Ella es la Historia

Publicado el Milanas Baena

Isabel, “Reina Madre” (1900-2002)

Nació apenas entrado el siglo XX, y nació para vivirlo por entero. Fue la novena y última hija de una familia de la alta nobleza escocesa. Su madre era descendiente de dos primeros ministros, por lo que el destino de la pequeña pintaba un próspero porvenir de grandeza. Se dice que nació en una ambulancia tirada por caballos cuando su madre intentaba llegar al hospital. Fue bautizada en una iglesia anglicana y su infancia la pasaría en los grandes salones del castillo de Glamis, en Escocia, donde una institutriz estaría a cargo de una educación estricta que le permitió cierta ventaja, una vez comenzara sus clases en un instituto formal de Londres. Sorprendió a los profesores por sus conocimientos en griego y sus capacidades para la escritura; se destacaba además por ser una consumada deportista y por el amor que profesaba a los perros y caballos, y cuyo sentimiento sería también heredado por su primogénita, la futura reina Isabel II. A los 13 años la avezada estudiante había pasado el examen local de Oxford, y nada menos que el día en que celebraba sus 14 años de vida, Gran Bretaña le declararía la guerra a Alemania, dando inicio a la Gran Guerra, durante la cual varios de sus parientes perderían la vida o habrían sido capturados en combate, cuando no los que regresarían con graves heridas. El castillo de Glamis sirvió durante aquellos años como una casa de reposo en la que Isabel junto a su madre y hermana brindaban labores de asistencia médica a los soldados. A la edad de los 20 años Isabel conoce a quien será su futuro marido, Alberto, duque de York, hijo del rey Jorge V y la reina María, conocido como “Bertie” por sus queridos, y que estuvo persiguiendo el amor de Isabel hasta que finalmente contaría con su aprobación. A pesar de que hubiera insistido y sido rechazado durante años, Alberto le había jurado que no se casaría nunca con otra mujer. La madre del duque quiso conocer a esa damisela que tenía delirando a su hijo, y luego de entrevistarse con Isabel, declaró que ella sería “la única que podría hacer feliz a Bertie”. Es así como para 1923 Isabel es coronada de manera oficial como Su Alteza Real, duquesa de York. La esposa del duque lo acompañará al año siguiente por una de las tantas travesías que realizarán juntos a lo largo de su vida. Recorre algunos países de África oriental como es el caso de Kenia, Uganda y Sudán, evitando visitar Egipto, dado las revueltas políticas que por ese entonces andaban enfrentando en el país de los faraones. En 1926 nace Isabel, y cuatro años más tarde Margarita llegará al mundo para completar la familia. Trotamundos desde siempre, al año siguiente Isabel realiza un viaje a Canberra para inaugurar la Casa del Parlamento, para después embarcarse en un viaje oceánico que la llevó a atravesar los mares del Pacífico y cruzar el Canal de Panamá y hasta llegar a Jamaica, no sin antes haber visitado Fiyi, Nueva Zelanda, Mauricio, y darse una vuelta por Malta para alcanzar las costas de Gibraltar sorteando las corrientes del Canal del Suez. A finales de 1936 muere su esposo, el rey Jorge V, sucediéndolo en el trono su hijo mayor, que no contaría nunca con el respaldo de su padre, quien lamentaba que un día tuviera que sucederlo: “Ruego a Dios que mi hijo mayor nunca se case ni tenga hijos”. El deseo de Jorge V era ver a la pequeña Isabel convertida en reina de Inglaterra, y el destino jugaría las cartas en su favor, cuando fuera el mismo Eduardo VIII quien voluntaria y desinteresadamente abdicara del trono. Ante las presiones y la inestabilidad de su corto gobierno, y queriendo contraer matrimonio con una estadounidense divorciada, los escándalos de Eduardo VIII casi lo obligaron a que entregara la corona a su hermano Bertie, que entonces subiría al trono de manera inesperada para ser conocido como Jorge