Maria Anna Cecilia Sofia Kalogeropoúlou no se equivocó al cambiar su nombre, porque un día estaría en boca de todo el mundo, y por lo que a cualquiera le resultaría más fácil llamarla “Maria Callas”. Nació en New York, hija de una pareja de emigrantes griegos, donde el padre, un farmacéutico, haría la apuesta de mudarse a Manhattan con su familia para abrir una boticaria. Sus padres se divorcian y a los 13 años Maria se mudará a la capital griega en compañía de su madre y de su hermana, y unos años después (mintiendo respecto a su edad ya que solamente a partir de los 16 años podría matricularse) la cantante precoz conseguiría empezar su formación vocal en el Conservatorio Nacional de Atenas, de la mano de la afamada Elvira de Hidalgo. Maria sufriría una tormentosa crianza por parte de su madre, de quien diría años más tarde que sólo estuvo ahí aprovechándose de su fama, para vender historias a la prensa amarillista e incluso para chantajearla, pero con la cual nunca sentiría un cierto vínculo maternal. Creció también a la sombra de su agraciada hermana, quien parecía estar dotada de una belleza con la que ella no contaba, siendo considerada por su madre como la “gorda.” Maria no declinará en su vocación, y a pesar de no destacar en un comienzo, para 1938 debuta como amateur en Atenas, interpretando a Santuzza en Cavalleria rusticana, y para 1940 se integra a la compañía de Ópera de Atenas, haciendo su debut profesional en 1942, en el Teatro Lírico Nacional de Atenas con la opereta de Boccaccio. Ese mismo año llegaría su primer éxito con la Tosca, de Puccini, y en los próximos años se destacan sus interpretaciones en El contramaestre de Manolis Kalomiris y en Fidelio de Beethoven. Antes de finalizar la Segunda Guerra Mundial, Maria retorna a Estados Unidos, donde rechazará debutar con Madama Butterfly de Puccini en el Metropolitan Opera House, para presentarse años más tarde en Chicago, en 1947, con Turandot. Tiempo después fue invitada a cantar La Gioconda de Ponchielli en el anfiteatro de la Arena de Verona, y sería durante este evento donde conoció al que dos años después se convertiría en su marido, un millonario industrial treinta años mayor que ella, llamado Giovanni Battista Meneghini. En adelante Maria comenzaría su ascenso meteórico, interpretando a Tristán e Isolda y La valquiria, ambas de Richard Wagner, y para 1949 se presentará por primera vez en el Teatro Colón de Buenos Aires, interpretando con gran éxito a Norma, para regresar a Italia, y ese mismo año consagrarse como “la voz de Italia”, luego de su interpretación en Venecia como Elvira, en I puritani. Su gran momento llegaría entonces cuando conquistó la prestigiosa Scala de Milán, donde interpretó el papel de Aída, de Verdi, convirtiéndose en una celebridad de talla internacional, y por lo que se le empezó a conocer como “La Divina”. En 1950 se presenta en el Palacio de Bellas Artes de la Ciudad de México, donde interpretaría con Giuseppe Di Stefano reconocidas piezas como Rigoletto, Bohemia y Traviata, convirtiéndose ambos cantantes en uno de los dúos más exitosos en el historial de la ópera, llegando a grabar juntos nueve óperas completas, entre las que se destacan Manon Lescaut, Baile de máscaras, Los puritanos y Payasos. Uno de sus conciertos en la capital azteca lo despedirá con un Mi bemol que sería conocido como “el agudo de México”. En 1951 será aclamada por una de sus actuaciones más recordadas en I vespri siciliani de Verdi. En 1952 Callas firma un contrato con el productor musical de EMI, quien era el esposo de la consagrada cantante Elisabeth Schwarzkopf, la cual tendría la oportunidad de presenciar a Maria interpretando Traviata, luego de la cual se declararía imposibilitada para volver a cantarla, declarando que “¿cuál sería el sentido de hacerlo si otra artista lo puede hacer perfecto?” Maria había logrado alcanzar el pináculo del canto, y sin embargo su contextura