Llegó a lo más alto, tocó la cúspide, alcanzó a convertirse en el pináculo de la pirámide, y allá en la cima se consagró como la artista española más destacada en todo el mundo durante la década de los veinte. Y después, así de simple, cayó en el olvido. Raquel Francisca Márques López nació en el Cinto, un barrio popular de Zaragoza, donde estaba ubicada la Venta de Baqueca y donde su padre trabajaba como herrero, mientras que su madre se empleaba en una tienda de ultramarinos. Gran parte de su infancia la pasó en compañía de sus abuelos. Se desplazaba a Inestrillas para estar una temporada con los maternos, y luego se iba para Añón a pasar otro tiempo con los paternos. Finalmente sus padres la enviarán a Francia, donde quedará a cargo de los cuidados de una tía monja, y sería en el coro conformado por la religiosa donde Raquel tendría su primera experiencia con el canto. Después de una corta temporada en Francia, Raquel vuelve a reunirse con su familia en el barrio de Pueblo Seco, en Barcelona. En la capital catalana Raquel encontraría empleo en una fábrica de confección, y por ese entonces lo suyo sería, como dice el dicho: “coser y cantar”. Y cantando en la fábrica fue que la célebre Marta Oliver reparó en la virtuosidad de “Paca”, y para febrero de 1908 la invitaría a que debutara sobre una tarima en el pequeño salón La Gran Peña, presentación en la cual se daría a conocer como Raquel la Bella. Su presentación gustó a todos, y su talento prometía, siendo así que en agosto de ese mismo año Raquel la Bella tuvo su primera gran presentación cantando en la capital española, en el prestigioso Salón Madrid ubicado en la calle Cedaceros. Su gran atractivo, su distintivo único, estaban sin duda en el poder de su interpretación. Canciones con cierta pizca de humor, populares, con un doble sentido, que lograba pasar sutilmente de la elegancia a una especie de disimulada vulgaridad. Hablamos de ese género de música que se popularizó en España a comienzos del siglo XX: el cuplé (couplet), un estilo que se caracterizó por ser, particularmente, de una exclusiva interpretación femenina. También el espectáculo en vivo de Raquel resultaba seductor: su expresividad dramática, solemne, ligera de ropa, pícara pero a un mismo tiempo melancólica. Los siguientes tres años Raquel daría un sinnúmero de shows en cantinas y bares, hasta que en septiembre de 1911 lograría una primera presentación en la capital catalana, nada menos que en el prestigioso Teatro Arnau. Para ese momento Raquel decide cambiar su apellido, para lo que eligió la sonoridad alemana de “Meller”, supuestamente por un romance furtivo que habría tenido con un soldado alemán. Raquel Meller interpretó ese día las dos canciones compuestas por José Padilla y que la convertirían en una celebridad de talla mundial, canciones que sin sospechárselo seguiría cantando en cada uno de sus conciertos durante los próximos cuarenta años: La violetera y El relicario. La fuerza y seguridad que Raquel Meller mostraba encima de un tablado escénico, contrastaba perfectamente con ese carácter imponente que sabía manifestarse también por fuera de los teatros. Se le conocía por su mal humor, y muchas fueron las situaciones en las que su personalidad desafiante la llevaron a inconvenientes de todo tipo, como cuando abandonó la Sala Imperio en medio de un espectáculo, o cuando el Teatro Arnau la denunció por incumplimiento de contrato, o como cuando fue condenada en un juicio de faltas por abofetear a otra cupletista en el Teatro Gayarre y posteriormente le rompería las partituras, o como cuando Raquel se atrevió a encarar en el Teatro Romea de la calle Carretas a la coreógrafa Encarnación López Júlvez, “La argentinita”, toda vez que ésta tuvo la osadía de imitar a la intimidante y problemática cantante española. Los franceses decían de ella que representaba a la perfección “la quintaesencia del temperamento español”. Raquel Meller se estaba consagrando como una cantante de las más representativas en su género. Se destaca su dramatismo al momento de interpretar la canción La billetera, un cántico emocional que describe la situación triste de una vendedora de billetes de lotería: “Si en vez de billetes, besos ofreciera”, dice en la canción, y luego se suspende en una pausa, como un suspiro de lamento, para sentenciar: “Fuera otra la suerte de esta billetera”. Para 1912 la naciente ingeniería musical desarrolló las primeras grabaciones discográficas, permitiendo