Una vida legendaria estará siempre tergiversada por la fantasía y los rumores, y la novela de aventura que fue la vida de Madame Lynch no es ni mucho menos la excepción. Se le llamó la “cortesana ambiciosa”, mientras otros no podrían dejar de ver en ella a la intrépida “princesa de la selva”. Nació en Irlanda, en un momento en el que dicho territorio hacía parte del gran imperio inglés, y aunque siempre se ha creído que su padre era un doctor que falleció cuando Elisa tenía 5 años, algunos datos recientes sugieren que su padre era un acaudalado comerciante marino, y que era sobrina de un prestante vicealmirante inglés que había acompañado a Napoleón en la batalla de Trafalgar, desmitificando en parte esa imagen de una Elisa empobrecida desde la infancia, e interesada desde muy joven en pasearse por los salones de París en busca de marido. Fue la mayor de cuatro hermanos, y en su infancia tuvo que sufrir la hambruna que arrasó a la desolada Irlanda, por lo que la familia toma la decisión de mudarse a Londres, donde su figura atrayente y provocativa y esa bella picardía seductora, pronto encantarían a un médico francés, veinte años mayor que ella, quien la tomó por su esposa cuando esta apenas contaba con 15 años. Se mudan a Argelia, donde su marido tendrá que prestar sus servicios durante la guerra, y unos meses más tarde regresarán a París, y al cabo de tres años de matrimonio la pareja decidirá separarse, y aunque nunca lograran legalizar su divorcio. Elisa frecuenta los círculos sociales, escandalizando por sus romances furtivos con condes y militares, y por su vida festiva y licenciosa y esa coquetería con la que solía atraer a todos los hombres. Entre sus amigas se cuenta a Eugenia, la esposa de Napoleón III, que en alguna ocasión providencial para el destino de Elisa, la invitaría a un baile en el Palacio de las Tullerías, al que acudirían los personajes más prestantes de las altas esferas. Allí tendría pues la oportunidad de conocer al que fuera el amor de su vida. Se trataba de Francisco Solano López, hijo del Presidente de Paraguay, un tipo estricto y bien educado que profesaba su admiración por el emperador, y que andaba de gira con su padre buscando materiales que pudieran impulsar la naciente potencia de la industria ferroviaria, e instruyéndose en las nuevas técnicas científicas que pudieran adoptarse en su país para hacer prosperar su economía, así como también dotándose de equipamiento militar e ilustrándose en las artes de guerra. Sería precisamente durante esta visita a Europa que el gobierno paraguayo le compró a la marina inglesa el buque Tacuarí. Esa misma noche comenzarían un idilio de amor, y antes de que pudieran decirse adiós, Elisa quedaría en embarazo, y de esta manera el destino de ambos quedaría ligado para toda la vida. Viajan juntos a Paraguay, pero el parto no da espera, y su primogénito tendrá que nacer de urgencia en Buenos Aires. Se trataba del Coronel Panchito, aquel valeroso soldadito que a los 15 años murió en el combate del Cerro de Corá, empeñado en cumplir con la encomienda que le asignó su padre de cuidar y proteger al resto de su familia. Al llegar al pueblo guaraní, la sociedad no entendió cómo era que el hijo del sucesor al máximo cargo de la República se había mancomunado con una mujer considerada como adúltera, ya que aun no formalizaba legalmente su divorcio, y cómo es que se trataba de cualquier forma de una mujer extranjera que parecía de la alta alcurnia y que de ninguna manera conseguiría adaptarse al hábitat salvaje de la jungla. Pero Elisa les demostraría que su carita preciosa y su cuerpo delicado escondían una guerrera en firme que jamás abandonaría a su marido, y aunque al comienzo se le vio como a la amante casual, la consentida rodeada de lujos y contemplaciones, muy pronto logró ganarse el afecto de la aristocracia paraguaya, empleando precisamente esta pomposidad y etiqueta para deslumbrar con los decorados de los bailes de gala que solía ofrecer para entretenimiento de los más destacados miembros de la sociedad, imponiendo tendencias y modas y conquistando así su lugar y hasta convertirse en una notable y respetada figura popular. Al mismo tiempo despierta cierta antipatía e incluso envidia, por tratarse de una mujer independiente que había logrado sacar adelante un negocio de exportación de cueros y hacerse por sí misma a una pequeña fortuna, siendo que estos no deberían ser las prácticas de una dama educada en los más estrictos valores morales a los que estaban acostumbrados la cultura guaraní. Elisa comienza una campaña de educación femenina, para lo cual contrata a un profesorado europeo que viajará hasta al corazón de América para dictarle clases de música y pintura a señoritas en improvisadas academias. El padre de su esposo muere, y es así como Francisco recibe un país que está siendo puesto en jaque por la alianza de sus tres países vecinos decididos a aunarse para destruirlos. Para este entonces Elisa ya habría compartido más de una década al lado de su marido, hablaba español a la perfección, y era madre de seis hijos. La guerra estalló y Paraguay hizo todo lo que pudo para defenderse, en una muestra de valor y heroísmo que ha sido ejemplo en la historia de todas las guerras. Apenas comenzaron los combates, Elisa se vistió con trajes militares y se bautizó a sí misma como la “mariscala”. Auxiliaba a los heridos y daba órdenes al interior de los campamentos, pasó a comandar tropas, a liderar frentes de batalla y a encabezar las lides en las que se ausentaba su marido, y fue por esto que se ganaría el respeto y la admiración de los ejércitos, hasta el punto de convertirse en un símbolo de lucha para los soldados guaraníes. Combatió de igual a igual, sin reparar en su condición de mujer, y poco le importó que aparte se tratara de una mujer en estado de gravidez. Sí, en plena guerra Elisa