gruesa y su altura no hacían de ella la propuesta visual más apetecible como para encarnar ciertos personajes, siendo así que para “hacer justicia a Medea”, así se comprometió, e interpretarla con altura en la Scala de Milán, Maria consiguió a lo largo de un año perder más de 36 kilos. Quienes la vieron un tiempo después confesaban sentirse en presencia de “otra mujer.” En 1954 se presenta con gran éxito en la Lyric Opera of Chicago, con Lucia di Lammermoor, pero sería al año siguiente cuando su carrera llegará al tope, y tanto será el furor que logra su canto, que el público le reclamará para que repita alguno de sus actos una vez terminada la función. Sucedió que en 1955 su exrepresentante la demandaría por no haber anulado formalmente su contrato, reclamándole la escandalosa suma de 300.000 dólares. Finalmente llegarían a un acuerdo sobre el que no se tiene muchos detalles, pero nada de esto impidió para que Callas continuara su cosecha de éxitos, y para 1957 la veríamos en el Metropolitan Opera House, y ese mismo año regresa a la Scala de Milán para darle vida a Anna Bolena de Donizetti, dirigida por Luchino Visconti e interpretada a dúo con Giulietta Simionato, y también se recuerda su presentación de La sonámbula de Bellini. En 1958, en la Scala de Milán, en medio de un recital, Maria siente que su voz no es lo suficientemente portentosa, que no está dándole al público lo que merece, por lo que decide escapar por la puerta de atrás y abandonar el auditorio. Sin embargo pudo reponerse y ese mismo año cantó con gran acogida en Lisboa y así también como en el Covent Garden de Londres. En adelante viajó por el mundo y su voz fue escuchada en Chicago, Filadelfia, Washington, Dallas, Colonia, Berlín, Viena, París y Edimburgo. Ganar al público catalán fue difícil, ya que en Barcelona se destacaba la querida Renata Tebaldi, con quien Maria mantuvo cierta discordia a lo largo de su carrera. Tebaldi se refirió de esta manera cuando las compararon: “Tengo una cosa que Callas no tiene: corazón.” Por su parte Callas decía que compararlas era “como comparar champán con coñac”, y que Tebaldi se trataba de una mujer “desagradable y astuta.” Pese a esto, Barcelona tuvo que dejar de lado todo tipo de regionalismos y desencuentros y rendirse inevitablemente a la voz de Maria. Un tiempo atrás Maria había conocido al millonario de la industria naviera, el griego Aristóteles Onassis, por quien dejaría a su marido, y hacia 1959 comenzarían una relación tormentosa que en mucho se parecía a las tragedias griegas que la soprano solía interpretar en la ópera. La prensa no dio tregua a este romance, y desde el comienzo el amorío estuvo envuelto en el rumor y el chisme. La cantante dejó relegada su brillante carrera para entregarse a su relación con Onassis, lo que a la larga la llevaría a alejarse de los escenarios y a que su voz prodigiosa se notara débil, avejentada, relegada también a un segundo plano. Su relación con el magnate griego representó la debacle no sólo en su carrera sino también a un nivel psicológico y espiritual. En 1961, durante una interpretación de Medea en la Scala de Milán, el público no quiso callar su descontento y chifló a la cantante por no encontrarse a la altura. La soprano, desafiante, con su puño extendido hacia el auditorio, aprovecharía la línea que venía a continuación para encarar al público y cantarle: “Crudel! Ho dato tutto a te” (“¡Cruel! Te lo he dado todo”). El gesto acabó por conquistar a los más inconformes y una lluvia de ovaciones cayeron sobre la gran artista que no perdía su poder y su encanto en escena. En 1964 grabó Carmen en un estudio, papel que curiosamente nunca personificó encima de una tarima. En 1965 sería retada a muerte en el escenario. Sucedió cuando representaba un dúo con Fiorenza Cossotto en la Ópera de París, y aprovechando la debilidad de Callas, su contraparte quiso imponer su tenacidad vocal, en