Ella es la Historia

Publicado el Milanas Baena

María Josefina de Saboya (1753-1810)

Que era descuidada con su higiene, más concretamente, que era una cortesana muy sucia. Que era desapasionada, en exceso tímida, sin capacidades para socializar, carente de cultura. Esta era su fama mientras estuvo con vida y siguió siéndola hasta hoy. Se le recuerda por su desaseo y por su falta de carisma. Pero qué culpa tendría ella si había sido condenada por el destino a nacer princesa. Su padre era Felipe V, rey de Francia, y su madre la “Infanta de España”, María Antonia de Borbón, y cómo culparla; y qué culpa había tenido María Josefina de llegar a este mundo en los suntuosos aposentos del Palacio Real de Turín y con el título de “Alteza real”, y quién para juzgarla porque a los 18 años la obligarían a casarse con un Conde dos años menor que ella y que se la llevaría a vivir en el Palacio de Luxemburgo de París, lujosos aposentos que rivalizaban en ostentosidad y gala con los del mismísimo monarca imperial, qué culpa. Sus padres mantenían una unión que nada tenía que ver con el amor, y aun así su progenie se extendería en doce ramajes. Uno de esos pobres niños ricos sería María Josefina, y así también el destino que le correspondía ocupar en los designios del corazón. Su padre, rey, en extremo religioso, militar a ultranza, en defensa de los valores de la moral y de las buenas costumbres, todo un conservador, no repararía gran cosa en la educación de su hija, y sus intereses estarían fijados en hallarle lo más pronto posible un marido que pudiera desposarla y prolongar su estirpe real. En la realeza es común que los matrimonios se celebren por responder a un tipo de acuerdo que nada tiene que ver con el amor. Se pretende con la unión de dos personas fijar un acuerdo o un tratado de paz, un pacto o alianza, casarlos con intereses políticos o financieros, pero nunca con el motivo del amor. Qué hubiera sido de estas familias que gobernaron siglos si hubieran sido conformadas en el marco del amor, y la historia no hubiera tenido que lidiar con monarcas caprichosos, soberbios y contemplados en medio de los lujos más estrafalarios, inconscientes, infelices y descontentos, distantes o completamente ajenos a la realidad del pueblo que suponen gobernar. Pero nunca ha sido así. La unión de la realeza proviene de maniobras para estrechar lazos y asegurar vínculos, tratados y acuerdos de paz, pactos y alianzas territoriales, convenios que aseguren el linaje sanguíneo o que mantengan el poder económico. Poco interesaba la felicidad de toda una familia y, quizás así, de un pueblo por entero. Desafortunada pues en el amor, así también le ocurrió en las cuestiones de salud. Nació en cuna de oro, pero con un problema en la estructura de sus vertebras que fue imposible curar, y que iría poco a poco degenerando su columna, ocasionándole una torcedura en la espalda. Al cumplir los 18 le eligen su marido. El elegido sería el acaudalado, culto, ostentoso y distinguido Conde de Provenza, dos años menor que María Josefina, y que de entrada le parecería muy poco atractivo. No le generó gracia ni interés, y así mismo le sucedería al Conde, acostumbrado a los lujos reales y a esa pomposidad exuberante de la época que pretendía deslumbrar, y a posta encontrarse con una mujer insulsa y desabrida, mal vestida y aparte de esto muy olorosa. A partir de ese entonces quien adquiriría el título nobiliario de “Nieta de Francia”, pasaría también a convertirse en el objeto de burla de todo Versalles. Pero nada interesaba más allá de emprender una carrera por el trono, para lo cual lo más urgente sería consumar el matrimonio. Pasaron varios años y el encuentro parecía no suceder. Se rumoreaba de la virginidad de María Josefina y de la impotencia del Conde, pero lo cierto es que la pareja se tenía un desprecio mutuo y evidente, y jamás se atrevieron siquiera a compartir los mismos espacios y mucho menos la cama. Él le reprochaba la falta de cuidados personales que le exigía su calidad de Condesa: depilarse las cejas y llevar finos vestidos, como no insistir en su desaseo y en su falta de higiene, quejándose de que no se cepillaba los dientes ni se lavaba la boca, no se acicalaba y jamás usaba perfume. Y por más voluntad que ambos pudieron haber