Arte vivo, o al menos en movimiento. Dibujos que se desplazan, figuras que viajan prendidas de los brazos, las pantorrillas, el pecho. Una pintura en la que el lienzo es la piel, un grabado imborrable, una cicatriz que permanecerá, de cualquier forma, a manera de símbolo. Un símbolo para intimidar, seducir o pertenecer, un testimonio visible, la marca que queremos evidenciar ante los demás. Desde hace milenios los humanos se han rayado la piel. Diferentes los métodos, el ser humano ha encontrado la forma de dejar un rastro imborrable y visible en el cuero que lo recubre, siendo uno de los primeros de que se tenga registro aquellos restos encontrados entre Italia y Austria, y que datan de hace más de 5.000 años. Conocida como la momia Ötzi, a este cadáver se le contaron casi sesenta tatuajes, en lo que parecía más un tratamiento terapéutico que una rareza estética. Pero tuvieron que pasar los milenios para que el tatuaje ya no fuera un referente de los rufianes, trúhanes, bucaneros, presidiarios o prostitutas, y cambiar esa mentalidad que todavía hoy persiste en muchas personas, sería una tarea artística, tal vez espiritual, que le correspondería en gran parte a la estadounidense Maud Stevens Wagner. Su cuerpo completamente tatuado inspiraría a otras mujeres para que celebraran el arte en su piel, y que estas ilustraciones gozaran del encanto suficiente como para no ser apreciadas con disgusto, entendiendo su valor artístico. Maud era una trapecista y contorsionista de circo itinerante que viajaba de gira en gira presentando su espectáculo de acrobacias. Pero en 1904 sus intereses se volcaron hacia otros rumbos, cuando en la Exposición Universal de San Luis conoció a un marino que decía haber recorrido todo el mundo, Gus Wagner, que se llamaba a sí mismo como El hombre más tatuado de América, y en cuyo cuerpo acumulaba unos doscientos sesenta y cuatro tatuajes que contaban sobre sus andanzas por todo el orbe. El intrépido marinero le pidió a Maud una cita, a lo que ella aceptaría siempre que él le enseñara en qué consistía el arte de tatuar. Gus empleaba una técnica que según él le había sido instruida por las tribus de Java y Borneo. La técnica, conocida como handpoked, consistía en una tarea más parecida a la acupuntura. Rudimentaria, bastaba con una aguja y tinta, y largas sesiones quirúrgicas en las que se introducía color en la piel, y hasta sangrar, soportar así el dolor y ejercitar la virtud de la paciencia. Pronto Maud cambió la imagen de que una mujer con una aguja es una mujer que se dispone a coser, y ella misma se dispuso a perfeccionar el arte en el que la aguja le serviría a las mujeres para pintar. Al comienzo su cuerpo sería el lienzo. Se perfeccionó en el diseño de felinos, pájaros y serpientes, árboles y flores, duendes y hadas, estrellas y destellos, y entonces ilustró sus piernas, su torso y su cuello, y para llegar a otros lugares donde no alcanzaba, le pidió a Gus que la tatuara, y así hasta completar todo su cuerpo y convertirse por aquel entonces en la mujer del marinero tatuado, en la mujer más tatuada de América. Se tatuaban el uno al otro, e incluso en sus brazos izquierdos llevaban el nombre de su amado. Maud empezó a tatuar a sus compañeros de circo y a aquellos voluntarios que se habían dejado seducir por sus diseños, y de repente su pasión logró convertirse en un negocio en el que ella y su esposo recorrerían distintas ferias viajando hasta los más remotos pueblos estadounidenses, ofreciendo sus servicios de tatuadores, pero sobre todo brindando un espectáculo de curiosidades en donde ellos mismos serían el espectáculo principal: un par de freaks que parecían surgidos de un teatro de burlesque, de un museo de rarezas o de una tienda de curiosidades. Como sea, la pareja despertaba interés, y el público los encontraba definitivamente una pareja particular, y