Ella es la Historia

Publicado el Milanas Baena

Isabel I de Castilla “La Católica” (1451-1504)

Hija y nieta de reyes, el destino de Isabel estaría prefijado desde antes de su concepción. A la infanta le correspondería heredar el Principado de Asturias si algún día llegara a faltar su padre Juan II o su hermanastro Enrique. Pero ese mismo destino elegiría a otro sucesor para interponerse en su camino hacia el reinado: su hermano Alfonso nacería unos años después de ella, y su padre por testamento lo anteponía a Isabel, que de esta forma quedaba relegada a un tercer lugar. Sin embargo el sendero comenzó a abrírsele sin que ella así lo persiguiera. El primer paso para su futura coronación llegaría a la edad de los 3 años. Su padre, el rey Juan II fallecería para cederle el trono a su hijo Enrique, que en ese entonces tenía alrededor de unos 25 años. La madre de Isabel nunca pudo superar la muerte del rey. A partir de entonces empezaría a experimentar un trastorno mental que la acompañaría hasta su muerte, y que en mucho influenció la estabilidad de sus dos pequeños hijos. El recién proclamado Enrique IV quiso aislar a su madre y a sus hermanos, por lo que Isabel tendría una infancia solitaria, acompañada de una madre que padecía desequilibrios mentales y un hermanito menor junto al que sería educada. Se les instruyó a ambos en cultura y religión, mientras se mantenían bajo la estricta vigilancia de su hermano el rey, quien procuró mantener siempre cercanos a su madre y a sus hermanos, temiendo que un día pudieran alzarse en su contra y arrebatarle el trono. Su temor iba más allá al no poder asegurar su mandato con el legado de un sucesor legítimo. Después de trece años de matrimonio, la pareja había tenido complicaciones para engendrar, y tal parecía que la dificultad recaía precisamente en el hombre. Es por esto que desde aquel entonces se le conocerá como “El impotente”. Finalmente Enrique IV quiere demostrar a todos que no se trata de una incapacidad, y se divorcia de su esposa para contraer nuevas nupcias con otra mujer. Desconociendo tácticas y artilugios que pudieran facilitar la labor, los esposos consiguieron engendrar a su primogénita, a la que entonces llamarían Juana. La joven Isabel sería su madrina de bautismo, y la madre de Juana seguiría a su marido respecto a la cercanía o vigilancia de su familia, ya que a partir de ese momento sería su pequeña hija a quien le correspondería un día encarnar el gobierno. Pero esto no sucedería así. Hacia 1465 el pueblo manifestó su inconformismo hacia un rey al que consideraban de tirano. Lo acusaban de ser un simpatizante del islamismo, de homosexual y de cobarde, y exigían su derrocamiento, para que entonces lo sucediera el imberbe Alfonso. Se llevaría entonces aquella puesta en escena que luego conoceríamos como la “Farsa de Ávila”, y en donde los ciudadanos fabricaron una plataforma de madera en la que sentaron a un pelele de algodón en representación del rey. Celebraron una misa y, acto posterior, despojaron al muñeco de sus vestiduras reales, mientras un hervidero de descontentos lo saturaban de agujeros en un linchamiento simbólico. Para dar por terminado el acto, subieron al estrado al pequeño Alfonso de tan sólo 12 años, proclamándolo entonces como el rey Alfonso XII. El acto no gozaba de una validez legítima, pero sí demostraba que el pueblo estaba dispuesto a derrocar a su rey. Tres años después Alfonso muere en medio de unas circunstancias que no fueron nunca esclarecidas y que se sospecha pudo haberse tratado de envenenamiento. El pueblo pedía que Isabel gobernara, pero Enrique contaba con el apoyo de la iglesia. La misma Isabel amainó los ánimos dejando en claro que ella no se atrevería a tomar posesión del trono mientras su hermanastro estuviera vivo. Conseguiría además que Enrique IV le otorgase el título formal de princesa de Asturias, proclamándose de esta manera como legítima