con esto que el canto de Raquel Meller se desplazara por todos los rincones del mundo en un extraño disco de vinilo. El repertorio incluía su distintivo cuplé, pero así también arias de ópera, zarzuelas, pasodobles, recitales poéticos, canciones regionales y otros géneros populares. Con el sello discográfico Odeón, la cantante grabaría casi 400 canciones a lo largo de su carrera, y apenas 14 títulos con la marca Gramófono, la del famoso logotipo que decía: “La voz de su amo”. De esos primeros días en los estudios de grabación se destacan canciones que evocaban los campos y al labriego, como Mieres del camino y Pastorela; canciones más sensuales y candentes como ¡Ay, Ramón! y La polvera; y canciones más emotivas y sentimentales como Flor de té y Mimosa. En 1914 el género del cuplé estaba en su furor, y en toda España se contaba a más 700 cupletistas, la mayoría concentradas en Barcelona, donde empezaban a proliferar los institutos académicos que enseñaran el oficio. Queriendo perfeccionarse en sus técnicas, Raquel se matricula en la Academia Artística de Juan Ribé y Copérnico Oliver Gordito, ubicada en la calle Conde de Asalto. Para 1914, y con apenas 26 años, Raquel Meller era ya una destacada celebridad, y ya merecía contar con una primera biografía que diera cuenta de sus viajes y sus logros. Un par de autores se tomaron la tarea de cumplir la misión y redactaron sus memorias bajo el título: Raquel Meller, la mujer y la artista. Ella no componía, pero los mejores compositores de la época hicieron su trabajo; y sin embargo varias veces se presentaba destacando la autoría de las canciones que la harían más famosa. La que fuera la más grande en su género, no sabía siquiera leer partituras musicales, y sin embargo su conocimiento empírico le permitían ajustar las piezas compuestas por los más destacados arreglistas, como en el caso de Arenitas de mi amor, canción en la que el mismo compositor recordaba que sería Meller la que acomodaría y daría indicaciones muy precisas, valiéndose de una terminología ajena a la música y sin embargo medida, sabiendo marcar los tiempos, las entradas, las pausas en general que deberían coordinarse desde la orquestas, para que fuera entonces ella, la intérprete, quien se robara toda la atención, y para “hacer de la canción, un poema”, así lo dice un crítico de la época. Soberbia, convencida, de mirada fulgurante, la cantante española sería tildada varias veces de “genio”, llevando el género musical del cuplé a todos los destinos. Entre los tantos agentes que pululaban a su alrededor, Meller se inclinó por el escritor y diplomático guatemalteco, Enrique Gómez Carrillo, quien mostraba un especial interés en promocionar la carrera de la cantante y de llevarla a recorrer el mundo con su canto. Fue así como ese mismo año Raquel tuvo la oportunidad de presentarse en París, en el mítico Teatro Olympia, y así también viajar a Suramérica para conquistar las capitales de Santiago de Chile, Buenos Aires y Montevideo. En 1918 grabó la primera de las tres versiones de La violetera y Relicario (otras dos versiones serían grabadas en París en 1926 y 1931 por el procedimiento electrónico), así como otras 35 canciones y entre las que se destacan: La cautiva de Granada, El peligro de la rosa y El rey, la maja y el torero. Para 1919, después de estos triunfos, la pareja laboral se transforma en una relación sentimental, y deciden contraer matrimonio, y pese a la dudosa reputación del guatemalteco, de quien se especulaba había tenido sus amoríos con la mismísima Mata Hari. Para 1920 regresa a conquistar la capital francesa, ofreciendo presentaciones durante todo enero como figura principal de la Revue des souhaits, y retornando al año siguiente para continuar con sus exitosos espectáculos. Regresa a España para terminar su primera película, Arlequines de seda y oro, así como para poner un término definitivo a su relación conyugal. Es así como para 1922 su matrimonio llega a su fin, y durante la década de los veinte Raquel elegirá a París como su lugar de residencia, adquiriendo una propiedad en un palacete suntuoso de Versalles, y un par de propiedades cercanas a la ciudad de Niza, en la Villefranche-sur-Mer, donde llevaría a vivir a su madre y que le serviría como sus casas de descanso. En 1922 Meller rodará varias películas de cine mudo: Les opprimés (Rosa de Flandes), La terre promise y la primera versión de Violettes impériales, de 1923. En 1924 Meller interpretará