VI. Es así como Isabel se convierte en la reina consorte de los ingleses. La corona que llevaba sobre su cabeza el día de su posesión estaba fabricada de platino y tenía múltiples incrustaciones de diamantes, como era de esperarse para ceñir la cabeza de una reina. En 1938 se dirige a Francia para consolidar su alianza con dicho país y poder combatir en conjunto la amenaza creciente del nazismo, y un año más tarde se dirigió a Canadá y a Estados Unidos con los mismos intereses de prepararse en caso de una declaratoria de guerra. En Canadá fue abordada por alguien que quiso cuestionar su nacionalidad preguntándole si ella era escocesa o inglesa, a lo que respondió con su acostumbrado desparpajo y su característica picardía: “Soy canadiense”. Isabel parecía un ser universal, y pese a que algunas veces se le catalogó de racista, sus posturas al respecto parecían claras y de ninguna manera mostraban tintes de xenofobia. Declaró en una entrevista que el apartheid le parecía “terrible” y que aborrecía la discriminación racial. A pesar de esto era innegable su animadversión hacia los alemanes, sentimiento compartido por gran parte del pueblo inglés. “Nunca confiaré en ellos”, dijo alguna vez respecto al pueblo alemán. Sin embargo se trató siempre de una persona cortés y de trato amable, cualquiera fuera el mortal que tuviera en frente. Las personas que estuvieron sirviéndole jamás se quejaron de maltrato y, contrario a esto, testimonian los buenos modales y el respeto que siempre les profesó. Durante una visita a Irán, el mandatario persa quedaría sorprendido al ver la espontaneidad y deferencia con la que la reina trataba a los sirvientes. Fue recibida en la Casa Blanca por el presidente Franklin Delano Roosevelt y por su esposa Eleonor, quien testimoniaría que era una reina “perfecta, graciosa, informada, que dice lo correcto y de forma amable”. Meses más tarde Eleonor la visitaría en el palacio de Buckingham y se quedaría asombrada de cómo racionaban la comida y el agua al interior de la Casa Real. En tiempos de guerra la familia monárquica fue un baluarte y ejemplo del tesón y aguante con el que todo hogar debía hacer frente a los alemanes. Isabel se negó a exiliar a sus hijas en Canadá, pese a que cada noche la capital inglesa estaba siendo bombardeada de forma masiva por las embestidas nazis. “Las niñas no se van a ir sin mí. Yo no voy a dejar al rey. Y el rey nunca se irá”, sentenció finalmente. La reina consorte visitó centros de refugiados y heridos, hospitales y puestos de campaña, y no siempre sería bien recibida, dado que muchos le criticaban sus pulcras y costosas vestimentas en medio de tanta hambruna y tanto despojo. La reina se justificaría señalando que tan solo quiere estar bien presentada dado la importancia que le confiere a las personas que viene a visitar. Por aquellos días el palacio de Buckingham alcanzó a ser impactado por una bomba, y contrario a lo que pudiera esperarse, el comentario de Isabel al respecto fue el siguiente: “Me alegro de que fuéramos bombardeados. Me hace sentir que puedo mirar a las personas a la cara”. Isabel no quiso darle mayor relevancia a ese rol que el destino le había obligado a desempeñar. Se tomaba muy a pecho su labor de ser reina y tenía en claro cuál era esa labor simbólica, siempre de pie, y pletórica de los buenos valores que debía encarnar una madre. La familia real permanecía durante el día en el palacio bajo estrictas medidas de seguridad, y durante las noches se desplazaba a las afueras de Londres hacia un refugio más seguro, desconocido y estratégico. La reina fue entrenada en el manejo y uso de armas y se le dio un revólver para que lo portara con ella por si llegara el caso de tener que utilizarlo. El apoyo moral que le brindaba a su pueblo hizo que el mismo Hitler reconociera en Isabel a “la mujer más peligrosa de Europa”. Los reyes no mostraron mucha simpatía por