lo que acabó convirtiéndose en un duelo de dos grandes exponentes de la ópera. Se comenta que una vez cayó el telón, Maria no soportó más y también ella caería en un desmayo. Un año más tarde, y con apenas 41 años, María anuncia su despedida de los escenarios con la interpretación de Tosca en el Covent Garden de la capital británica. En 1966, Maria adopta la nacionalidad griega, por lo que debe renunciar a la nacionalidad estadounidense, y esto con el fin de anular legalmente su matrimonio con aquel hombre que después de los años consideraba como a un “piojo”, confesando que “todavía la molesta después de haberme robado más de la mitad de mi dinero al poner todo a su nombre desde que nos casamos. Fui una tonta al confiar en él.” Por otro lado, su más honesto anhelo sería que con este gesto de portar nacionalidad griega, su amado Aristóteles se decidiría finalmente a comprometerse con ella y a formalizar un matrimonio. Pero esto nunca sucedería. Maria revela respecto a su pareja, que el temible seductor, con su “irresistible picardía”, la hizo sentirse al comienzo de la relación como “la reina del mundo”, pero que luego la convertiría en un “animal domesticado.” Decía que nunca se sintió plenamente amada por Onassis, ya que éste parecía encantado no con la mujer que ella era realmente, “sino a lo que representaba”. Una suerte de trofeo para el coleccionista poderoso que era Aristóteles Onassis. Algunas cartas enviadas a sus amigas permiten especular sobre algún tipo de maltrato físico del que la cantante habría sido víctima por parte de su pareja, e incluso el rumor de que el griego llegaría a drogarla para abusar sexualmente de una mujer que, de todas formas, lo amaba y se lo había demostrado de sobra. “Por él abandoné una carrera increíble… Rezo a Dios para que me ayude a superar este momento”, decía una Maria que ya comenzaba a sumergirse en la soledad y el olvido. A pesar de esto Maria sabría imponer su distintivo carácter y sobreponerse. Finalmente la relación llegaría a su fin, cuando de manera repentina Onassis termina con Maria para casarse con la viuda del expresidente estadounidense, John Fitzgerald Kennedy, mujer distinguida por su glamur y por su poderío político, la señora Jacqueline Kennedy. Maria quedaría devastada con la noticia y nunca perdonaría a Onassis, quien años más tarde, y ante el fracaso de su matrimonio con Jacqueline, le insistiría para que regresara con él, y a lo que ella siempre se negaría. En 1969 Maria actúa en la película de Pier Paolo Pasolini, Medea, que sería filmada en Turquía y en Pisa, y que en su momento no tendría una gran acogida, pero que con el pasar del tiempo sería recordada como una de las mejores piezas del director italiano. Abusando de los somníferos para conciliar el sueño y la ansiedad, en 1970 sería llevada de urgencia al hospital, luego de haber consumido una sobredosis de barbitúricos, sugiriendo que se trató de un intento fallido de suicidio. En 1971 participa en la dirección escénica de I vespri siciliani, pero no logrando el impacto esperado decide aceptar la invitación para dictar clases en la prestigiosa Juilliard School de New York. Su experiencia como profesora terminaría por sentir el acoso de quien fuera su jefe, y al negarse a sus insinuaciones sexuales acabaría siendo despedida, según lo comentaría ella misma años después. En 1973, inesperado, Maria Callas regresa a los tablados, compartiendo escenario con su amigo de toda la vida, Giuseppe Di Stefano, donde juntos quisieron revivir los momentos que los llevarían a la fama internacional, y aunque desde el primer concierto en Hamburgo María dejaría en claro que ya nunca más sería la misma, el público de varias ciudades aplaudió su talento y gozó de una voz en cualquier caso irrepetible. En 1974 daría fin a su gira, y el 11 de noviembre, en Sapporo, el planeta Tierra escucharía a María cantando el canto postrero de los cisnes. Nunca