muchos al verlos se dejaban seducir por la técnica y pagaban para que alguno les tatuara en la piel el tatuaje soñado. La pareja siguió fiel a su técnica ofreciendo este método artesanal, y pese a que por aquel entonces ya se habían popularizado las máquinas para tatuar. De esta forma Maud y Gus lograban un acabado al detalle, manual, punto por punto, remojando en tinta la aguja y pinchando poro por poro. Pese a que Maud estaba al mismo nivel de su marido, o incluso pudiera superarlo en muchas habilidades, el espectáculo de la pareja se ofrecía como un acto en donde el hombre desempeñaba un papel protagónico, mientras que la mujer era presentada en su juego de segundona: “El espectáculo original de Gus Wagner, con una dama tatuada”, decía algún cartel publicitario. The tattoed people, como serían conocidos, sabían de sobra que una sociedad machista no se dejaría enganchar por la propuesta de que una mujer fuera quien ofreciera el servicio de tatuadora profesional. De hecho, en los pocos carteles en los que se anunciaba a la pareja, estos figuraban como si se tratara de un par de colegas, escondiendo el nombre femenino y bastándose de su inicial para nombrar a la mujer que se ocultaba tras él: “M. Stevens Wagner”. Maud no sólo se sobreponía al prejuicio del tatuaje, ese que vinculaba a las personas tatuadas con los canallas y lo más ruin de la sociedad, sino que además batallaba con los prejuicios patriarcales que desde siempre destinaron a la mujer a ocupar un puesto de inferioridad, considerándola como un ser incapaz y sobreestimando sus virtudes y talentos. El tatuaje, visto desde siempre, otorga a quien lo lleva grabado en el cuero un cierto tipo de poder. Maud sabía lucir con gran estilo esa doncella que cabalga en uno de los leones que ilustran su pecho, la mariposa en su hombro derecho, y las palmeras, una en la que se enrosca una serpiente, y los colibríes y otros pájaros, un águila sobre la bandera de los Estados Unidos, y unos versos aquí y allá, y flores y hojas coloridas esparcidas por todo su cuerpo. Así podemos apreciarla en una fotografía que se conserva de ella, y que es un ícono dentro de esta cultura del tatuaje, que en los últimos años viene cobrando muchísimos adeptos. La historia de amor de los freaks tendría su propia rareza: la pareja contrajo matrimonio y tuvieron a su hija Lotteva, que empezaría una tradición familiar, siendo que a los 9 años ya demostraba su virtuosismo con el manejo de la aguja y el empleo de la tinta. Lotteva y su madre siguieron trabajando juntas hasta la muerte de Maud, a finales de enero de 1931. No se conservan ninguno de sus diseños, como sí varios de quien fuera su marido. A pesar de esta lucha contra el machismo, Maud Stevens Wagner es reconocida como la primera tatuadora profesional. Su hija continuó estos pasos y se dedicó toda la vida al arte del tatuaje. Curiosamente, Lotteva fue fiel a la voluntad de su madre, y pese a rayar a miles de personas, ella jamás permitiría que nadie le pusiera la aguja encima, y ni ella misma se atrevió a hacerlo. Su madre nunca quiso que Lotteva manchara su inmaculada piel, y así su hija no consideró a nadie más digno que la pionera del arte para tatuarla, y si no fuera ella, se negaría a que fuera alguien más. Un arte que se hace vivo, o se vivifica, se expone en las calles y se descubre en los lugares más íntimos, en la intimidad de los cuartos. El dibujo cobra vida a través de quien lo porta, convirtiendo su cuerpo en una obra en movimiento. Durante años sobrevivieron las pinturas de esta artista en los miles de cuerpos que tatuó. Sus diseños fueron haciéndose figuras irregulares cuando el lienzo se fue arrugando, y las pieles envejecieron, y hasta que finalmente acabaron desgarrándose, descomponiéndose donde crecen las raíces o calcinándose inevitable al interior de un horno crematorio.