Hija del conde, Diana nació en el castillo de Saint-Vallier, en los Alpes franceses, y tan solo llegar a este mundo ya ostentaba el título de duquesa. Cuando tenía 6 años muere su madre, y en adelante su crianza estará a cargo de las cortesanas de Ana de Francia, hija de Luis XI, quienes se encargarán de instruirla en las distintas disciplinas académicas, así como de educarla en los hábitos y modales de la etiqueta aristocrática. A la edad de los 15 años es obligada a casarse con un vizconde casi cuarenta años mayor que ella, nieto del rey Carlos VII, y con quien sin embargo sabría hacer hogar y tener una relación estable, y de cuya unión nacerían dos hijos. A partir de entonces Diana demostraría sus capacidades administrativas y su buen manejo de los negocios, además de empaparse de jurisprudencia y teoría financiera que pudieran respaldarla al momento de argumentar sus empresas. En 1524 su padre estuvo a punto de ser ejecutado, pero conseguiría salvar su vida luego de que su yerno intercediera por él, a pedido por supuesto de la dolida esposa que no soportaría ver cómo decapitaban injustamente a su padre. Durante años Diana sirvió como dama de honor de por lo menos tres reinas, convirtiéndose de esta forma en una prominente cortesana, conocedora de secretos y costumbres que discurrían por los salones y pasadizos de los más distinguidos castillos franceses. En 1531 muere su marido el vizconde, y en adelante la viuda portará vestiduras negras que recuerden el luto y el respeto que le guardaría al padre de sus hijos. En los próximos años Diana se pondrá al frente de los negocios que pertenecían a su difunto marido, incrementando su fortuna y generando nuevos ingresos debido a sus fructíferas iniciativas financieras. Por aquellos tiempos se reafirmó en el título que le correspondía a su esposo: Gran Senescala de Normandía. Sin embargo la imagen de Diana de Poitiers en la historia estará ligada a su relación con el Delfín de Francia, esta vez una pareja veinte años menor que ella. El pequeño Enrique la conoció cuando éste tenía apenas 7 años, y al parecer desde entonces quedaría prendado de esa muchacha coqueta que a veces veía paseándose por la corte. La personalidad del delfín era la de alguien más bien retraído, al que no le gustaban mucho las galas y festejos, y al que se le describe como taciturno y tenebroso. Siendo él muy joven se casaría en un matrimonio por convivencia con la desdichada Catalina de Médici, quien tendría que soportar por siempre la intromisión de Diana entre la pareja real. Pero ante un hombre enamorado no hay quién pueda lidiar. A la muerte de su padre Francisco I, Enrique II lo sucederá en el trono, y en adelante sabrá colmar de lujos y comodidades a su más querida amante. Inundó las paredes de las mansiones con retratos de Diana que le había encomendado pintar a los más ilustres retratistas, y adornó los salones con representaciones icónicas y estatuas del personaje mitológico de Diana cazadora. Siendo la luna el símbolo de esta diosa, Enrique II solía escribirle carticas de amor que firmaba con dos lunas entrelazadas. La colmó de joyas, a lo que Rabelais después comentaría con su característico sarcasmo: “¡El rey ha colgado las campanas del cuello de su mula!” La influencia que Diana ejercía sobre el rey era notoria para cortesanos y para el pueblo mismo, quienes no tenían ninguna duda de que era Diana la que dirigía el curso de su corazón y, al parecer, el del país mismo. Sin embargo tendría que ser sagaz si quería mantenerse activa dentro de la corte, y evitar en lo posible cualquier tipo de roces con la reina legítima. La relación con Catalina era discretamente cortés; a Catalina le resultaba más conveniente que su marido tuviera una querida cerca, en vez de tenerlo alejado de su hogar y persiguiendo a las tantas jovencitas del reino. Y es que Diana sabría mantenerlo a raya. Se convirtió no sólo en su amante sino también en su consejera y confidente, e incluso después de siete años de matrimonio, era Diana quien lo alentaba para que por fin se decidiera a tener hijos con Catalina. Las mujeres supieron cómo sobrellevar una enemistad cordial, elegante y refinada, muy a su propio estilo. Diana cuidaba del rey con sensatez, tratando de no generar ningún tipo de rencillas con la reina oficial, ayudando en la educación y crianza de los hijos de la monarca, e incluso fue ella quien a veces acudió a Catalina consiguiendo los médicos que la asistían en los partos. A pesar de esto la desventaja para Catalina era más que notoria, siendo que Diana cobraba cada día mayor relevancia en los asuntos del amor y la política. En 1548 el rey le otorga el ducado de Valentinois y cinco años más tarde el de Étampes. Diana se codeaba con prestantes hombres del sector público, convirtiéndose en una experta en materia de asuntos de política exterior. Emprendió también una campaña para despojar a los hugonotes de sus posesiones y sumárselas a las arcas reales, afianzando la fe católica en territorios galos. Decoraba los palacios y castillos en los que moraba con una prolífica colección de arte, compuesta por cuadros y estatuillas. Por su gracia, más que por su belleza, inspiró a pintores que la retrataban y a músicos que le dedicaban sus canciones. Era una mujer culta, intrigante, apasionada al hablar, y que infundía respeto y admiración entre la fastuosa aristocracia del siglo XVI. A sus 60 años aún se movía con distinción, y sólo la muerte de su querido Enrique II podrían arrebatarle su prestigio, posición y honra. El rey oficiaba el espectáculo de una justa, cuando una estaca le perforó parte del cráneo, y debido a este accidente moriría unos días después. Ya no había motivos para seguir conservando las falsas modestias, y fue así como Catalina no vaciló en despojar a la amante de su esposo de alhajas y latifundios, y hasta de la dignidad misma. Le impidió visitar a Enrique II durante sus últimas horas, y la única participación que tuvo en su entierro fue ver pasar desde una ventana el féretro con los restos de su amado. Le prohibió la entrada a los castillos y le hizo devolver las joyas y los terrenos que su marido le había conferido. Diana tampoco se rebeló y devolvió a reina lo que le reclamaba, se llevó consigo a una de las hijas que Enrique II había tenido con alguna de sus muchas amantes, y se retiró a su castillo de Anet, donde aguardaría tranquilamente por una muerte que vino a saludarla a la edad de los 67 años. Su cuerpo fue enterrado en la capilla de su castillo, donde también se aposta una escultura mandada a levantar por su hija mayor en conmemoración de su distinguida madre. Más de dos siglos después, en el furor revolucionario francés, un hervidero de energúmenos profanaron sus restos queriendo borrar todo vestigio monárquico, guardándose su cabellera como un trofeo de guerra y empleando el plomo con que estaba hecho su sarcófago para la fabricación de balas. En 2009 sus restos fueron rescatados y depuestos en un nuevo sarcófago para ser finalmente depositados en Anet. Antes de enterrarla le practicaron un estudio forense en el que descubrieron una gran concentración de oro en su cuerpo. Se especula que esto debido a un brebaje áureo que prometía la eterna juventud y belleza, y que de allí posiblemente su piel siempre pálida y su semblante blanquecino. Persiguiendo el elixir que le garantizara la vida eterna, lo más probable es que Diana haya muerto producto de una anemia generada por una intoxicación severa y progresiva de oro líquido.