Ella es la Historia

Publicado el Milanas Baena

Francisca Zubiaga y Bernales “La Mariscala” (1803-1835)

Francisca pudo haber nacido en cualquier parte. Su padre era un peregrino español que luego de mucho trasegar se estableció con su mujer criolla en el actual departamento de Cusco, y fue allí donde entonces nacería nuestra protagonista. A muy temprana edad despertó una vocación religiosa que la llevaría a los 15 años a internarse por voluntad propia en un convento. De personalidad obsesiva, Francisca sabía que había nacido para grandes cosas, y por esto al comienzo de su vida persiguió la santidad. Pero unos años más tarde, y debido a precariedades de salud, Francisca regresaría a su casa, dejando de lado sus ayunos prolongados y las penitencias religiosas que estaba llevando al extremo, y pudiendo así recobrar su fuerza y su vigor. Debido a la causa emancipadora que se libraba en España, el padre de Francisca decide volver para encarar la lucha, dejando a su hija en un monasterio, pero con la esperanza de que esa alma libertaria y desafiante de su hija pudiera vencer los extramuros y experimentar afuera. Él quería que Francisca conociera el mundo, se relacionara, realizara viajes, asistiera a convites, se enamorara y tuviera una familia. No tuvo que esperar mucho para que esto sucediera, pues allí mismo en el monasterio conocería al prefecto Agustín Gamarra, y que a la postre terminaría convirtiéndose más que en su marido. A los 22 años se casan, y en adelante serán compañeros de batalla y tendrán como objetivo conjunto el de gobernar, quedar en la memoria, hacer la historia. Era una jinete avezada, manejaba con destreza la espada, era certera con sus disparos y vestía trajes militares como cualquier soldado. Así la describe uno de sus biógrafos: “Gobernó a hombres, condujo ejércitos, sembró odios, cautivó corazones; fue soldado audaz, cristiana fervorosa; estoica en el dolor, generosa en el triunfo, temeraria en la lucha”. Se puso al frente de varios batallones ganándose el respeto de sus tropas al mantenerlos siempre bien aprovisionados y ejerciendo una supervisión férrea que no la llevaba a vacilar. Reconocida por su valentía e intrepidez, Francisca, a quien también se le conocía como “Doña Pancha”, acompañó a su esposo en la invasión peruana en territorio boliviano, con la que se pretendía consolidar la independencia definitiva del Perú. Durante la invasión, Doña Pancha dirigió la toma del pueblo de Paria, en donde asistiría además a las alocuciones de su esposo, para quien en ese entonces ya era conocido por todos como “El Mariscal”, y de ahí que su valerosa compañera, con méritos, portara el apelativo de “La Mariscala”. En 1829 Gamarra se convierte finalmente en presidente, pero sería esa mujer sagaz que era su compañera la que sabría cómo llevar el destino de su nación, y aunque no figurara a la cabeza. La Mariscala era el alma del Perú. Su trabajo consistía en aplacar motines, delatar traidores, anticiparse a las conspiraciones, planear asaltos subversivos, dar órdenes a diestra y siniestra. A pesar de no ser una mujer destacada por su belleza física, su atractivo consistía en el poderío seductor de sus encantos. También se le conocía por ser una anfitriona fabulosa, que solía deleitar a sus comensales con una de sus aficiones más extrovertidas: las peleas de gallos. Durante el gobierno de Gamarra, el proclamado Libertador, Simón Bolívar, pasaría por aquellos territorios, donde tampoco podría ser ajeno a los encantos de Francisca, que en un gesto de gratitud quiso homenajear a Bolívar poniéndole una corona de oro sobre su cabeza. Este, embelesado con la gracia de aquella mujer, rechazó el atrevimiento, excusándose que era ella, reina, quien merecía ser coronada. En 1928, en una carta que el Mariscal Sucre le envía a Bolívar, no sólo le advierte de que Gamarra es su enemigo, sino que debe tener cuidado con la actitud cautivadora de su esposa. En algún momento Gamarra se desplaza