Churchill en sus comienzos, pero una vez acabada la guerra, a nadie le quedaba duda de su papel fundamental en el confrontamiento bélico, rescatando de él su coraje y su valentía. Por esos años la reina confesará amar a los comunistas y su deseo de “lograr un paraíso socialista en la Tierra.” Ese mismo año de 1947 la pareja real se embarca en una de sus acostumbradas travesías, esta vez con destino a Sudáfrica, y del cual sus hijas harán parte por vez primera integrando la comitiva. Para ese mismo año se anuncia el compromiso nupcial de su hija Isabel con Felipe Mountbatten, y para el año siguiente la reina consorte de Inglaterra se convertiría en abuela. Los años posteriores la pareja tuvo que interrumpir sus planes de seguir trasegando por el mundo, dado que el rey había sido diagnosticado de cáncer de pulmón, y durante su ausencia serían su esposa y su hija las que tuvieron que remplazarlo en todos sus compromisos. Para 1952 el rey Jorge VI muere, y será Isabel su hija quien entonces lo sucederá tal cual estaba previsto, y desde entonces la antigua reina consorte, para evitar confusiones de cualquier tipo, pasará a ser conocida por el mundo entero como Su Majestad Isabel, la “Reina Madre”. Tras la muerte de su esposo, la reina se ausentó durante unos meses en su natal Escocia. Nunca más volvió a considerar casarse, y en adelante su empresa sería la de seguir representando con aplomo, encanto y distinción, esos valores de honradez y unidad familiar, y que le valdría el respeto y el cariño de todo un pueblo. La reina reanudó sus funciones y en 1953 viaja a Rodesia (actual Zimbawe) para fundar una universidad, y cuatro años más tarde regresará para cerciorarse de que la institución sí estuviera cumpliendo con los oficios para los cuales fue destinada. Se le conocía como la “duquesa sonriente” por ese carisma que hacía parte de su esencia, sonriendo a diestra y siniestra sin sopesar rango o importancia. A finales de la década de los setenta fue abucheada por una marcha de estudiantes, que lanzaron rollos de papel higiénico contra la reina en un acto de protesta público. Isabel, en un gesto de coraje y algo de ternura, tomó un rollo del suelo y lo llevó a uno de los estudiantes, y le dijo desafiante: “¿Es tuyo? Puedes tomarlo”. Dicho gesto impactó al estudiantado, y su reacción serviría para amainar los ánimos caldeados de los manifestantes. Así era como solía ganarse el agrado de cualquier enemigo, sin embargo la enfermedad no dejaría seducirse por su personalidad arrobadora, y desde finales de los años sesenta múltiples dolencias y enfermedades la mantendrían visitando permanentemente las clínicas: se le practicó una apendicectomía, se sometió a una operación para que le extirparan un tumor cancerígeno en el colon, estuvo durante días hospitalizada a causa de una obstrucción gástrica que tampoco sería la primera ni la última, se le trasladó de urgencia a un hospital para que mediante cirugía le extrajeran una espina de pescado con la que se había atragantado, fue sometida a una extracción de un quiste maligno en el pecho a través de una complicada intervención quirúrgica, se le practicó una operación para tratar una catarata en su ojo izquierdo y luego otra operación para poder reemplazar su cadera derecha, y tres años más tarde otra vez en el quirófano a la reina le reemplazarían la otra cadera. Esto no fue impedimento para que la mujer reacia y comprometida se mantuviera literalmente en pie. Las últimas tres décadas la mandataria había realizado veintidós giras alrededor de los países europeos, y entre los años de 1976 a 1984 visitó Francia durante cada verano. Su popularidad era mundial. Para ese momento era la figura más visible, querida y destacada de la monarquía inglesa. La matriarca se había convertido en el miembro más longevo de la realeza. La caracterizaban sus sombreros de ala hacia arriba y las redes que solían velar