Ella es la Historia

Publicado el Milanas Baena

Leonora Carrington (1917-2011)

Nació en una mansión, en el seno de una familia aristocrática, y su infancia la pasaría rodeada de un bosque y de los jardines que decoraban aquel castillo neogótico inglés, y que sería fuente de inspiración para Leonora, toda vez que desatara sus demonios y fantasmas por medio del pincel. Siempre inconforme y revoltosa, solía fugarse del instituto para señoritas al que sus padres la habían matriculado, negándose a una enseñanza que le correspondía recibir a la mujer sumisa que esperaba por un marido, e interesándose más bien en asistir a las charlas y tertulias que celebraban los jesuitas que educaban a sus hermanos varones. Por aquellos días su creatividad se volcaba en los dibujos que realizaba de gnomos, duendes y gigantes, personajes característicos de esos cuentos de hadas celtas que escuchaba de niña, y que no solo se encargarían de nutrir el imaginario que depositó en los lienzos, sino que acabarían por sumergirla en los delirios fantasiosos que a veces confundía con la realidad. Fue expulsada del convento y enviada a Florencia para recibir otra vez la aburrida educación convencional en otra institución para señoritas, y ocho meses más tarde sería nuevamente trasladada a una academia de la misma índole, pero esta vez en la capital francesa. Durante este período Leonora no desaprovecharía para visitar los museos y ponerse al tanto de las distintas corrientes artísticas y de las nuevas tendencias culturales del momento. Por temperamental y rebelde, la díscola Leonora sería expulsada una y otra vez de aquellos claustros de los que no se sentiría nunca parte, encontrando finalmente su pasión artística y su vocación más sincera en la pintura. Fue así como en 1936 ingresa a una academia de arte en Londres, y un año más tarde conocería a aquel que la enamoraría de sus encantos y también del movimiento del que hacía parte activa: Max Ernst y el surrealismo. Carrington tenía 20 años cuando conoció al afamado pintor alemán, casi 30 años mayor que ella, y a pesar de que él estuviera casado, los dos convendrían en un amorío que más tarde los llevaría a una unión formal en pareja. Adquirieron juntos una casa campestre a las afueras de París, y hoy todavía se conservan en las paredes esos dibujos que los representaban a ambos y que fueron símbolo de su romance artístico. En las pinturas de Carrington son frecuentes las imágenes de gatos, caballos y dragones; casas solitarias con ventanales enormes y amplias mansiones deshabitadas; alusiones a la alquimia, la magia y el tarot, así como los retratos de sus dos hijos y todo ese conjunto esotérico relacionado con el submundo, lo paranormal y la hechicería. También se destacaría por su prosa literaria, entre la que resalta el libro de cuentos que dio a conocer en 1938, titulado La casa del miedo, el mismo año en el que expondría algunas de sus pinturas al lado de su amado Max. Un año después, al comenzar la Segunda Guerra, Max sería arrestado e internado en un campo de reclusión, suceso que afectaría profundamente a Carrington, que tendría que huir exiliada con destino a España. Por aquellos días entablaría relaciones con los pintores más destacados, como es el caso de Joan Miró, Pablo Picasso y Salvador Dalí, quienes solían reunirse en el café Les Deux Magots, y que en conjunto integrarían un movimiento intelectual que pretendió combatir las fuerzas del fascismo. Por esta época tuvo que ser internada en un hospital psiquiátrico, y de ese período Leonora sabría alimentar gran parte de su obra, dejándonos entrever el dolor que la atormentaba, su locura y esa conexión con el inframundo, y por lo cual André Breton la consideraba con estima como una clase de vidente o bruja. En 1941 escaparía del hospital donde se encontraba internada y huiría con destino hacia Lisboa, donde encontraría asilo en la embajada mexicana, y por medio de la cual tramitaría su documentación y poder emigrar así de manera legal. En México, “el lugar surrealista por excelencia”, como diría Bretón, Leonora encontraría también su lugar, y su obra sería ciertamente valorada por una cultura indígena que veía plasmados en sus cuadros ciertos visos que emparentaban aquellas fantasmagorías con las creencias populares del pueblo Azteca. Por allí se relacionaría con reconocidos personajes de otras ramas del arte, como es el caso del cineasta Luis Buñuel y los escritores Octavio Paz y Carlos Fuentes, y durante esos años tendría además la oportunidad de reencontrarse con otros pintores surrealistas que también habían sido exiliados, y de conocer a los nuevos representantes del movimiento surrealista, como es el caso de la pintora Remedios Varo, con quien acabaría estrechando un fuerte lazo de amistad. Después de los ochenta años Leonora se dedicaría a esculpir en bronce, teniendo como tema principal a descubrir el de la vejez, y representada por medio de sus ya conocidas figuras fantasmales que fueran siempre la fuente de su inspiración, y que no dejarían de ser nunca la materia prima de su manantial creativo. México la nacionalizaría y le otorgaría varios reconocimientos, como el Premio Nacional de Ciencia y Artes en el año 2005. Sin embargo nunca dejaría de ser una dama inglesa que recitaba los versos de Shakespeare y que sentía simpatía por Lady Diana. Mujer reservada, conectada con su mundo interno y sus delirios oníricos, Leonora se mantuvo al margen de los medios y periodistas, intentando evadir toda clase de entrevistas e invitaciones de la prensa. Tampoco gustaba de recibir a los académicos que pretendían ponerle nombres a sus pinceladas y conceptualizar el colorido de sus pinturas. A los 86 años concede una entrevista en la que explica su desinterés por exponer su intimidad para la complacencia de un público: “Nunca me ha gustado desnudarme como si fuera estrella de Playboy. ¡Y mucho menos a los 86 años!”. Le advierte a la reportera que durante la entrevista no le permitirá ser su “objeto”, por lo que le niega la presencia de cámaras, grabadoras de audio e incluso cuaderno de apuntes. Una charla sin mayores aspavientos, desinteresada, en la comodidad de su casa ubicada en algún barrio residencial de Ciudad de México. Así se mantuvo siempre, anónima. No quería la fama porque insistía en que así se destruían las relaciones humanas y acababa por convertir al ser humano en un “monstruo del consumo”. Indómita, caprichosa, indomable, Leonora se negó a ser la musa de otro. Su enorme alma artística no podría crecer a la sombra de otro árbol, y su personalidad genuina y su talento propio la llevarían a ganarse un puesto entre los más destacados pintores del momento, y que su nombre fuera así reconocido. Max, quien la bautizaría como “La desposada del viento”, se refirió a ella con estas palabras: “Artista surrealista, mujer indomable, un espíritu rebelde y una leyenda”. Porque más que una pintora surrealista y compañera de Max Ernst, Leonora conquistó su lugar propio, con nombre propio, y es por esto que ella misma se veía, en principio, como una defensora de los derechos de la mujer; pues si bien ellas eran aceptadas en el creciente círculo de artistas e intelectuales del momento, Leonora alegaba con descontento que “André Bretón y los hombres del grupo eran muy machistas: sólo nos querían a nosotras como musas alocadas y sensuales para divertirlos, para atenderlos”. A los 94 años muere a causa de una neumonía en esa ciudad capital que la acogería durante sus últimos años de vida. Seguramente con el tiempo su historia y sus pinturas cobrarán tanta fuerza como las pinturas de la reconocida Frida Kahlo. Su funeral fue un evento privado al que no asistieron cámaras ni fotógrafos, como ella lo hubiera querido, sólo fantasmas alegres que la reclamaban.

Leonora Carrington

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