sucesora al trono por encima de su ahijada Juana. Tratando de persistir en su control, Enrique IV intenta casar a su hermanastra con por lo menos una media docena de pretendientes, pero debido a diversas excusas ninguna de las bodas consigue concretarse. Isabel había elegido a su primo segundo, Fernando, pero, debido a su parentesco, el contrato matrimonial podría celebrarse únicamente con la aquiescencia de la iglesia. Tendría que ser el mismo papa quien por medio de una bula promulgada en su nombre permitiera a los novios casarse por los oficios eclesiásticos. No queriendo indisponer la política caldeada de Portugal, Francia y España, el papa Sixto IV se resuelve a no emitir ningún tipo de documento. Sin embargo la pareja resuelve con un entuerto con el cual falsificarían una supuesta bula papal, en la cual el papa anterior, Pío II, permitía contraer matrimonio a toda princesa con un pariente que la uniera hasta un tercer grado de consanguinidad. Fue así como Isabel emprendió un tortuoso viaje mientras Fernando se disponía a lo mismo, y disfrazado de comerciante atravesó las vastas regiones de Castilla para reunirse finalmente con su prometida. En 1469 la pareja oficializa su boda, lo que para nada agradaría a Enrique IV, quien desde entonces empezó a manifestar un distanciamiento de su hermanastra. El papa trató de acercarlos de nuevo, pero las rencillas se profundizaban y no hubo manera de volver a reconciliarlos. Isabel sólo tendría que esperar tres años más para que fuera la vida misma quien decidiera, y a la muerte de su hermanastro, ascendería junto a su marido y se alzaría con la corona. La nobleza no le daba crédito a la paternidad de Juana, hija de “El impotente”, por lo que había coronado a Isabel como su reina oficial. Sin embargo Juana no se resignaría a abandonar su lucha por coronarse reina, y apoyada por los opositores de su madrina, daría inicio a un conflicto que sería conocido como la Guerra de Sucesión Castellana. En 1479, después de cuatro años de intensas contiendas, el Tratado de Alcaçovas reconoce a Isabel y Fernando como reyes indiscutibles de Castilla. Una vez en el poder, la reina reorganizó la forma de gobierno e hizo ajustes en la administración, rediseñó el sistema de seguridad urbana con la creación de la Santa Hermandad -un cuerpo de vigilancia policial que ofrecía protección a los comerciantes-, librándolos del pandillaje y brindándole estabilidad a la economía, y además ejecutó una reforma económica para reducir la deuda externa contraída por el gobierno dilapidador de su hermanastro. Para proteger la fe, hacia 1480, sería Isabel la que establecería la Santa Inquisición. Pero más decisiva fue su figura y presencia que se hizo notar en las campañas militares emprendidas por su rey, a las que solía asistir conservándose en un comienzo resguardada bajo un cerco de soldados apostados en la retaguardia, pero cuyo cerco supo sortear para empezar a colaborar en tareas más determinantes, como instalar hospitales de campaña y asistir a los heridos con medicamentos y otros servicios de salud. Pero más determinante sería cuando se decidió a exhortar los ánimos decaídos de los soldados que asediaban los dominios del reino nazarí de Granada, y por medio de una enardecida arenga consiguió elevar el espíritu de las tropas y así también acobardar a los musulmanes. La valerosa reina en persona salía al frente de batalla para combatir sin temor a través de las palabras. Finalmente los cristianos consiguen retomar los territorios que durante siglos habían sido conquistados por los sultanes al sur de la península Ibérica. Luego de reconquistados estos territorios, los reyes no vacilarían en expulsar a los judíos de sus dominios, consolidando la fe católica en los terrenos que estuvieran bajo su gobierno. Y a pesar de la negativa de cortesanos, políticos y hasta científicos, sería Isabel quien creería en el disparatado proyecto