una de las cinco actuaciones que realizó en el Music-hall-Palace, ubicado en la Rue de Faubourg Montmartre: Je t’aime, Vive la femme, Le luxe de Paris, Paris-Madrid y Olé, Señorita. En 1925 regresa al cine con la película La ronde de nuit, y un año después, la película de cine mudo por la que será más recordada, y que fue grabada en Ronda y Málaga durante el otoño: Carmen. Durante todo el rodaje los medios atendieron de cerca la agenda de la actriz y cantante, inspeccionando cómo es que la artista resolvería el asunto de interpretar a la más española de toda la literatura francesa. Acabado el rodaje, Meller viajó en abril a los Estados Unidos, llevando su cántico a las ciudades de New York, Filadelfia, Boston, Baltimore, Los Ángeles, y luego de sus tantas correrías acabaría fatigándose en Chicago, por lo que tuvo que regresar a España para tomar un reposo. No obstante, para octubre de ese mismo año, la incansable cantante regresaría a Norteamérica para colmar las principales salas de las principales ciudades. Su éxito estuvo patentado desde la primera presentación en New York, donde más de un millar de espectadores se congregaron en el Teatro Empire, luego de haber pagado una costosa boleta por valor de casi U$30 para conocer a la afamada cantante de cuplé. Única voz en el escenario, la española estuvo acompañada por una orquesta conformada por renombrados músicos de la Philharmonic Society. “El alma que canta”, esas fueron las palabras que usó uno de los críticos que estuvo allí, deleitándose con un recital compuesto de trece canciones, dando inicio con la popular canción de El relicario y culminando con la ya mítica La violetera, y ofreciendo una última canción luego de haber sido tan ovacionada: La mimosa. Entre canción y canción, la cantante se ocultaba tras bambalinas para aparecer nuevamente portando otra vestimenta, y este tiempo sería aprovechado por el público para leer en el programa la traducción de la canción que vendría a continuación, y que explicaba sus disfraces. Así, para su interpretación de la canción Flor del mal, la artista se presentó vestida como una prostituta maltrecha, desarreglada, con su pelo alborotado, y a mitad de la canción, como un acto sublime que años después sería imitado por Frank Sinatra y hasta por Édith Piaf, la cantante sacó un cigarrillo de su cartera, se acercó al público y lo encendió, dio un par de bocanadas y fue entonces cuando los espectadores se desataron en un aplauso, para luego apoyarse contra una pared, “sin fuerzas, sin vida, muerta por dentro. Se apagaron las luces y se hizo un silencio de pesadumbre, que el público rompió con una interminable ovación”, esta fue la crítica más que benévola que la revista Time dedicó a la cantante española en su artículo titulado, Embrujadora Meller, y en la que sería también portada el 26 de abril, vistiendo una clásica manta española y acompañada del epígrafe: “Sus manos son como rostros”. En el Teatro Empire de New York Raquel Meller celebró casi una cuarentena de espectáculos antes de regresar al mundo cinematográfico. A finales de 1926, aprovechando su estadía y éxito en New York, Meller rodó con los estudios de FoxMovietone cuatro cortometrajes sonoros en los que cantaba parte de su repertorio, y que serían estrenados a comienzos del año siguiente en el gigantesco cine Roxy, ubicado en la Séptima Avenida: La mujer del torero, Flor del mal, La tarde del Corpus y El noi de la mare, y un año más tarde regresaría al cine con la película La venenosa. En 1930 se entrevista con Charles Chaplin, quien le propone actuar para su película City lights, y en la cual pese a no haber participado, el director incluiría la canción La violetera como parte de la banda sonora de su película. Ese mismo año Raquel probó suerte con el canto en francés, cantando Douce France, versión de una marcha catalana, y ya con este gesto a la Francia que tanto la amaba, le sería suficiente para que fuera condecorada en París como “Marianne des Mariannes”, un título popular que se le otorgaba a artistas consagrados por el público y que se remontaba a los tiempos de la Revolución. También grabaría otras canciones como Je n’sais pas, y en la que Raquel se ridiculizaba a sí misma por su dificultad para pronunciar Je t’aime. Un año más tarde también lograría tener éxito en la obra teatral, Une jeune fille espagnole, donde estaría acompañada nada menos que de la exigente y prestigiosa Comédie Française. Inagotable, para 