puesto en su intimidad, y aunque durante años tuvieron la primera opción como aspirantes a la Corona, la pareja jamás conseguiría tener descendencia. María Josefina tendría sin embargo dos abortos involuntarios. A lo largo de su vida la despreciada cortesana tendría que soportar los improperios y los malos tratos de toda la corte. Se reían de ella porque tenía un físico poco agraciado, por no decir que era fea; que era una persona poco divertida, como desinteresada, y esto para no llamarle aburrida; que poseía poco talento en el arte y la cultura, por no llamarle bruta, salvaje o ignorante; que se trataba de un ser con una personalidad tímida, discreta, a quien le costaba relacionarse en sociedad, por no decir que María Josefina era en definitiva una antipática a la que le criticaban todo, siendo lo más destacado su falta de modales y el descuido de su higiene personal. Apartada, ninguneada, excluida y discriminada, la pobrecita de María Josefina no era bienvenida en ningún sitio, y su única compañía sería siempre su hermana menor, María Teresa, que un día acabaría casándose con el futuro rey, Carlos X. Sin embargo faltaba una mujer que se sumaría a la carrera por tener hijos lo antes posible. Se trataba de la cuñada del Conde, la afamada María Antonieta, quien pese al descontento de María Josefina, acabaría conviviendo con ella bajo el mismo techo por órdenes estrictas de su marido. A partir de ese entonces la vida de la “Nieta de Francia” se convertiría en un continuo tormento. Le fastidiaba la personalidad caprichosa y mandona de la incorregible María Antonieta; bullosa, mimada, hipócrita para muchos, la delfina se la pasaba por los salones y los corredores del palacio explayando sus encantos y atractivos, y opacando así la figura ya de por sí lúgubre y ensombrecida de la Condesa, que cada vez se hacía más introvertida, solitaria y timorata. Por otro lado, el Conde ya se atrevía a denostar en público la carencia de virtudes de su esposa, llamándola desapasionada, alguien a quien le faltaba el bel esprit. Y cómo reprocharle su falta de gracia y carisma cuando nació y creció desencantada de todo, o quizás nunca se encantó de nada, desconocedora o ignorante de la realidad que se abría más allá de los palacios. Abnegada y sumisa, en extremo discreta, María Josefina jamás tendría la oportunidad de cuestionarse a sí misma quién era ella o quién querría llegar a ser. Si el infortunio de la tanta riqueza no le hubiera tocado en suerte, cuánto hubiera preferido quizás que su destino hubiera sido otro, haber vivido otras desgracias, haber nacido libre. Una revisión histórica más reciente nos permite suponer que muchas de las anécdotas o de las costumbres de María Josefina pudieron haberse tratado de falsas especulaciones, de pura calumnia antimonárquica de la cual no sólo ella sería víctima. Decir por ejemplo que cuando se presentó ante el Conde por vez primera, la pobre reina venía de un largo trasegar en carroza por caminos de herradura desde Turín hasta Versalles, en una travesía en la que se impregnó de campos, caballos, sudor, y que al parecer recién llegó se enteraría de que su recibimiento no incluía un baño donde pudiera asearse y mostrarse presentable ante su príncipe soñado, y que tal vez otras fueron las historias que intentaban deslustrar la imagen condescendiente de una de las figuras más vituperadas de la Corona Francesa durante toda su larga historia. Tal vez mucho se debe a malas interpretaciones; tal vez la historia toda sea de por sí un malentendido. Dándole entonces el beneficio de la duda, se preguntará entonces si es que a partir de aquel día en que la llevaron a Versalles la Condesa adquirió la mala costumbre de no limpiarse, costumbre que al parecer no abandonaría jamás, o si es que tal vez estamos en presencia de la primera hippie de toda la historia. Una niña rica y descontenta y despreocupada de su entorno, llevada de su parecer y que no quería ser ninguna princesita, pero que tampoco pudo ser otra cosa distinta, que no se depilaba porque lo consideraba engorroso, que la caracterizaban sus vestimentas simples y descomplicadas y su estilo irreverente, sencillo, desabrido, una mujer a la que poco o nada le importaban los asuntos concernientes a la vanidad o las últimas tendencias