más le oímos cantar, y en adelante se recluyó en una extrema soledad en su apartamento de la Avenue Georges Mandel 36 y Tue des Sablons, en París, y que años después de su muerte sería rebautizada con su nombre: “Allée Maria Callas”. Estos últimos diez años de encierro serían descritos en la película que su amigo Franco Zeffirelli le dedicaría años más tarde, Callas forever. Y fue así como una mañana de septiembre, de 1977, a sus 53 años, Maria Callas moría de una manera insospechada, y la causa de su muerte no ha sido todavía esclarecida, especulándose un posible suicidio, y aunque el parte médico determinara que se trató de un paro cardiaco súbito. Su cuerpo sería incinerado en el cementerio Père Lachaise de París. La urna con sus cenizas fue robada pero finalmente recuperada unos días después, para ser finalmente depositadas sobre las aguas del mar Egeo. Su voz será difícil de encasillar dado su peculiaridad y su abanico de posibilidades. Dominar la técnica con suprema maestría, le permitía ampliar su registro vocal y cantar así notas sobreagudas de soprano ligera, alternar con mezzosoprano y llegar a las caracterizaciones más pesadas, además de su habilidad extraordinaria para matizar su canto, considerándosele principalmente una soprano assoluta o sfogato, esa voz capaz de alternar registros agudos de soprano y contralto. Su timbre de voz también resultaba único, del que se decía era penetrante como un metal, y que combinaba con la técnica del bel canto romántico italiano, retomando papeles dramáticos de algunas óperas que parecían haber sido olvidadas hasta que su voz les devolvió la vida. Como parte de su componente artístico, Maria desplegaba una convicción y una seguridad en el escenario que cautivaba a cualquiera, sintiéndose dueña de su espacio y conquistando a todo aquel que tuvo la oportunidad de presenciar alguno de sus espectáculos. También se decía que lograba adaptarse con naturalidad a las peticiones de cada compositor, sobreponiéndose a las exigencias y desafíos que presentaba cada obra en particular. Histriónica, de gran talento actoral, con un gran magnetismo teatral, dotada de una tremenda expresividad lírica, Maria encarnaba en voz y alma a los personajes que sabía recrear sobre la tarima (un prontuario de cuarenta y siete personajes a lo largo de su carrera), con lo que lograría un performance integral, y de ahí que sea considerada por millones de personas como la más grande cantante de ópera del siglo XX. Y aunque su esplendor apenas abarcara poco más de una década, su legado ha sido el haber inspirado a cientos de grandes cantantes que le sucedieron y que la tendrían como ídolo y ejemplo a seguir. Desdichada en su vida personal, humillada desde niña por una madre que poco se interesó en ella (más allá de su dinero), de un esposo que se aprovecharía de igual forma de su éxito para chantajearla, y seguido de un amante que no correspondía a su amor, y todo esto sumado a sus trastornos físicos y psicológicos, Maria Callas acabaría su vida en un inmerecido abandono, y a pesar de ese carácter fuerte que la caracterizó siempre, siendo así que uno de sus principales agentes confesaría que Callas fue “la artista más difícil de tratar, era inteligente y siempre ganaba.” Pero no siempre ganó, o al menos no ganó lo que más quería. Parecía tenerlo todo, pero nos enteraríamos después de que le faltaba lo primordial: un poquito de amor: “No debo hacerme ilusiones, la felicidad no es para mí. ¿Es demasiado pedir que me quieran las personas que están a mi lado?”
Los editores de los blogs son los únicos responsables por las opiniones, contenidos, y en general por todas las entradas de información que deposite en el mismo. Elespectador.com no se hará responsable de ninguna acción legal producto de un mal uso de los espacios ofrecidos. Si considera que el editor de un blog está poniendo un contenido que represente un abuso, contáctenos.