su rostro con discreta elegancia, sus vestidos con paneles drapeados donde se destacaba su preferencia por los colores azul y beige. En 1990 la Reina Madre haría una brevísima tregua con sus tantos achaques para celebrar su nonagésimo cumpleaños en un festejo que convocaría a los más prestigiosos mandatarios mundiales. A pesar de haber sufrido una caída reciente, Isabel no quiso utilizar una silla de ruedas, y se mantuvo de pie en los momentos protocolarios que así lo exigían. Diez años más tarde la centenaria celebraba en medio de los agasajos de un pueblo que amaba a su reina y todavía le deseaba muchos años más de vida. Se paseó en un carruaje por las calles de Londres que se encontraban abarrotadas de millares de ingleses ansiosos por saludarla, y cinco millones de globos amarillos inflados con helio saturaron los cielos plomizos de la capital inglesa, en un evento que fue seguido por más de ochocientos millones de televidentes en todo el mundo. A finales de ese año 2000 otra caída en casa le ocasionó la rotura de la clavícula, y un año más tarde sufriría otro nuevo trastumbo y por el que se fracturaría la pelvis. Tres días después, su hija menor, Margarita, moría a causa de una apoplejía, y la madre ya ajustaba cuatro meses con una severa bronquitis. Ya parecían suficientes estragos y la reina no tuvo ganas de insistir. Unos días más tarde, como si en su destino estuviera caer sobre el final, otra caída le hirió el brazo, y luego de unos días finalmente acabaría por sucumbir ante la muerte, a sus 101 años de edad. Se quedó dormida en su castillo de Windsor; murió al lado de su hija Isabel, quien depositaría en su féretro mortuorio un ramo de camelias que ella misma habría sembrado años atrás para su madre. La última reina consorte que tuvo Irlanda, así como la última emperatriz de la India, sería despedida con un funeral apoteósico. Gente de todo el mundo la lloró. Más de doscientas mil personas viajaron hasta el palacio de Westminster para atestiguar con sus propios ojos que, en efecto, la centenaria madre estaba muerta. Una fila de casi 40 kilómetros esperaba poder acompañarla al momento de que sus cenizas fueran depositadas en el mismo recinto donde descansan los restos de su marido y su hija. Se le recordará por su temeridad y desfachatez, su imprudencia formal, su glamuroso desparpajo. De ella se dice que solía excederse en su gusto por las bebidas alcohólicas, y se cuenta la anécdota de aquel día en que recibió de regalo unas veinte botellas de champán, y dado que en ese momento el resto de su familia se encontraba en viajes políticos, la deslenguada reina comentaría: “Me las acabaré yo misma”. Así también se le criticó su afición por las apuestas de caballos, que según se rumora le habría representado una cuantiosa cantidad de dinero perdido, y seguramente varias ganancias luego de que con su arsenal equino hubiera vencido en más de quinientas carreras. Ocurrente, mordaz, extravagante, la Reina Madre engatusaba a periodistas y a grandes políticos y a todos por igual. Dueña del mundo, a Isabel no le importó nunca que durante años la parodiaran en variados programas televisivos; se tomaba las burlas no tan a pecho, prefiriendo no tomarse tan en serio y riéndose también de sí misma. Amante del ska y de la música folk, y una gran coleccionista de pinturas, al morir centenares de obras serían donadas a la Royal Collection. Países tan disímiles y distanciados unos de otros la condecoraron en vida, como es el caso de Rumania, Nepal, Yugoslavia, Afganistán y Perú. En su honor y con su nombre se han fundado todo tipo de instituciones y hasta navíos, así como erigido estatuas y otra clase de monumentos que nos recuerdan a la Honorable, Lady, Su Alteza, Condesa, Duquesa, Su Majestad, la Emperatriz, todos estos los títulos que la acompañaron en vida.

ISABEL REINA MADRE

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