de la moda. Pero nada de esto pudo ser así. María Josefina tuvo que nacer y crecer en un mundo de paradojas o contradicciones, en donde cualquiera podría pensar que a una reina no la tocan las desdichas, sin sospechar siquiera que toda su vida por entera podría haber sido la más desdichada. Fue esta la historia de María Josefina de Saboya. Una víctima de su género y de su época. Si hubiera entonces podido elegir, seguramente jamás hubiera pensado convertirse en reina, y hubiera preferido un destino menos infortunado, un destino que no la condenara desde siempre a ser la esclava del modelo de la realeza. Pobre mujer. Su marido ya no tuvo reparos en confesar sus infidencias, y se llevó a vivir al palacio a su amante, como una forma de legitimar una nueva unión, pero esta vez sentimental. Se trataba de la Condesa de Balbi, distinguida por su belleza e inteligencia, y a la que el Conde seduciría con toda clase de obsequios e incluso invitándola para que se mudara con él a su palacio. La Condesa Balbi aceptó, lo que acabaría no solo por trastornar a la ya atormentada María Josefina, sino que terminaría por hundirla en esas sombras de las que nunca logró salir. Al interior del palacio se vivía un melodrama que todo el mundo afuera conocía. María Antonieta crecía en popularidad, su magnetismo y su personalidad envolvente lograba que todos a su alrededor le sonrieran, gozaran de su carisma y su simpatía y la hicieran partícipe de cada evento que se celebraba. Finalmente sería ella quien ganaría la codiciada disputa por el trono, convirtiéndose en reina, toda vez que su esposo fuera proclamado como rey de Francia. Por aquellos años María Josefina encontrará el afecto sentimental que nunca tuvo en los brazos de una mujer. Algunos dirán que sería un escándalo que quiso desatar únicamente para vengarse del Conde, pero al parecer María Josefina y la aristócrata Marguerite de Gourbillon, mujer casada, sí mantuvieron un amorío legítimo que se vería truncado por las trabas que les impondría el Conde. Éste, ofendido, humillado, le ordena a la señora de Gourbillon que abandone Francia de inmediato. Los que sí tuvieron que abandonar el país, y quizás con más urgencia, serían ellos mismos, toda vez que la Revolución se desató, y un pueblo enardecido se lanzó a la cacaería de los nobles. La familia se exilia en Alemania, y las intrigas y los celos y esa trama tormentosa que siempre fue su matrimonio, se vería exacerbada cuando María Josefina consigue reunirse con su amante. A pesar de este nuevo desplante, el Conde decide perdonarla y la invita a que acuda con él a un evento que se realizará en el palacio. María Josefina acepta con la condición de que ella también irá acompañada, y que su compañía se trata sin dudarlo de su querida aristócrata. Era de suponer el enojo que esta descarada contrapropuesta despertaría en el Conde, y ante la contundente negativa, la íngrima y desolada Condesa se encerraría durante días en su habitación. En 1808 se mudan a Londres. Allí también intentará verse con Margarite, quien había logrado viajar hasta Inglaterra para volver a abrazarse con su amante. Sin embargo el Conde se entera e impide que se efectúe dicho encuentro. Su enfermedad crónica en los huesos la iría deformando paulatinamente a lo largo de su vida, que tampoco sería muy larga, ya que moriría a los 57 años a causa de un endema. Mientras agoniza pide perdón a los cortesanos, que la rodean y la miran extrañados y como arrepentidos de sus blasfemias e improperios. Su funeral fue una ocasión perfecta para convocar a un grupo de exiliados políticos a los que las fuerzas napoleónicas venían siguiéndoles la pista. Fue así como varios espías infiltrados hicieron parte del convite para después presentar un informe con el inventario de los más buscados. En sus cortejos fúnebres la acompañó la carroza real de la familia inglesa, y sus restos fueron sepultados en la prestigiosa catedral de Nuestra Señora de la Abadía de Westminster. Cuatro años después de su muerte, por esas mismas cosas del destino, ese que fue su marido y que tuvo que soportar durante toda su vida, se alzaría finalmente con el trono de Francia, y el mundo lo conocería como Luis XVIII.

María Josefina de Saboya

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