1932 Meller rodó la segunda versión del film Violettes impériales, esta vez sonora, y en la que interpretó cinco de sus canciones más emblemáticas y reconocidas. Para mayo de 1935 dio inicio a una semana de presentaciones en el Teatro Tívoli de Barcelona, sin sospechar que estos serían los días en los que ya su carrera entraría en debacle. Para 1936 empezaría a rodar en España la que sería su última e inacabada película, Lola la de Triana, antes de desaparecer de su país durante los tres años siguientes, en los cuales se desataría la Guerra Civil. Raquel se refugió en Francia y más adelante viajaría a Suramérica. De 1937 a 1939 permaneció en Argentina, y terminada la guerra en España regresó una temporada a Barcelona, retomando a su público con la obra de teatro La violetera. A finales de 1939 se presenta en el Teatro de la Zarzuela de Madrid, para dar una última presentación al año siguiente participando del espectáculo ¡Alló, Hollywood! Ese agitado 1939 Raquel Meller despediría la década contrayendo nupcias por segunda vez con Demon Sayac, un empresario de espectáculos francés, con quien tendría una relación más parecida a la amistad, destacándose el hecho de que nunca convivieron bajo un mismo techo. La Segunda Guerra Mundial llevó a que Raquel perdiera todas sus propiedades y posesiones en Francia, por lo que decide mudarse a Barcelona a un modesto piso en la calle Rosellón. En 1941 se presenta en el Teatro Cómico de Barcelona y al año siguiente en el Circo Priece de Madrid. Acabada la Segunda Guerra, Raquel Meller es contratada como figura principal en el espectáculo Melodías del Danubio, y en adelante, y durante las dos próximas décadas, la otrora reconocida estrella internacional caería en el penoso olvido, y la artista más cotizada de su época, y que hacía un par de años se daba el lujo de cobrar más por sus espectáculos que Maurice Chevalier y que el mismísimo Carlos Gardel, acabaría sus días en condiciones, no miserables, pero sí de una lamentable decadencia económica. Antes de ausentarse por años, Raquel Meller grabó sus tres últimos discos: Yo no sé por qué, Duérmete mi clavel y Tengo miedo, torero. Reaparece una década más tarde, en 1956, cantando nuevas canciones como Zapatitos rotos y Las tres carabelas, y una última canción con un título que ya para entonces le quedaba muy bien: El tiempo pasa, Madame. Un año más tarde participa en un papel secundario en la película El último cuplé. El cuplé había tenido ya su momento de esplendor, y la nueva generación no parecía dejarse seducir por los gestos que consideraban ridículos, exagerados, impostados, siendo así que para 1958, ya con setenta años cumplidos, Raquel Meller participó de la revista musical Cuando salió el ‘Blanco y Negro’, en el Teatro Victoria de Barcelona, y al año siguiente se le vio cantando por última vez en público en el salón de fiestas de J’Hay, en la Gran Vía madrileña. Ese mismo año se despedirá participando en la película La violetera, acompañada de la también reconocida Sara Montiel, e interpretando las canciones que le dieron fama y popularidad, y con las que intentaba capturar nuevamente a un público. Pero no fue así. Raquel se quedó cada vez más sola. No tuvo hijos naturales, pero en 1915 adoptó a una niña y en 1939 a un niño nacido en Buenos Aires. Sus últimos años los pasó en Barcelona, donde tuvo que vender y empeñar algunas de sus posesiones para así poder sobrellevar sus gastos, y finalmente a mediados de 1962, a la edad de los 74 años, el diario La Vanguardia anunciaría su muerte acontecida en el Hospital de la Cruz Roja, dedicándole un artículo de dos páginas, y pese a no tenerla en cuenta para su portada, para la cual eligió informar sobre un ministro franquista que había muerto ese mismo día. Y aunque durante años permaneció olvidada, su funeral contó con la presencia de varias personalidades del ámbito musical, así como con una multitudinaria asistencia que quiso despedirla. En el Teatro Bellas Artes de Zaragoza hay una sala-museo dedicada permanentemente a la obra de su artista más ilustre y reconocida. Una carrera que empezó por allá en la Sala Imperio y en el Pabellón Soriano, innovando en un género a través de sus primeras interpretaciones de cuplé, como la recordada canción La gatica blanca. Muchos otros éxitos para mencionar de su repertorio: Siempre flor, Hay que ver, Doña Mariquita, Bajo los puentes del Sena, muchas más.
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