hacia el sur y La Mariscala queda a cargo del gobierno. Durante este período destituyó al vicepresidente, acusándolo de ser un conspirador que traicionaba la causa patriótica, y aunque hay quienes aseguran que pudo tratarse de un asunto personal, siendo que el inculpado había liberado los mercados de producción de harina, afectando de esta manera los intereses particulares de Doña Pancha. La Mariscala persiguió sin éxito al recién destituido, quien finalmente lograría escapar embarcándose en un navío con destino a Callao. Despertará así su soberbia y sus ansias de poder, y que supo demostrar en actos inhumanos como la golpiza que ordenó propinarle al editor de El telégrafo de Lima, conocido opositor de Gamarra, y al que un grupo de soldados vapuleó por orden de la temida e incontestable Mariscala. Y así mismo sucedió con aquel oficial edecán que presumía de haber compartido el lecho con ella, y a quien personalmente azotaría en presencia de muchos y en el mismísimo Palacio de Gobierno. “Yo no soy sensible sino a los suspiros del cañón, a las palabras del Congreso y a los aplausos y aclamaciones del pueblo cuando paso por las calles”, decía la intocable Doña Pancha. Acabado el mandato de Gamarra, y con la anuencia de éste, será Pedro Pablo Bermúdez quien lo suceda en el gobierno. Sin embargo las fuerzas opositoras irían incrementando su poder, logrando dar un golpe de Estado en el que se vería comprometida la vida de Bermúdez. Sería entonces la misma Mariscala quien al frente de un ejército viajó desde Callao para rescatar al presidente y ocultarlo en la sierra. Ingresó a Lima montada en su caballo, portando una capa azul con bordados de oro, disparando a cuanta cosa le hiciera frente, y exhortando a sus soldados para que no desmayaran en su lucha. Unos días más tarde Francisca tendría que huir disfrazada de monje hasta llegar al puerto arequipeño de Islay, para finalmente embarcarse en un buque inglés con destino hacia Callao. Gamarra escaparía hacia Bolivia y ya nunca más volverían a reencontrarse. Es desterrada a Chile, y es en Valparaíso donde pasará sus últimos días de vida. Por allí conoce a Flora Tristán, quien años después rememorará este encuentro en el libro que titularía Peregrinaciones de una paria: “Era de mediana talla y fuertemente constituida, a pesar de haber sido muy delgada; su figura no era en verdad bella, pero, si se juzgaba por el efecto que producía en todo el mundo, sobrepasaba a la mejor belleza. Como Napoleón, el imperio de su belleza estaba en su mirada, cuánta fuerza, cuánto orgullo y penetración; con aquel ascendiente irresistible ella imponía el respeto, encadenaba las voluntades, cautivaba la admiración. Su voz tenía un sonido sordo, duro, imperativo”. Despojada de su poder y de su dinero, desconocida para cualquiera, y a la edad de los 32 años, la que fuera un emblema de mujer guerrera y fiera combatiente, se apagaba vertiginosamente en el más penoso olvido. Un médico le advirtió que su vida pendía de un hilo, y ella presintió que el doctor estaba en lo cierto. Aquejada por la tuberculosis, atacada por brotes epilépticos, Francisca se vistió de blanco, perfumo su alcoba, y se echó a morir. Antes de tenderse a descansar para no despertar nunca, escribió un breve testamento en el que expresó como última voluntad que le extrajeran su corazón y se lo hicieran llegar a su amado Agustín. Seis años después moriría Gamarra sin haber recibido en vida el presente que su esposa le había legado; sin embargo ese corazón lo acompañaría durante sus exequias en Cusco, en donde fue expuesto, para luego ser trasladado a un monasterio cercano de donde un tiempo después desaparecería. Nada se sabe entonces a dónde fue a parar el corazón de La Mariscala, cuál el destino último de su corazón, pero queda para la historia las hazañas de vida en las que, sin duda, supo poner ese corazón por entero.

Francisca Zubia La Mariscala

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