época victoriana”, y en donde Inglaterra pudo expandir y consolidar su sed imperialista. Victoria supo fortalecer esta nueva imagen de la realeza gentil, amable, benévola, querida y venerada por el pueblo, esa figura matriarcal que mantuvo durante 63 años y 216 días en ese su cuerpo robusto y grandote, de apenas uno con cincuenta metros de altura, pero enorme, y cuyo mandato sería apenas superado por su tataranieta Isabel II Reina de Inglaterra. Muchos de los actuales príncipes y reyes descienden de esta mujer. Su vasta y prolífica descendencia acabó emparentándose con miembros de la nobleza europea, por lo que hoy se le conoce como la “Abuela de Europa”. Se le recuerda como temperamental, llevada de su parecer, enérgica y honesta. Su vida es una leyenda que persiste en la cultura no sólo de su pueblo sino como una leyenda que es universal, y sus hazañas han sido llevadas al cine y la televisión, obras teatrales y novelas y un sinfín de retratos suyos y que cuentan sus historias. Su Alteza, Su Majestad, La Reina, La Emperatriz, Victoria quiso documentar cada uno de sus días, dejándonos más de cien diarios en los que escribiría un promedio de unas dos mil quinientas palabras al día.
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