de Cristóbal Colón en su búsqueda por conquistar las distantes Indias Occidentales. El apoyo a esta aventura derivaría nada menos que en el descubrimiento de América y el inicio de un floreciente Imperio Español. Durante los años de conquista los reyes se preocuparon por el proceso evangelizador de los indígenas, abogando además por un trato justo y humanitario para con los esclavos. Y queriendo poner todos sus asuntos en orden, Isabel comprometería a sus siete hijos con prominentes hombres y mujeres de la destacada nobleza europea, asegurando así su alta estirpe en las generaciones venideras. Por sus virtudes cristianas, por la expulsión de judíos y musulmanes de territorios católicos, el papa Alejandro VI, por medio de la bula Si convenit, otorga en 1496 el título de “Reyes Católicos” a Isabel y a su marido. Durante los últimos años Isabel “La Católica” lidiaría con la muerte de su madre y dos de sus hijos, así como con la supuesta locura de su rebelde hija Juana, y es entonces cuando se decide a portar luto y esperar a que la muerte se digne también con ella. Víctima de la hidropesía, “La Católica” elaboraría un testamento y pediría le aplicaran los santos óleos, para luego celebrar una misa y, así tan sencillo, irse a descansar. Muere en 1502 en el palacio real, a la edad de 53 años, de los cuales gobernaría durante tres décadas. Se la describe como a una mujer de piel blanquecina, ojos de color azulados y pelo cobrizo. De ella dirán los cronistas de la época que “esta mujer es fuerte, más que el hombre más fuerte, constante como ninguna otra alma humana, maravilloso ejemplar de pureza y honestidad. Nunca produjo la naturaleza una mujer semejante a esta. ¿No es digno de admiración que lo que siempre fue extraño y ajeno a la mujer, más que lo contrario a su contrario, eso mismo se encuentre en ésta ampliamente y como si fuera connatural a ella?” Que era “dueña de gran continencia en sus movimientos y en la expresión de sus emociones… su autodominio se extendía a disimular el dolor en los partos, a no decir ni mostrar la pena que en aquella hora sienten y muestran las mujeres”. Que nunca la vieron quejarse, que “era aguda, discreta, de excelente ingenio”, que era “prudente y de mucho seso”, que “hablaba bien y cortésmente”. Que poseía una stridula vox, es decir una vocecita estridente y chillona, y sin embargo portentosa y firme. “Verla hablar era cosa divina; el valor de sus palabras era con tanto y tan alto peso y medidas, que ni decía menos, ni más…” Una mujer “llena de humanidad”, de “gran corazón y grandeza de alma”. Sobran los halagos. La reina Isabel I de Castilla, “La Católica”, ha quedado en la memoria de su pueblo como un ejemplo de sabiduría, prudencia y devoción. Los años siguientes a su muerte su leyenda pasaría a un segundo plano, eclipsada por la presencia protagónica de los hombres. Sin embargo los dos últimos siglos Isabel ha sido rescatada por los historiadores, y en el pueblo español ha resurgido su amor y su interés por este personaje. Durante la Guerra Civil Española “El Generalísimo” se valió de la imagen de Isabel como estrategia propagandística de la fe de Cristo. En 1958 se dio inicio al duro proceso de beatificación, en donde se encontrará siempre con el escollo de haber expulsado de España a creyentes de otros credos, por lo que la comunidad judía ha venido ejerciendo presión para que la iglesia no la considere nunca como a una santa. Sin embargo un primer paso en la carrera hacia la santidad lo daría en 1974 cuando fuera considerada por la iglesia como Sierva de Dios. La vida de Isabel ha sido llevada al cine y a la televisión y ha inspirado libros, novelas y obras de teatro. Su rostro aparece en billetes y retratos y su figura ha sido esculpida en estatuas que pretenden recordar a la primera reina católica de los españoles.

ISABEL I DE CASTILLA LA CATÓLICA

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