parió a su séptimo hijo, pero el pequeño fue incapaz de sobrevivir a las inclemencias del ambiente y murió de cólera a los pocos días de haber nacido. Poco protestó cuando López ordenó una serie de ejecuciones, convirtiéndose en cómplice de estas medidas, e incluso siendo tildada por muchos de ser la que promovía e incentivaba a López a estas conductas maniáticas, cuando lo cierto es que sería la única capaz de soportar la paranoia que acosaba al mariscal, y que incluso fueron varios los ajusticiados que se salvaron de ser expuestos ante un pelotón de fusilamiento, toda vez que Elisa lograra disuadir a su marido de que les condonara sus vidas. En condiciones desfavorables, con ejércitos desiguales, conformados en su mayor parte por inválidos, viejos, niños y mujeres, los paraguayos lograron resistir confrontando piedras contra cañones, y resistiendo así durante casi seis años los embates militares de los ejércitos de la llamada Triple Alianza. Finalmente no pudieron aguantar más. La orden parecía el exterminio despiadado y completo de todo hombre que superara los doce años de edad, y en varios casos se optó por arrebatar al feto del mismísimo vientre de sus madres. López se vio acompañado apenas por unas 400 personas que fueron rodeados por los ejércitos brasileros. Francisco le pidió a su mujer que huyera, aprovechando que aun contaban con tiempo suficiente y una ruta de escape que le permitiera ponerse a salvo con los demás miembros de la familia. Elisa, valiente, compañera, no quiso abandonarlo, y estuvo a su lado a lo largo de toda la retirada hacia al norte. El precio por la cabeza del mariscal era una recompensa que cualquier soldado quería cobrar, y fue así como una lanza hirió de muerte al fiero soldado que, según dicen, luchó hasta el último aliento, cuando entonces un oficial ordenó dispararle al corazón y acabar así con toda una guerra. Panchito no descuidó la orden de su padre, y fue abatido tratando de defender a su madre y a sus hermanos mientras estos intentaban huir. Elisa fue detenida, y de inmediato sacó a relucir su abolengo británico, reconociéndose como una súbdita de la corona que gozaba de un extraño poder diplomático, capaz de convencer a sus atacantes. Los brasileros fueron disuadidos, y además le permitieron una última voluntad en el campo de batalla antes de llevársela cautiva: ella misma cavaría las fosas en las que enterró a su esposo Francisco y a su hijo, el valeroso Panchito. Se cuenta que antes de cubrirlos con tierra, Elisa se arrancó un par de mechones de su pelo enrojecido por la sangre de sus queridos, y como un gesto simbólico los depositó sobre el pecho del par de difuntos. Fue trasladada a Asunción, donde todo un pueblo la despreciaba acusándole de traidora, y de haber sido ella la culpable de la derrota nacional, la que pervirtió la mentalidad insana del presidente, y el ave de mal agüero que viajó desde el norte para corromper y acabar por condenar a un país por entero. A ella se le achacaba la decadencia de la sociedad, inculpándola de haberse aprovechado para enriquecerse a costa de los tesoros usurpados a la nación. Desconociéndole todo título de propiedad, e incautándole sus bienes y objetos de valor, la despreciada Elisa es deportada a su tierra de origen, donde se establecerá durante algún tiempo con sus hijos, gozando de algunos fondos que años su esposo depositaría en un banco de Londres, tratando de asegurarle un futuro a su familia o quizás augurando lo que iba a sucederle, además de contar con valiosas piezas de joyería y costosa mercancía que durante años estuvo enviando desde Suramérica a Europa como si se trataran de valijas diplomáticas. Y fue así como Elisa se permitió vivir un período de comodidades, e incluso viajó con sus hijos por Alejandría, el Cairo, Jerusalén y París. Pero el dinero comenzaba a agotársele, y fue por esto que tuvo que regresarse a Paraguay, decidida a reclamar las pertenencias que consideraba como suyas, y aunque los mitos y habladurías dijeran lo contrario. Durante el viaje falleció otro de sus hijos, y al atracar en puerto paraguayo casi fue deportada de inmediato. Sus bienes y demás posesiones habían sido otorgados a los brasileros como parte de compensación por la derrota, y Elisa, rechazada, encuentra refugio en una Buenos Aires que tampoco intervendrá por ella ni intentará defenderla. Allí publica Exposición y Protesta, un libelo que no consiguió convencer a nadie, y en el que la legendaria británica tratará de dar cuenta de sus hazañas, así como de explicar los malentendidos que según ella la convertirían en una mujer ruin y deleznable para esa devastada sociedad paraguaya. En adelante su vida sería un ir y volver entre Buenos Aires y París, intentando por todos los medios que el gobierno paraguayo le reconociera lo que para casi todos se trataba de una riqueza mal habida y fraudulenta. A mediados de los setentas se radica definitivamente en Francia. Fallece de un cáncer estomacal a los 53 años, en un pequeño apartamento parisino, olvidada por una Europa a la que nunca perteneció, y desprestigiada por una Suramérica en la que vivió y luchó. Hubo que esperar más de un siglo para que la historia desentrañara sus anécdotas y pudiera por fin reconocerle su justo mérito. Elisa Lynch fue una princesa guerrera, una fiel amante y una mujer que al parecer sí sentía un cariño legítimo por el vapuleado pueblo paraguayo, y a la que se le reconocerá su insistencia por institucionalizar la educación femenina de calidad en el país guaraní. En 1961 el dictador Alfredo Stroessner mandó trasladar sus restos por mar desde un cementerio en París, para concederle en Asunción una urna de bronce dentro del Museo Histórico del Ministerio de Defensa, otorgándole así las distinciones póstumas que la enaltecen como una destacada heroína nacional.
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